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Elección por voto ciudadano de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación

Publicado el 11 de agosto de 2023


Jaime Cárdenas Gracia

Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
email jaicardenas@aol.com

I. INTRODUCCIÓN


Proponemos en estas páginas que los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sean electos por voto ciudadano. Sostenemos que en el Estado Constitucional todo derecho debería tener un origen democrático y que las instituciones deben derivar de la soberanía, tal como se desprende del artículo 39 de la Constitución. Hoy en día la elección de ministros de la Corte está controlada por el poder formal—el del presidente y el de los dos partidos mayoritarios en el Senado— y por el poder fáctico nacional y trasnacional que influye en esas designaciones. La Corte ha ido incrementando su elitismo, destacadamente después de las reformas constitucionales de 1994 y 2011, que han aumentado su poder para invalidar normas generales y para definir el alcance y profundidad de todo el derecho aplicable. Ningún otro poder en México puede, en la magnitud que lo hace la Corte, determinar qué es y qué no es derecho.

Las reformas de 1994 y 2011 han significado en el ámbito del principio de división de poderes una nueva forma de relación entre los tres poderes clásicos con un claro sesgo a favor hacia el poder judicial, principalmente respecto de la Corte. Por ello, es dable preguntarse si la Corte debe continuar teniendo ese inmenso poder, sobre todo cuando sus ministros no son electos popularmente, o si la definición última del derecho debe estar en manos del Congreso, del pueblo mismo o si es necesario reformar la Constitución para establecer mecanismos más deliberativos en la definición del derecho, en donde participen simultánea y sucesivamente el Congreso, el Poder Judicial y la ciudadanía.

Los métodos de nombramiento de los ministros en México han sido modificados durante nuestra historia. De 1824 a la fecha hemos tenido al menos ocho métodos distintos de nombramiento de ministros. Desde 1917 a la fecha hemos tenido al menos tres métodos. El vigente data de la reforma de 1994. En el Acta de Reformas de 1847 se previó que la elección de los ministros fuese directa por voto ciudadano, aunque esa reforma no se concretó. De 1857 a 1917 el método de elección de los ministros, como el de todas las autoridades fundamentales del país, fue indirecto.

En el derecho comparado, además del importante debate que al respecto se expresa en los Estados Unidos, existen algunas experiencias de nombramiento electivo de integrantes de los tribunales. En Bolivia los magistrados del Tribunal Constitucional son electos por los ciudadanos; el procedimiento en ese país no ha sido exitoso debido, principalmente, a la intervención del estamento político en las designaciones y al hecho de que no existen provisiones en la legislación boliviana para dar a conocer los antecedentes y hoja de vida de los aspirantes. En otros países del mundo se elige popularmente a algunos jueces. En algunos estados y cantones de Estados Unidos y Suiza se elige a los jueces locales. En Argentina han existido intentos por elegir por voto ciudadano a los integrantes del Consejo de la Magistratura.

El sistema de nombramiento de los ministros de la Corte que hoy se encuentra vigente debe ser discutido ampliamente en la sociedad y por la academia, osotros estimamos que no es suficientemente democrático al no provenir directamente de los ciudadanos. Es un método elitista que favorece el reparto de cuotas entre los dos partidos mayoritarios, además de conferirle al presidente un peso indudable en las designaciones.

En la parte final de estas páginas formulamos una propuesta para modificar el método vigente de nombramiento de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Estimamos que el procedimiento que sustituya al actual debe tener un componente inicial meritocrático, y en su parte final electivo, con la intención de romper la influencia de los partidos mayoritarios en el Senado así como el poder presidencial que ahora determinan las designaciones.

II. LOS PRESUPUESTOS DE LA DISCUSIÓN

En el Estado de derecho constitucional de nuestro tiempo el derecho positivo que crean las instituciones y órganos del Estado debe tener un origen y un fin democrático. ¿Por qué? El derecho no puede derivar de orígenes metafísicos ni provenir de las decisiones de un caudillo o de un grupo oligárquico, sino que debe sustentarse en la voluntad de las mayorías—de ser posible las más amplias mayorías con respeto siempre a los derechos de las minorías— y perseguir, una vez aprobado, fines democráticos, además de satisfacer y garantizar los derechos humanos que haya reconocido el orden jurídico constitucional y convencional (y los que surjan de las luchas sociales y de la deliberación pública).

De esta suerte, el origen y el fin del derecho debe realizarse para satisfacer y garantizar los derechos humanos, pero ese cometido no debe obviar sus fundamentos y fines democráticos. Entre esos fines se encuentra la protección de los derechos de los más débiles, los oprimidos y excluidos, pero también de las mayorías para tutelar el interés general o colectivo, que aceptamos, nunca debe realizarse afectando los derechos de las minorías, pero que tampoco debe ser negado. Como se puede advertir, es siempre muy importante identificar quiénes son las minorías y las mayorías, pues a veces las minorías no son los oprimidos o los más débiles como señala Luigi Ferrajoli (Derechos y garantías: La ley del más débil, Madrid, Trotta, 2010), sino las élites económicas o políticas que reclaman desde su supuesta “minoridad” privilegios que se oponen a las exigencias de las grandes mayorías que en países como México suelen ser los más pobres.

Los teóricos del Estado constitucional y democrático de derecho suelen poner el acento en los derechos humanos al considerar el fundamento y fin del derecho positivo, olvidándose de sus fundamentos y fines democráticos. La revisión del Estado y democracia constitucional debe tomar en cuenta esa grave omisión que, a veces, parece deliberada. ¿Qué implicaciones tiene decir que el fundamento y el fin del derecho es la democracia? Considero que son diversos, entre ellos, los siguientes: 1) en la producción del derecho debe participar la sociedad a través de representantes electos pero también directamente; 2) todas las modalidades de democracia—representativa, participativa, deliberativa y comunitaria— deben fortalecerse para que la sociedad tenga incidencia real en la producción del derecho, y 3) en la interpretación, aplicación y argumentación del derecho también debe participar la sociedad a través de múltiples figuras, como las acciones populares de inconstitucionalidad e inconvencionalidad, el amicus curiae, y la ampliación del significado de categorías como interés legítimo, pero también eligiendo a las autoridades que interpretan, aplican y argumentan el derecho, principalmente las de última instancia. Si se eligen a las autoridades que crean el derecho, porque no deben elegirse también por voto ciudadano a los que interpretan, aplican y argumentan el derecho, sobre todo a las autoridades de última instancia que en definitiva determinan en una nación el alcance y profundidad del derecho.

La soberanía es una de las nociones clave en esta discusión. El artículo 39 de nuestra Constitución señala que la soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, que todo poder público dimana del pueblo y se instituye en beneficio de éste, y que en todo momento el pueblo tiene el derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno; el precepto nos confirma, entre otras cosas, que el derecho positivo y las instituciones tienen o deben tener origen en el pueblo, y que sus fines son los de mirar por el beneficio del pueblo.

Es cierto que el encanto radical del artículo 39 queda en parte matizado por el contenido del primer párrafo del artículo 41, que señala que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la unión y a través de los poderes y autoridades de las entidades federativas según sus respectivas competencias. No obstante, desde las reformas constitucionales de 2012 y otras como la de 2019 nuestra Constitución ha reconocido en el artículo 35 derechos fundamentales y mecanismos de democracia participativa, como son las figuras de candidaturas independientes, derecho a la consulta y revocación de mandato, y el artículo 71 fracción IV de la Constitución contiene el derecho ciudadano para presentar iniciativas legislativas. Esos mecanismos de democracia participativa, aunque limitados y deficientes en muchos sentidos, nos indican que la soberanía también puede ser ejercida directamente por los ciudadanos y no sólo a través de los poderes de la Unión o de las entidades federativas. Por su parte, el artículo 2o. de la Constitución reconoce desde 2001 el derecho de los pueblos originarios a dotarse de sistemas normativos y estructuras de gobierno propias —democracia comunitaria. Hoy en día en México el carácter representativo del Estado convive con la democracia directa o participativa y la comunitaria.

El concepto de soberanía inicialmente concebida por Bodin residía en el monarca que tenía el poder de crear la ley, con Rousseau en el pueblo, con Kant en la ley, con Kelsen en el ordenamiento jurídico, con los positivistas institucionalistas como León Duguit, Maurice Hauriou, R. Carré de Malberg y Santi Romano en quién ejerciera el poder, en quién en los hechos decidiera y determinara lo que debe hacerse desde el Estado (Jaime Cárdenas Gracia, Manual de Derecho Constitucional, México, Tirant Lo Blanch, 2020, pp. 51-55). En el constitucionalismo mexicano, que sigue en buena medida la tradición kelseniana y el artículo 6o. de la Declaración de los derechos del hombre y ciudadano de 26 de agosto de 1789, la soberanía se expresa a través de la ley—el sistema jurídico—, principalmente por medio del principio de supremacía constitucional, y ahora diríamos que también a través del bloque de constitucionalidad y convencionalidad.

Sin embargo, un análisis semántico, político y filosófico del artículo 39 constitucional no puede subsumirse en el ordenamiento jurídico y obviar el carácter sociológico, histórico, político y cultural de ésta: la soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo, que es quien debe decidir el destino de la nación —la sociedad organizada políticamente. El objetivo de la soberanía popular es el beneficio del pueblo y por eso el pueblo tiene la prerrogativa exclusiva de decidir cómo se organiza a la nación y al Estado, además, el pueblo tiene en todo tiempo y para su conveniencia el derecho inalienable e imprescriptible de modificar las formas de organización política que se haya dado. La norma más importante de nuestra Constitución es la que reconoce el principio de la soberanía, de ella se desprende todo el contenido constitucional, convencional y legal en el que nos organizamos políticamente como sociedad. Asímismo, en la teoría democrática contemporánea la democracia representativa no significa un cheque en blanco para que el gobernante una vez electo decida como quiera. Los representantes no deben practicar lo que Guillermo O´Donnell denomina democracias delegativas (“Delegative Democracy”, en Journal of Democracy, 5, núm. 1, 1994), están constreñidos por la participación en las decisiones públicas que el pueblo por sí mismo puede realizar, sin representantes, en distintos momentos y no sólo en los electorales y, además, los representantes están sujetos a controles democráticos y jurídicos para evitar el abuso del poder.

En la discusión sobre la elección de las y los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por voto ciudadano se ha dicho que el actual procedimiento de nombramiento es democrático porque está previsto en el artículo 96 de la Constitución y porque participan en la designación de los ministros de la Corte dos poderes del Estado —presidente y Senado— que tienen representatividad democrática porque sus integrantes fueron electos por el pueblo. En un sentido formal, el argumento parece aceptable, pero material o sustancialmente no lo es porque el método vigente de nombramiento deja fuera a la sociedad en sus dos etapas —la presidencial y la senatorial. Los ciudadanos, por ejemplo, no saben, más allá del conocimiento sobre los requisitos del artículo 95, que deben reunir los candidatos a ministros—pues muchas abogadas y abogados del país también reúnen esos requisitos y no sólo los de la terna—, bajo qué criterios el presidente decide que terna propone al Senado, y en el Senado, los ciudadanos tampoco conocen, más allá de lo que pueda exponerse en las sesiones de comisiones cuando éstas son públicas, o en el Pleno durante las intervenciones de los legisladores, por qué el elegido de la terna por la mayoría calificada ha sido estimado como el mejor perfil para ser considerado ministra o ministro, y los otros dos integrantes de esa terna no lo han sido. Esto es, las razones reales o materiales de porqué el Senado decide por una persona para que sea ministro son ajenas a la ciudadanía, como lo es también la participación de ésta en ese proceso de dos fases.

Se desconoce en general en ese procedimiento de designación la ideología de los candidatos a ministros, sus vínculos políticos con los partidos, sus relaciones con los factores reales de poder nacionales y trasnacionales, y sus concepciones acerca del derecho constitucional de nuestro tiempo (críticas, del constitucionalismo popular, del nuevo constitucionalismo latinoamericano, pospositivistas, neoconstitucionales, opuestas o no al neoliberalismo jurídico, etcétera). Tampoco se conoce a profundidad que es lo que piensan esos candidatos a ministros, por ejemplo, acerca del derecho al aborto, a la eutanasia, a los derechos en materia de género, de los derechos de los pueblos originarios, respecto a los derechos de la comunidad LGTBIQ+, sobre los mecanismos de exigibilidad y justiciabilidad de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, en cuanto a sus concepciones interpretativas y argumentativas —verbigracia la aplicación de criterios consecuencialistas en las decisiones judiciales.

En los procedimientos nacionales de designación de ministros no hay gran profundidad para saber lo que sostienen los aspirantes al cargo acerca de cómo se puede ofrecer mayor legitimidad democrática al poder judicial, qué reformas se deben realizar para contener o no al poder judicial en la definición e implementación de las políticas públicas, cuáles son las reformas que el poder judicial necesita, entre otros muchos temas, en donde la ciudadanía debiera contar con plena información sobre los perfiles y concepciones jurídicas e ideológicas de los candidatos a ministro.

Históricamente, salvo algunos periodos, la elección de ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha estada controlada por el poder formal—legislaturas locales, Congreso, Cámara de Diputados, Cámara de Senadores, presidente de la República—, así como también por poderes fácticos nacionales —estamentos militares, eclesiásticos, logias masónicas, ejército, partidos, medios de comunicación y grupos empresariales—, recientemente a su vez por factores trasnacionales de poder que defienden y presionan a favor de concepciones neoliberales del derecho, por ejemplo, a favor de la privatización de las riquezas nacionales —hidrocarburos, agua, minas, etcétera— o para impulsar maneras de entender el derecho a partir de principios como el de libre competencia económica, pero negando o excluyendo los principios de la economía mixta mexicana que fueron incorporados a nuestra Constitución mediante las reformas constitucionales de 1982 y 1983 a los artículos 25, 26, 27 y 28 de nuestra ley fundamental.

El control del poder formal y/o fáctico en la designación de los ministros de la Corte no ha favorecido la independencia de ellos respecto al poder, aún, hoy en día que se dicen independientes del poder ejecutivo en turno se encuentran vinculados a otros factores de poder, por ejemplo, a los partidos de oposición y a los intereses económicos trasnacionales, jugando permanentemente en contra de las posiciones del gobierno establecido, las que suelen ser nacionalistas y que muchas veces están orientadas por fines sociales y populares. En el discurso público los ministros se presentan como parte de una institución cuya finalidad es controlar al poder a través de los procedimientos de revisión de la constitucionalidad de las leyes, y de manera más subordinada a ese objetivo, como una rama del poder público orientada y destinada a impartir justicia. En los hechos, con gran parte de sus decisiones—al menos a partir de 2018— apuntalan la influencia política de la oposición al gobierno y consolidan los intereses trasnacionales que frecuentemente son contrarios al interés general y a los derechos de la mayoría. Su dependencia ya no es respecto al presidente en turno, al partido del presidente o a los partidos del Pacto por México, sino a otras nuevas instancias: la oposición y los intereses trasnacionales.

Por el rol constitucional de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ésta no debería ser dependiente de ningún poder formal ni fáctico, nacional o trasnacional. Tan indebido es tener una Corte dependiente del ejecutivo como lo es que sea dependiente de la oposición o de intereses trasnacionales. En este sentido, y aunque también es importante la supervisión y fiscalización ciudadana de las decisiones de la Corte, lo es igualmente contar con una Corte que tenga la legitimidad democrática de origen, nacida de la votación ciudadana. El método de nombramiento de los ministros no es neutral, baladí o aséptico, es por el contrario determinante para saber hasta dónde ese máximo tribunal será independiente de cualquier poder formal o fáctico.

En los hechos la actual composición de la Suprema Corte representa, respecto de los ministros nombrados con anterioridad a la actual administración, los intereses de los presidentes precedentes, del PRI y del PAN, que eran los partidos que tenían antes de 2018 la mayoría calificada en el Senado para su designación, tal como previamente a 1994 lo fueron exclusivamente del presidente y del PRI. Muchos de los actuales ministros llegaron a ese cargo por la voluntad de personas como Felipe Calderón, Margarita Zavala, Manlio Fabio Beltrones, Emilio Gamboa Patrón, Humberto Castillejos, Enrique Peña Nieto, Andrés Manuel López Obrador, Julio Scherer, Alfonso Romo, entre otros. ¿Cuál independencia?, ¿cuál imparcialidad? En el actual gobierno —2018-2024— el presidente ha reconocido que su voluntad fue determinante en la designación que hizo de cuatro ministros de la Corte para cubrir las vacantes dejadas por los que cumplieron su encargo o renunciaron anticipadamente, aunque ha señalado que se equivocó porque dos de ellos no siguen las líneas jurídicas-ideológicas de su gobierno, sino las de sus adversarios. La independencia de la Corte como se aprecia está en entredicho.

Desde el siglo XIX la Corte ha sido elitista. Sus ministros no son abogados del gremio en general, representan y han representado a las élites políticas y económicas del país, y suelen resolver desde las concepciones de los grupos dominantes. En nuestra época el elitismo es mayor, sobre todo después de las reformas constitucionales de 1994 y 2011, en donde la Corte asumió nuevas competencias de control de constitucionalidad y de convencionalidad, potenciando su papel en el orden constitucional, así como su poder en las esferas sociales, políticas y económicas de la nación por ser el máximo tribunal y la última instancia para decidir y definir qué es el derecho, qué extensión y profundidad tienen los derechos humanos o la democracia.

Los filtros procedimentales que establecen la Constitución y la ley hacen que el universo de los que podrían ser designados ministros se reduzca. Se requiere que el presidente tenga algún tipo de conocimiento directo o al menos indirecto de los que propondrá en cada terna, y una vez que la terna llega al Senado, la determinación de quién será ministro o ministra depende del mayor o menor nivel de vínculos personales, profesionales y políticos que tienen los candidatos con los legisladores de los dos grupos parlamentarios mayoritarios. A la Suprema Corte es difícil, como si lo era en el pasado, que abogados de las entidades federativas sean propuestos y nombrados, casi todos los designados son abogados de la Ciudad de México con vínculos políticos importantes, y parte de las élites intelectuales del país. En las últimas décadas no hay ministros que provengan del mundo sindical, de organizaciones campesinas o indígenas o de las minorías oprimidas y excluidas de nuestra nación. En México no se puede ser ministro de la Suprema Corte si no se tiene cercanía con el poder político, intelectual o económico.

El elitismo de la Suprema Corte y de los ministros también se manifiesta porque entre sus integrantes no suele habitar ni predominar el pluralismo jurídico, político o ideológico, los ministros reproducen las concepciones jurídicas o políticas de las clases dominantes. Actúan como poder contramayoritario porque es competente la Corte para anular o desaplicar normas jurídicas que han sido aprobadas por las mayorías o por los representantes de éstas, y al hacerlo suelen defender intereses de los privilegiados, y no necesariamente de los más débiles o excluidos.

El estatuto de sus integrantes con las prestaciones privilegiadas de las que gozan en relación con otros servidores públicos los conduce también al elitismo. El método de designación no les permite generar vínculos efectivos ni permanentes con la ciudadanía ni promueve la rendición de cuentas a la sociedad. Los miembros titulares de la Corte resuelven de espaldas a la sociedad y, por lo mismo, no sienten que estén en el cargo para garantizar las necesidades, los intereses y los derechos de los ciudadanos, sino los intereses y privilegios de los dirigentes y beneficiarios del status quo. Como señala Jeremy Waldron (The Dignity of Legislation, Cambridge University Press, 1999), los ciudadanos deben tener más participación en los asuntos clave del poder judicial. Es obvio que este poder necesita democratizarse, empezando por la Corte, pues la soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, y los poderes públicos—todos— deben ser delegados del pueblo. No puede, a mi juicio, concebirse democráticamente que un poder público no dimane de la voluntad popular (Roberto Gargarella, “Acerca de Barry Friedman y el «constitucionalismo popular mediado»”, Revista Jurídica de la Universidad de Palermo, Buenos Aires Argentina, año 6, núm. 1, 2005. Kramer, Larry, D., Constitucionalismo popular y control de constitucionalidad, traducción de Paola Bergallo, Madrid, Marcial Pons, 2011. Tushnet, Mark, Taking the Constitution Away from the Courts, Princeton, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1999).

De esta suerte, es válido preguntarnos sobre diversos escenarios y vías para la elección democrática de los ministros, y al mismo tiempo cuestionarnos respecto a quién debe tener la última palabra en la definición del derecho, los derechos humanos y la democracia, si la Suprema Corte, el Congreso o el pueblo, o los tres al mismo tiempo a través de un diseño constitucional distinto al que está en vigencia. En estas líneas propondremos un nuevo procedimiento democrático para la elección de los ministros, tratando de advertir sus ventajas y desventajas, y también argumentaremos en torno al poder de la Corte a la hora de definir el alcance del Derecho.

III. LOS MÉTODOS QUE HAN EXISTIDO PARA LA DESIGNACIÓN O ELECCIÓN DE MINISTROS

La Constitución de 1824 regulaba al poder judicial de la federación en los artículos 123 a 156. El poder judicial de la federación no contaba con facultades de control de constitucionalidad, no existía el juicio de amparo, los tribunales federales no conocían de las decisiones de última instancia de los tribunales locales y el Congreso, no el poder judicial de la federación, tenía la trascendente facultad de interpretar la Constitución y el Acta Constitutiva. Debemos recordar que ese marco jurídico fue resultado de la influencia de la Revolución francesa y de escuelas jurídicas, como la de la exégesis, las que consideraban que el juez era la boca que pronunciaba las palabras de la ley, un simple aplicador mecánico de la legislación que carecía de poderes para interpretar las leyes (se trata de la herencia de Montesquieu que señalaba que el juez era simplemente la boca de la ley, un poder nulo. El juez no le podía añadir nada a la ley. La interpretación auténtica correspondía al poder legislativo como desarrollaría durante el siglo XIX la escuela de la exégesis francesa y cuyos ecos aún encontramos en la Constitución mexicana de 1917, artículo 72 (F. Montesquieu, Charles Louis de Secondat, Del Espíritu de las Leyes, Madrid, Tecnos, 1987, p. 112). El legislador en esos tiempos era el señor del Derecho a diferencia de lo que sucede ahora, en donde el juez constitucional lo es.

El poder judicial de la federación en 1824 se integraba por la Suprema Corte de Justicia—once ministros y un fiscal que podían ser reducidos a juicio del Congreso—, los tribunales de circuito y los jueces de distrito. Las competencias de la Corte estaban relacionadas con el poder que tenía para resolver disputas entre los Estados, conflictos de competencia entre los tribunales de la federación y los Estados, aplicación de las leyes federales en última instancia y conocer de las responsabilidades de altos funcionarios una vez que el legislativo se hubiese pronunciado sobre ellas.

Los ministros eran perpetuos y se elegían por las legislaturas de los Estados por mayoría de votos. Las listas de los Estados se enviaban a la Cámara de Diputados federal, la que realizaba los cómputos y hacía las declaratorias correspondientes respecto a las personas que hubiesen obtenido el respaldo de la mayoría de las legislaturas. Los ministros podían ser juzgados por un cuerpo especial que emanaba de la Cámara de Diputados. La Corte contaba con tres salas y hasta 1855 funcionó en los hechos como un Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (José Luis Soberanes Fernández, Una historia constitucional de México, México, UNAM-IIJ, tomo I, 2019, p. 503).

La quinta ley Constitucional de 1836 —centralista— reguló al poder judicial. La Suprema Corte se componía de once magistrados o ministros y un fiscal que eran nombrados a perpetuidad. Entre los requisitos para ser ministro se requería contar con 40 años de edad y se exigía que fueran letrados en ejercicio de la profesión durante al menos diez años, pues en 1824 bastaba que los candidatos estuvieran instruidos en la ciencia del derecho. Su método de elección —artículo 5o. de la quinta ley constitucional— era el mismo que el que se seguía para el presidente de la República, es decir, se proponía a la Cámara de Diputados ternas que eran elaboradas por el titular saliente del ejecutivo, la Suprema Corte y el Senado. Al día siguiente la Cámara de Diputados escogía a tres individuos de los especificados en las ternas y remitía la terna resultante a todas las juntas departamentales. Esos órganos colegiados elegían a un individuo de entre los tres integrantes, la persona que obtuviera el mayor número de votos sería declarado presidente o, en este caso, ministro. Las facultades de la Corte de 1836 eran superiores en número a las que previó la Constitución de 1824, entre ellas, la Suprema Corte se podía erigir en Corte marcial para conocer de la segunda y tercera instancias de los negocios civiles en los que participaran los comandantes generales de los departamentos, así como de sus causas criminales en todas las instancias y en la segunda y tercera en lo que se refería a las causas pertenecientes a todos los individuos del fuero militar. El control de constitucionalidad político correspondía al Supremo Poder Conservador, regulado en la segunda ley constitucional.

En las Bases de Organización Política de la República Mexicana de 1843 el Poder Judicial se reguló en el título VI, a partir del artículo 115, y se depositaba en una Suprema Corte de Justicia, tribunales superiores y jueces inferiores de los departamentos. La Suprema Corte de Justicia se componía de once ministros y un fiscal. Entre los requisitos para ser ministro se encontraban: ser ciudadano en ejercicio de sus derechos, tener cuarenta años cumplidos, ser abogado recibido y haber ejercido su profesión por un periodo de diez años en la judicatura o quince en el foro, y no haber sido condenado judicialmente en un proceso legal por algún crimen o delito que ameritara una pena infamante. Las competencias de la Suprema Corte eran, entre otras, conocer todas las instancias de los juicios criminales y civiles contra funcionarios públicos, conocer de las responsabilidades de los magistrados de los tribunales superiores de los departamentos, resolver conflictos de competencia entre tribunales de distintos departamentos o fueros, escuchar las dudas de los tribunales sobre la inteligencia de alguna ley y presentar iniciativas de ley, pero sólo en las materias de su ramo. La Corte no tenía facultades de control de constitucionalidad ni podía revisar las decisiones de los tribunales superiores de los departamentos. El artículo 116 señalaba que el método de elección se establecería en la Ley.

El Acta Constitutiva y de Reformas del 18 de mayo de 1847 tuvo por finalidad reformar, poner al día (por ejemplo, su artículo 15 derogó de la Constitución de 1824, los artículos relacionados con la vicepresidencia), la Constitución de 1824. El Acta de 1847 contuvo 30 preceptos, y algunos tienen relación con el poder judicial. El artículo 13 otorgaba competencia a la Corte para determinar la pena en caso de responsabilidades de altos funcionarios. El artículo 18 señalaba que a través de leyes generales se arreglarán las elecciones de diputados, senadores, presidente de la República y ministros de la Suprema Corte de Justicia, pudiendo adoptarse la elección directa (sin embargo, la herencia gaditana de las elecciones indirectas se mantuvo. Soberanes Fernández, José Luis, Soberanes Fernández, José Luis, Una historia constitucional de México, México, UNAM-IIJ, 2019, tomo I, p. 624).

El sistema federal y el control de constitucionalidad adquieren características singulares. Aparece lo que la doctrina ha denominado federalismo bilateral y surge a nivel federal el juicio de amparo. En los artículos 22, 23 y 25 se precisan sus principios. El artículo 22 señalaba que toda ley de los Estados que ataque la Constitución o las leyes generales será declarada nula por el Congreso, pero esta declaración sólo podía ser iniciada en la cámara de senadores. El artículo 23 señalaba que la mayoría de las legislaturas podían anular una ley del Congreso. El artículo 25 señalaba que los tribunales de la Federación ampararán a cualquier habitante de la República en el ejercicio y conservación de los derechos que le concedan esta Constitución y las leyes constitucionales, contra todo ataque de los poderes legislativo y ejecutivo, ya de la Federación, ya de los Estados, limitándose dichos tribunales a impartir su protección al caso particular.

La Constitución de 1857 disponía en sus artículos 91, 92 y 93 que la Suprema Corte de Justicia se compondrá de once ministros propietarios, cuatro supernumerarios, un fiscal y un procurador general (por reforma del 22 de mayo de 1900 se reformó la composición de la Suprema Corte de Justicia. A partir de esa fecha se integraría por quince ministros y funcionaría en Tribunal Pleno o en Salas de la manera que establezca la ley. Se suprimieron la figura del fiscal y del procurador general de la Suprema Corte y se creó la institución Procuraduría General de la República perteneciente al ámbito del Poder Ejecutivo). Los individuos de la Corte Suprema duraban en su cargo seis años, y su elección era indirecta en primer grado —como la del presidente de la República o los gobernadores. Los requisitos para ser ministro eran: estar instruido en la ciencia del derecho a juicio de los electores, ser mayor de treinta y cinco años y ciudadano mexicano por nacimiento en ejercicio de sus derechos. La Corte, con el antecedente del Acta de Reformas de 1847, tenía competencia para conocer del juicio de amparo —artículos 101 y 102.

¿Por qué los constituyentes de 1857 adoptaron este método? El profesor José María del Castillo Velasco, que fue constituyente de esa Ley Suprema, en su obra “Apuntamientos para el estudio del Derecho Constitucional Mexicano” señala textualmente:

Mientras el poder judicial se considere… como ramo de la administración pública, bien podía confiarse el nombramiento de los jueces al ejecutivo, ya por sí solo, ya con intervención del legislativo; pero desde el instante en que el ejercicio de las funciones judiciales se ha considerado como un verdadero poder público; desde el momento en que a ese poder se ha confiado la inviolabilidad de la constitución, y el examen y el juicio de las leyes mismas con relación a la ley suprema, no puede confiarse la elección de los jueces sino al pueblo… (José María del Castillo Velasco, Apuntamientos para el estudio del Derecho Constitucional Mexicano, edición facsimilar, México, Miguel Ángel Porrúa, 2007, p. 203).

Daniel Cosío Villegas en su ensayo “La Constitución de 1857 y sus críticos” compara a los ministros de la Corte del siglo XX con los ministros derivados del método de elección de la Constitución de 1857 y, concluye, éstos últimos eran, entre otras cosas, por el método de elección ciudadano, “… independientes, fiera, altanera, soberbia, insensata, irracionalmente independientes…” (Daniel Cosío Villegas, La Constitución de 1857 y sus críticos, México, 2a. edición, Fondo de Cultura Económica y Clío, 2007, p. 102). El artículo 92 de la Constitución de 1857 estuvo formalmente en vigor hasta la aprobación de la Constitución de 1917.

Durante el Congreso Constituyente de Querétaro el sistema de nombramiento de los ministros de la Suprema Corte fue intensamente debatido (Jaime Cárdenas Gracia, La crisis del sistema electoral mexicano. A propósito del proceso electoral 2012, México, UNAM-IIJ, 2014). Hubo diputados como José María Truchuelo que sostuvieron que los ministros tenían que ser elegidos popularmente como todos los funcionarios de primer nivel porque todo poder debía tener su origen en la soberanía popular (ver iniciativa de reforma constitucional al método de elección de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación del Senador Manuel Bartlett Díaz, publicada el 24 de febrero de 2015 en la Gaceta Parlamentaria del Senado de la República: LXII/3SPO-90-1685/52989. Dicha iniciativa fue redactada por el autor de estas líneas como asesor del citado Senador). En sus intervenciones, Truchuelo condenó el libro reaccionario La Constitución y la Dictadura de Emilio Rabasa (Estudio sobre la organización política de México, México, Porrúa, décima edición, 2011) causante, a su juicio, de la negativa a la elección por voto popular de los ministros. Hubo otros, como Paulino Machorro e Hilario Medina, que siguiendo la opinión de Emilio Rabasa, sostuvieron que la elección popular de los ministros no podía dejarse al juicio del voto popular porque se violentaría su independencia e imparcialidad al momento de juzgar porque actuarían motivados por las pasiones o las ideologías políticas, las turbas violentarían su independencia e imparcialidad al momento de juzgar, ya que recibirían directamente presiones de carácter social y no adoptarían sus resoluciones de manera sosegada e imparcial.

El diputado Truchuelo señalaba en el Constituyente de Querétaro que

La independencia del Poder Judicial estriba en desligarlo de todos los demás poderes. Si los demás poderes tienen su origen en la soberanía popular; si el Ejecutivo toma su origen en la voluntad nacional, en la elección directa de todos los ciudadanos; si el Poder Legislativo toma su mismo origen en la voluntad directa de todos los ciudadanos, ¿por qué vamos a sujetar al Poder Judicial a los vaivenes, a los caprichos de la política y su subordinación al Poder Legislativo o al Poder Ejecutivo, cuando precisamente debe tener su base, su piedra angular en la soberanía del pueblo y en la manifestación de la voluntad nacional? No hay absolutamente ninguna razón en nuestro derecho moderno, y más cuando aquí hemos aprobado el artículo 49, que consagra esa división de poderes, porque los tres vienen a integrar la soberanía nacional, no me parece conveniente hacer que esa soberanía nacional tenga un fundamento completamente mutilado, porque nada más el Ejecutivo y el Legislativo son los que, según el proyecto, se originan directamente del pueblo, y el Poder Judicial, que es parte integrante de la soberanía nacional, no tiene el origen inmediato en el pueblo (Lucio Cabrera, El Poder Judicial Federal Mexicano y el Constituyente de 1917, México, UNAM, 1968, pp. 73 y 74).

Los argumentos en contra de Truchuelo, por ejemplo, los del diputado constituyente Martínez Escobar, también defendían el carácter técnico y supuestamente neutro de la función judicial e indicaban que

… la labor del magistrado debe ser únicamente interpretar la ley; debe únicamente resolver lo que la ley ordena y aplicarla en los casos en que la Suprema Corte tiene jurisdicción, cuando haya invasión de un poder a otro, y en otros casos, cuando se haya vulnerado la libertad individual, y es por esta razón contundente que la elección popular para el Poder Judicial no pueda ser jamás buena… (ibidem, p. 75).

La norma aprobada por el Constituyente de Querétaro no contemplaba inicialmente la intervención del ejecutivo en la designación de los ministros. El original artículo 96 de la constitución de 1917 señalaba a este respecto:

Articulo 96. Los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación serán electos por el Congreso de la Unión en funciones de colegio electoral, siendo indispensable que concurran cuando menos las dos terceras partes del número total de diputados y senadores. La elección se hará en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos. Los candidatos serán previamente propuestos uno por cada legislatura de los estados, en la forma que disponga la ley local respectiva.

Si no se obtuviere mayoría absoluta en la primera votación, se repetirá entre los dos candidatos que hubieren obtenido más votos.

Este artículo se ha reformado en dos ocasiones. La primera reforma fue publicada el 20 de agosto de 1928 en el Diario Oficial de la Federación. La modificación al artículo 96 determinó que el nombramiento implicaría la intervención del presidente y del Senado. Esta reforma es considerada por la doctrina constitucional como presidencialista y centralista al haber eliminado los componentes federales y por vulnerar las facultades de la Cámara de Diputados porque se prescinde de su intervención en la designación de los ministros. Como bien se sabe, a partir de esa reforma, promovida por Álvaro Obregón, la Suprema Corte y el poder judicial federal en su conjunto entraron a una etapa de sometimiento a un régimen no democrático institucionalizado de 1928 a 1996 (Jaime Cárdenas Gracia, Una Constitución para la democracia. Propuestas para un nuevo orden constitucional, 2a. edición México, UNAM-IIJ, 2012).

La exposición de motivos de Álvaro Obregón a esa reforma —18 de abril de 1928— señalaba a favor de ese profundo cambio al sistema de designación de ministros que trastoca todo el sistema constitucional mexicano que

Cuando la designación es hecha por el presidente, éste pone la garantía del vivo sentimiento de su responsabilidad, y en cierto modo se solidariza con la conducta del funcionario nombrado. El requisito de la aprobación del Senado despertará en el presidente de la República una mayor atención a los méritos de su candidato, apartándolo de la posibilidad de hacerla por favoritismo o por pagar una adhesión incondicional. La intervención del Senado, por otra parte, no viciará los nombramientos, porque carecerá de la facultad de escoger un juez de su propio agrado.

El método de designación de ministros, iniciado por Obregón, sirvió para vulnerar el principio de división de poderes, el federalismo, y para concentrar en el presidente de la República desmesuradamente el poder público. A partir de esa reforma el Poder Judicial mexicano pasó a formar parte de la órbita del Poder Ejecutivo de nuestro país. Las decisiones de la Corte, cuando atañían —por lo menos hasta 2018— a los intereses estratégicos y políticos del presidente de la República jamás se apartaban o socavaban en la voluntad presidencial.

La segunda reforma, la vigente, se publicó en el Diario Oficial el 31 de diciembre de 1994, y que básicamente mantiene el sistema de 1928, pero que instaura adicionalmente el sistema de ternas para que exista comparecencia ante el Senado de los tres propuestos por el ejecutivo. Esta última reforma establece el procedimiento a seguir en caso de que en el Senado ninguno de los integrantes de la terna alcance la votación favorable de las dos terceras partes de los miembros presentes del Senado, llegándose al extremo de establecer que será ministro el que designe el ejecutivo.

El sistema vigente, que significó la destitución de todos los entonces ministros de la Corte —¿un golpe de Estado?— y la designación de otros nuevos no ha ayudado a democratizar al poder judicial federal. El sistema de designación constituye una trampa y una simulación que vulnera el principio de división de poderes por la fuerte centralización en la designación a favor del titular del ejecutivo que emite la terna, y en todo caso, un reparto de cuotas partidistas entre los dos partidos mayoritarios en el Senado de la República con consecuencias gravísimas para el control de constitucionalidad y de convencionalidad.

La reforma zedillista al método de elección de los ministros tuvo por propósito que el presidente de la República compartiera el nombramiento de los ministros con el Partido Acción Nacional. Desde la entrada en vigor de esa reforma los ministros han sido propuestos por el presidente, pero el nombramiento ha recaído no sólo en afines al PRI, sino también en ministros cercanos al PAN.

Que el presidente de la República sea la única instancia para nominar a los aspirantes a la Suprema Corte induce al mantenimiento de la homogeneidad de pensamiento o de criterios jurídico-políticos a favor del status quo de la permanencia de las decisiones que importaban al presidente de la República con menoscabo del respeto al orden constitucional y convencional. Esto es incompatible con el Estado de derecho y el principio de división de poderes, además de que afecta el funcionamiento del poder judicial, que tiene como su función más importante la de ejercer el control de constitucionalidad y convencionalidad de todas las normas y actos del sistema jurídico. La Corte como está hoy en día es un enclave de los intereses de la oligarquía.

La manera cómo se nomina—la forma en que se realiza y quién lo hace— a los candidatos a ocupar las vacantes resulta fundamental. La nominación genera efectos adicionales cuando se le vincula con la composición orgánica del colegio de ministros y con los equilibrios políticos al interior del mismo (lo mismo puede decirse del resto de los titulares de los órganos constitucionales autónomos). Ni qué decir tiene que la nominación presidencial, del Senado o de otra instancia de autoridad o de los partidos, puede estar condicionada directamente, o transcurrir al margen de la ideología política (liberal o conservadora) del presidente, y que dicha decisión habrá de generar importantes repercusiones en la formación de mayorías estables al interior del colegio.

IV. EL DERECHO COMPARADO

No sólo en México, sino también en el derecho comparado se discute mucho el mecanismo de designación de los magistrados o ministros de las Cortes Supremas. En Argentina ha habido sectores que han insistido en que debe ser el pueblo el que elija a los magistrados de la Suprema Corte. En los Estados Unidos las posiciones teóricas están divididas, hay autores como Jeremy Waldron (The Dignity of Legislation, Cambridge University Press, 1999) que se decantan por darle más participación a los ciudadanos en los asuntos del poder judicial. Recientemente en Israel ha existido un debate sobre los poderes del Tribunal Superior de Justicia en relación con los poderes del Parlamento de ese país sobre el tema de quién debe tener la última palabra sobre la validez de las leyes ¿el poder judicial a través del empleo del método de razonabilidad o el parlamento? (Aharon Barak, Un juez reflexiona sobre su labor: el papel de un tribunal constitucional en una democracia, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2008, pp. 133-178), se ha aprobado con rechazo de muchos sectores sociales la reforma que limita los poderes del poder judicial para anular leyes, a partir de ahora en ese país la mayoría del parlamento puede superar las determinaciones del Tribunal Supremo cuando éste haya invalidado leyes u otras normas generales (la reforma fue aprobada por el parlamento israelí (Knesset) el 24 de julio de 2023). Respecto al nombramiento de jueces supremos se confieren más atribuciones al parlamento para su nombramiento, pero en la reforma no se acordó la elección por voto ciudadano de esos jueces o magistrados, sino que los partidos mayoritarios representados en el Parlamento aumentaron su control sobre esas designaciones.

El problema de la elección de magistrados de tribunales constitucionales y de otros magistrados de instancias judiciales o cercanas a lo judicial no es privativo de nuestro país. Uno de los rasgos del nuevo constitucionalismo latinoamericano, que ha provocado un fuerte debate, tiene que ver con la legitimidad democrática directa de los titulares de los tribunales y de los órganos judiciales y demás órganos constitucionales autónomos (Salazar, Pedro, “El nuevo constitucionalismo latinoamericano (Una perspectiva crítica)”, en González Pérez, Luis Raúl y Valadés, Diego, El constitucionalismo contemporáneo. Homenaje a Jorge Carpizo, México, UNAM, 2013, pp. 345-387), tales son los casos de la elección mediante sufragio universal de los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional que se prevé en la Constitución de Bolivia (Ávila Santamaría, Ramiro, El neoconstitucionalismo andino, Quito, Ecuador, Universidad Andina Simón Bolívar, 2016) y la pretensión de elección por sufragio universal de los titulares del Consejo de la Magistratura en Argentina.

Los artículos 197 y 198 de la Constitución de Bolivia indican que el Tribunal Constitucional Plurinacional estará integrado por magistradas y magistrados elegidos con criterios de plurinacionalidad, con representación del sistema ordinario y del sistema indígena ordinario campesino y que las magistradas y los magistrados del Tribunal Constitucional Plurinacional se elegirán mediante sufragio universal según el procedimiento, mecanismo y formalidades de los miembros del Tribunal Supremo de Justicia que también se eligen mediante sufragio universal. 1 El sistema boliviano de elección por voto ciudadano ha fracasado en su ejecución hasta el momento porque en la primera elección de magistrados en 2011 la Asamblea Legislativa boliviana seleccionó a los candidatos con criterios puramente políticos, y en 2017 que se hizo un cambio parcial al procedimiento para darle intervención a las Facultades de Derecho de ese país, a fin de que los aspirantes practicaran previamente un examen, algunos centros de enseñanza boicotearon el procedimiento. Además, los ciudadanos bolivianos por desconocimiento acerca de quiénes son los candidatos a magistrados anulan en gran proporción sus votos.

En Argentina la entonces presidenta Cristina Fernández envió al Congreso de la Nación, el 8 de abril de 2013, seis proyectos para reformar al poder judicial de ese país. Una de las propuestas implicaba la elección por sufragio universal de los titulares del Consejo de la Magistratura. Las leyes fueron aprobadas en el Congreso argentino, pero el 18 de junio de 2013 la Corte Suprema de ese país declaró la inconstitucionalidad de la ley, argumentando que el artículo 114 de la Constitución Argentina alude a los “estamentos” de jueces y “abogados de la matrícula”, lo que implica una representación corporativa que debe ser observada.

Sobre el caso suizo, 2 algunos jueces cantonales son elegidos por los ciudadanos. En catorece cantones los jueces de primera son elegidos por el pueblo y en el resto de los cantones por el poder legislativo local. En los cantones de Valais y Vaud los jueces de primera instancia son elegidos por el Tribunal Cantonal —tribunal de segunda instancia. Respecto a los Tribunales cantonales de segunda instancia, en dieciocho cantones los magistrados son elegidos por el parlamento local y en ocho por elección ciudadana mediante el voto directo. 3 Recientemente han existido intentos frustrados en Suiza —23 de julio de 2019— para que los jueces federales suizos sean elegidos por sorteo con el propósito de garantizar su independencia de la política y de los partidos.

En los Estados Unidos los estados gozan de autonomía para organizar el poder con un solo límite: el respeto por la forma republicana de gobierno. 4 Los Estados, igual que los poderes federales, deben respetar los derechos individuales. La autonomía estatal no se ha traducido en términos generales en la existencia de una gran diversidad de regímenes estatales. Todos pertenecen al modelo presidencialista, con un gobernador elegido con poderes más o menos extensos según los Estados y un legislativo bicameral, excepto en Nebraska. Algunas diferencias en la regulación del poder estatal provienen de la existencia de procedimientos de democracia directa: iniciativa legislativa popular, referéndum consultivo u obligatorio, así como el procedimiento del recall o revocación de mandato, al igual que en la manera de organizar el poder judicial estatal.

Los jueces estatales en Norteamérica en treinta y nueve estados son elegidos por los ciudadanos. En diez estados y el distrito de Columbia la elección de los jueces locales se hace con el método federal que se emplea para nombrar a los jueces supremos: con la participación del gobernador en lugar del presidente. En cuanto al modelo de elección ciudadana hay tres sistemas en los Estados Unidos: las elecciones partidistas, las elecciones no partidistas y las elecciones de retención o Missouri Plan. Durante las elecciones de jueces estatales cuando se realizan a través de mecanismos partidistas, los candidatos solicitan financiamiento para realizar sus campañas. 5

V. CRÍTICAS AL MÉTODO DE DESIGNACIÓN VIGENTE DE LOS MINISTROS DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN

El actual sistema de nombramiento de los ministros en México en donde participa el presidente y el Senado no confiere al Poder Judicial legitimidad democrática de origen plena, y si continúa el actual sistema de nombramiento seguirán siendo las élites políticas, económicas o sociales las que definan quién es ministro o ministra de la Corte. El Poder Judicial mexicano, como en los albores de la vida independiente de los Estados Unidos, será para proteger a las minorías y a los sectores socialmente aventajados de los sectores mayoritarios. Es verdad que no sólo con el poder Judicial se logró ese sesgo en contra de las mayorías sociales en Estados Unidos y en otros países del mundo, también se realizó con mecanismos que en alguna medida hoy perduran: el veto del ejecutivo, la dominancia del sistema electoral mayoritario, la prevalencia de la democracia representativa sobre otras modalidades de democracia, etcétera.

Necesitamos un nuevo método y procedimiento para designar a los ministros de la Suprema Corte porque es imprescindible que en México prevalezcan los principios de división de poderes y de soberanía popular. El actual método concentra desmesuradamente el poder público en el presidente de la República, pues el titular del Ejecutivo elige, aunque sea parcialmente, la composición ideológica de los ministros, sometiendo a los ministros a su esfera de influencia.

Se requiere democratizar al poder judicial. El sistema jurídico del país no puede estar en manos de once personas que no han sido electas popularmente, que no rinden cuentas con suficiencia y que al final deben todo al presidente y a mayorías senatoriales. Un paso para lograr la democratización del poder judicial consiste en introducir en la Carta Magna la elección por voto directo de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Las razones de lo anterior residen en seis argumentos fundamentales: 1) el método de designación de ministros en la historia constitucional de México ha sido diverso; 2) el método vigente no es el único existente en el derecho comparado ni en la historia jurídica de nuestro país; 3) no puede haber en una democracia un poder público que no dimane directamente de la soberanía popular; 4) la cúspide del poder judicial en México representa los intereses del presidente, de los partidos mayoritarios y de los poderes fácticos, pero no los de los ciudadanos; 5) el hecho de que los titulares de la Suprema Corte provengan de designaciones cupulares derivadas de la voluntad del presidente y de las cuotas de los partidos mayoritarios en el Senado elimina cualquier legitimidad democrática del poder judicial, y 6) resulta absurdo constitucionalmente que los ministros y magistrados invaliden leyes que son aprobadas por los representantes populares sin tener representación popular alguna.

Consideramos que el poder judicial federal, sobre todo los jueces constitucionales, debe estar al servicio del pueblo y no de los intereses del presidente de la República y de las mayorías senatoriales. Hemos presenciado históricamente cómo la Suprema Corte de Justicia de la Nación resuelve en las decisiones clave para el futuro del país, de manera consistente, a favor de los grandes intereses económicos y de los intereses de los factores reales de poder. En general, los ministros son correas de transmisión de esos intereses, cuando no rehenes de los mismos.

Preguntas como ¿por qué el poder judicial, que no es producto de una elección popular, puede invalidar una ley emanada del legislativo?, ¿cómo la decisión democrática puede ser interferida por quienes no representan a nadie?, ¿en nombre de qué las generaciones pasadas pueden atar a las generaciones futuras?, ¿por qué parece que en el Estado constitucional democrático de derecho el poder se traslada del legislador al juez? Todas estas preguntas y otras similares, así como sus difíciles respuestas, tienen que ver con la legitimidad democrática de los jueces y, sobre todo, con los jueces constitucionales que en los sistemas de control concentrado o mixto anulan o invalidan leyes y que, en algunos ordenamientos, como ya ha ocurrido en México, determinan al legislador sobre la manera específica en la que debe legislar materias concretas. 6

¿Cuál es la justificación para tal intervención?, ¿no se pone en riesgo la democracia?, ¿a quién representan los jueces? Estas preguntas como las primeras ponen en cuestión al sistema democrático, al grado que algunos hablan ya de un gobierno de jueces. 7 La dificultad contramayoritaria que significa la interpretación de constituciones conformadas preponderantemente por principios 8 se ha intentado afrontar acudiendo a múltiples teorías, en algunas de ellas existe un pesimismo evidente, en otras se intenta conciliar a la democracia con el papel que en ella juegan los jueces. Desde tiempo atras, pero sobre todo ahora, existe una muy clara conciencia de la función que los principios desarrollan en el modelo constitucional de derecho, se han dado respuestas diversas sobre la principal cuestión que señala:

… sí el principio democrático establece que las decisiones que afectan a la colectividad deben ser adoptadas a través de un procedimiento en el que todos pueden participar con su voz y con su voto, bajo la regla de la mayoría; y si en las condiciones actuales de la modernidad ese principio abstracto se concreta en el establecimiento de un sistema representativo en el que un Parlamento elegido periódicamente por sufragio universal toma decisiones por mayoría; entonces, ¿por qué deberían someterse las decisiones a un ulterior control judicial? 9

Algunas de las soluciones proponen una interpretación que asuma los presupuestos democráticos como es el caso del Ely, 10 otras aluden a la soberanía constitucional, 11 otras plantean la reducción de los poderes interpretativos del juez—Kelsen y los originalistas norteamericanos—, otras sostienen la legitimidad judicial a partir de las garantías orgánicas y funcionales de independencia e imparcialidad judicial, 12 algunas hacen consistir la legitimidad del juez en la calidad de su argumentación para vislumbrar la única respuesta correcta en los casos difíciles, 13 otras proponen nuevos diseños institucionales en el poder judicial que propendan a una democracia más deliberativa y participativa, 14 y así un largo etcétera de soluciones en un ámbito en donde algunos son muy pesimistas. 15

La clave desde, nuestro punto de vista, está en una nueva relación entre el poder judicial y la sociedad. Esa nueva relación puede darse a través de lo siguiente:

1. Abrir ampliamente la jurisdicción a las acciones individuales y colectivas populares y a la protección de intereses difusos. También reformular los anquilosados criterios de interés jurídico, de interés legítimo y de interés simple. La jurisdicción debe estar al servicio de los ciudadanos y no debe ser un medio para denegar justicia.

2. La apertura a la jurisdicción debe darse también con una revisión a la capacitación técnica y la ampliación de recursos para los defensores de oficio.

3. La incorporación de sectores marginados o minorías al proceso debe ser una realidad a través de la figura del amicus curiae y de otras categorías procesales.

4. Deben incorporarse nuevas instituciones procesales, como el amparo social, para garantizar la tutela de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.

5. La garantía de la tutela judicial efectiva y la protección judicial debe ser la norma orientadora en todas las decisiones del poder judicial.

6. Se debe promover un cambio en la cultura jurídica en donde el juez no se asuma como un burócrata pasivo, sino como un activo defensor de la Constitución y los derechos humanos.

7. El poder judicial y el juez constitucional debe concebirse como un controlador del poder. Ponerse del lado de la sociedad y de los derechos y no de las instancias de autoridad, ya sean públicas o privadas. La justicia constitucional es el instrumento de control del gobernado fuera de los momentos electorales.

8. La legitimidad de la constitucionalidad se fundamenta en las transformaciones que su acción y los discursos que la acompañan en la noción de la democracia.

9. Los tribunales deben proteger el sistema de derechos previsto en la Constitución y someter a examen los contenidos de las normas controvertidas en conexión, sobre todo con los presupuestos comunicativos y las condiciones procedimentales del proceso democrático de producción de normas.

10. Se debe corregir la falta de legitimidad democrática directa u originaria del poder judicial. Para ello los jueces constitucionales deben ser elegidos por el voto ciudadano y se debe ampliar la transparencia, deliberación y participación en sus decisiones, procedimientos y funcionamiento más allá de lo que hace cualquier otro poder público u órgano del Estado por sus importantes funciones en el control de constitucionalidad.

En la academia se señala que la elección por sufragio universal de los titulares de los tribunales constitucionales no garantiza que el electo responda siempre a los intereses, expectativas y demandas de los sectores sociales que lo eligieron y que siempre es posible que esos titulares interpreten las normas para garantizar derechos de las minorías en contra de las mayorías. 16 Es verdad que la elección por sufragio universal de los titulares de los órganos constitucionales autónomos no asegura que éstos decidirán a favor de los sectores sociales que los eligieron, sin embargo, mantener los esquemas que hoy prevalecen para la designación o elección de los titulares de los tribunales y de otros órganos cúspide del estado es una solución peor que la que consiste en hacer depender su elección de los ciudadanos, pues la evidencia mexicana demuestra que los tribunales son cooptados por el presidente de la República, los partidos mayoritarios o por los poderes fácticos.

Existen métodos alternativos al de la elección por sufragio universal de los titulares del Poder Judicial, se podría así pensar que los titulares de estos órganos sean designados por sorteo, como se ha propuesto en Suiza, porque así no existirían vínculos fuertes con los partidos, los poderes tradicionales u otros poderes fácticos. Pienso, no obstante lo anterior, que el mejor método es de la elección universal y directa, las razones son las siguientes: 1) los órganos cúspide del Estado merecen contar con legitimidad democrática directa de los ciudadanos para que sus titulares tengan responsabilidad directa frente a ellos y porque cualquier órgano cúspide del Estado debe ser expresión de la soberanía popular; 2) la historia constitucional de América Latina demuestra que los nombramientos de los titulares del Poder Judicial dependen del presidente o de las cúpulas de los partidos mayoritarios; 3) el hecho anterior limita su independencia porque suelen actuar y decidir como si fuesen correas de transmisión de los intereses y voluntad de quien los designó; 4) por el mecanismo de designación prevaleciente en las instancias cúspide del Poder Judicial se ha partidocratizado y se conducen en atención a ese hecho; 5) no suele haber pluralismo jurídico, político o ideológico entre los titulares de este Poder porque éstos representan y reproducen las concepciones jurídicas o políticas de las clases dominantes; 6) por el método de designación existente los titulares de este Poder pierden independencia porque con motivo de sus funciones no afectarán los intereses de quién los nombró, ya sea el ejecutivo, el Congreso o cualquier otra instancia de autoridad o conjunción de éstas; 7) los titulares cúspide del Poder Judicial que tienen facultades para anular o invalidar leyes con efectos generales actúan como poderes contramayoritarios, capaces de anular o desaplicar normas jurídicas que han sido aprobadas por las mayorías o por los representantes de éstas; 8) el método de designación más el estatuto de sus titulares los transforma en órganos elitistas; 9) el método de designación no les permite generar vínculos con la ciudadanía ni promueve la rendición de cuentas a la sociedad, y 10) sus titulares resuelven de espaldas a la sociedad y, por lo mismo, no sienten que estén allí para garantizar las necesidades, los intereses y los derechos de los ciudadanos, sino los intereses y privilegios de los dirigentes y beneficiarios del status quo.

¿Cuáles son los argumentos a favor de la elección popular de los ministros?

1. Los ministros tienen facultades para invalidar leyes o tratados que sean contrarios a la Constitución. Son legisladores negativos porque tienen poderes derogatorios o abrogatorios. ¿Por qué si el legislador positivo —el que crea la ley— es elegido popularmente,el ministro o legislador negativo no es igualmente electo?

2. La Suprema Corte es un poder contramayoritario porque anula o invalida leyes aprobadas por los representantes de las mayorías ciudadanas. Es un poder que carece de legitimidad democrática y que impone sus criterios a las mayorías ciudadanas.

3. La soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, por lo tanto, todos los poderes públicos son delegados del pueblo. No puede concebirse democráticamente que un poder público no dimane de la voluntad popular.

4. Los ministros de la Suprema Corte en sueldos y prestaciones son el poder más elitista del sistema constitucional mexicano y esos sueldos los obtienen del pueblo que no participa en su elección.

5. Es un poder que suele dictar sentencias a favor de intereses elitistas. Es decir, no tutelan el interés general, sino el interés de unos cuantos que no constituyen la mayoría de la población.

6. En los hechos la actual composición de la Suprema Corte, representa los intereses del presidente y de los partidos mayoritarios que tienen la mayoría calificada en el Senado para su designación.

VI. NUESTRA PROPUESTA DE ELECCIÓN DE MINISTROS POR VOTO CIUDADANO

El método de elección de ministros debe ser democrático por las razones que hemos expuesto anteriormente. Nuestra propuesta combina elementos meritocráticos y electivos, meritocráticos porque los aspirantes deben reunir requisitos superiores a los que actualmente están previstos en el artículo 95 de la Constitución y porque deben realizar un concurso de conocimientos para poder aspirar a participar la elección —los cinco mejor calificados se presentarán ante los electores. La elección debe estar orientada por los principios de libertad y equidad previo el conocimiento que la sociedad debe tener sobre las capacidades y trayectoria de los aspirantes.

En este sentido, el mecanismo de nombramiento previsto actualmente en los artículos 96 y 98 de la Constitución debe modificarse por otro en donde se determinen los siguientes principios y reglas:

1. Los ministros deben elegirse escalonadamente por voto ciudadano el día de la elección de diputados, senadores y presidente de la República, es decir, cada tres años.

2. La elección será organizada por el Instituto Nacional Electoral.

3. Los ministros deberán cumplir con requisitos de mérito y de idoneidad que se determinarán en el artículo 95 de la Constitución.

4. Los aspirantes a ministros no pueden ser postulados por gobiernos, partidos políticos, sindicatos ni por grupos empresariales, de darse el supuesto quedarán inhabilitados para concursar. Los interesados en participar se inscribirán para el concurso previa convocatoria de la autoridad electoral.

5. Los aspirantes a ministros no pueden realizar campañas ni actos de proselitismo, so pena de inhabilitación para concursar.

6. Los aspirantes a ministros no recibirán financiamiento público ni privado para competir por el encargo bajo sanción de inhabilitación para concursar.

7. Todos los aspirantes a candidatos para ser ministro o ministra aplicarán un examen general de conocimientos ante la autoridad electoral nacional y los cinco que obtengan la calificación más alta serán los candidatos a elegir por la ciudadanía.

8. Los cinco finalistas por vacante tendrán derecho a tiempos del Estado en los medios de comunicación electrónica para exponer sus concepciones constitucionales, sus ideas, entre otras, en relación a los derechos fundamentales, la soberanía, la democracia, el federalismo, el municipio, así como para dar a conocer su currículum vitae y hoja de vida.

9. El día de la elección los ciudadanos elegirán por voto a uno de cada quinteta.

10. Cuando la falta de un ministro excediere de un mes o faltare por defunción o por cualquier causa de separación definitiva, la Cámara de Diputados mediante convocatoria y previa consulta ciudadana nombrará por el voto de las dos terceras partes de los presentes, dentro del improrrogable plazo de treinta días, a un ministro interino que durará hasta que sea electo otro definitivo en el siguiente proceso electoral federal y de acuerdo al procedimiento del artículo 96 de la Constitución.

11. Las renuncias de los ministros de la Suprema Corte de Justicia solamente procederán por causas graves y serán sometidas para su aprobación al Pleno de la Cámara de Diputados.

12. Las licencias de los ministros, cuando no excedan de un mes, podrán ser concedidas por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, las que excedan de este tiempo podrán concederse por el Pleno de la Cámara de Diputados. Ninguna licencia podrá exceder del término de tres meses.

VII. CONCLUSIONES

La elección de los ministros por voto ciudadano es necesaria para conferirle a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la legitimidad democrática de origen que hoy no tiene, sobre todo cuando la Corte tiene el poder de anular o invalidar leyes y en consecuencia actuar como poder contramayoritario en contra de las determinaciones mayoritarias del Congreso. Consideramos que estaría más justificado, en términos democráticos, el poder que la Corte tiene para invalidar normas generales, si los ministros fuesen electos por los ciudadanos, pues tendrían legitimidad democrática de origen semejante o igual a la de los legisladores.

El actual método que data de la reforma constitucional de 1994 permite que los nombramientos de ministros recaigan en el ámbito de influencia del poder presidencial y en la voluntad de los dos partidos mayoritarios en el Senado sin atender seriamente a la sociedad, principalmente a los sectores mayoritarios. Es un método que formaliza un sistema de cuotas entre los partidos mayoritarios del país, es una expresión de la partidocracia y del poder presidencial.

Los ministros designados según el método vigente provienen de las élites nacionales, ya sean judiciales, académicas o profesionales, sus concepciones jurídicas responden a la cultura jurídica que esas élites han desarrollado en las últimas décadas en México y en el mundo, me refiero al pospositivismo y al llamado neoconstitucionalismo. Esas concepciones suelen no ser críticas con el derecho, con el entendimiento ortodoxo de los derechos humanos y con la democracia. Concepciones teóricas como las representadas en las escuelas críticas, del constitucionalismo popular o del constitucionalismo andino, entre otras, no son asumidas por los sucesivos integrantes de la Corte. El pluralismo jurídico respecto de las concepciones jurídicas alternativas y opuestas a las dominantes se reduce en la Corte sensiblemente.

Social y políticamente los ministros pertenecen a las élites de nuestro país, no se conoce, por lo menos desde 1994, algún caso de un ministro o ministra que no provenga de esa élite, que haya procedido, por ejemplo, de algún movimiento social como el CNTE o de los padres de los 43 de Ayotzinapa. Los ministros que provienen de los Estados son muy escasos, predomina un centralismo regional que favorece a los ministros surgidos de la vida profesional, académica o judicial de la Ciudad de México. De 2018 a la fecha los ministros elegidos no tienen como origen el Poder Judicial Federal, sino que son personas próximas al entorno político del presidente López Obrador.

Los criterios judiciales de la Corte se imponen a los ciudadanos como si de una ley se tratara, sin que esos criterios hayan sido aprobados por representantes de la sociedad y mediante procedimientos semejantes a los parlamentarios o legislativos. Los ciudadanos no están facultados, salvo algunos supuestos muy limitados, a discutir y deliberar socialmente sobre la jurisprudencia, su cambio o transformación. La jurisprudencia se determina y aprueba por las instancias judiciales autorizadas en la ley sin que medien procesos democráticos y abiertos que permitan la concurrencia obligatoria de la sociedad en ellos.

El enorme poder de la Corte que define el alcance, extensión y profundidad del derecho, principalmente de los derechos humanos, así como de la parte orgánica de la Constitución, merecería que partiera de un origen democrático, ciudadano. Resulta paradójico que la Corte tenga ese gran poder, decir el derecho y que en esas definiciones la sociedad esté ausente; tal vez ese es el rasgo más elitista de la Corte: tener el poder de establecer lo qué es y no es el derecho, hacerlo de espaldas de la mayoría de los integrantes de la sociedad porque ésta ni siquiera puede elegir a sus integrantes.

En nuestro tiempo, gracias al elitismo de la Corte y a la manera en la que se aprueban las normas más importantes del sistema jurídico: la Constitución y los tratados, que son aprobados fuera de los métodos refrendarios, el derecho se “elitiza” en su formación, procedimientos de creación y en sus fines. No es casual que por ello, y entre otras razones, el ciudadano se sienta desvinculado del ordenamiento jurídico al no participar decisivamente en su conformación. Son instancias de la élite las que establecen las bases de lo prohibido, permitido y obligatorio.

De esta suerte, el principio de soberanía popular que debe informar al derecho y a las instituciones queda vaciado de contenido. Parece ser un simple postulado retórico que no tiene materialidad en los hechos. Todo poder debería dimanar de la soberanía e instituirse en su beneficio, pero eso no será así mientras no logremos que las instituciones, incluyendo a los tribunales supremos, emanen efectivamente de la voluntad popular.


NOTAS:
1 Los integrantes del Tribunal Agroambiental de Bolivia también se eligen por el mismo método, al igual que los integrantes del Consejo de la Magistratura.
2 Sánchez Ferriz, Remedio y García Soriano, María Vicente, Suiza. Sistema político y Constitución, Madrid, España, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002.
3 Escobar Pacheco, Fernando B. y Russo, Alfio M., “Elección popular de jueces en Bolivia: aportes del derecho constitucional comparado a debate”, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, Bogotá, Konrad Adenauer Stiftung, 2019, pp. 657 y ss.
4 Schwartz, Bernard, El Federalismo norteamericano actual, Madrid, España, Editorial Cuadernos Civitas, 1984.
5 Tunc, André y Tunc, Suzanne, El derecho de los Estados Unidos de América. Instituciones judiciales, fuentes y técnicas, México, Imprenta Universitaria, 1957, p. 101.
6 Cárdenas Gracia, Jaime, La argumentación como Derecho, México, UNAM, 2005, pp. 155-199.
7 Águila, Rafael del, La Senda del Mal, Política y Razón de Estado, Madrid, Taurus, 2000, pp. 293 y ss.
8 Bickel, Alexander, The Least Dangerous Branch, New Haven, Yale University Press, 1962, p. 16.
9 Ferreres, Víctor, “Justicia Constitucional y Democracia”, en Miguel Carbonell (comp.) Teoría de la Constitución. Ensayos escogidos, México, Porrúa-UNAM, 2002, pp. 247 y 248.
10 Ely, John, Democracy and Distrust. A Theory of Judicial Review, Cambridge, Mass, Harvard University Press, 1980.
11 Hamilton, A., Madison, J. y Jay, J. El federalista, México, Fondo de Cultura Económica, 1987, ver también la selección de artículos federalistas y antifederalistas en: Sánchez Cuenca, Ignacio y Lledó, Pablo, Artículos federalistas y antifederalistas. El debate sobre la Constitución americana, Madrid, Alianza editorial, 2002.
12 Ibáñez, Perfecto Andrés, “Democracia con jueces”, Claves de razón práctica, diciembre 2002, núm. 128, pp. 4-11.
13 Dworkin, Ronald, El imperio de la justicia, Barcelona, editorial Gedisa, 1988, pp. 44-71.
14 Nino, Carlos, Fundamentos de derecho constitucional, análisis jurídico y politológico de la práctica constitucional, Buenos Aires, Astrea, 1992, pp. 657 y ss. También ver: Nino, Carlos, “Los fundamentos del control judicial de constitucionalidad”, Cuadernos y debates, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, núm. 29, 1991, pp. 97 y ss. Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del poder judicial, Barcelona, Ariel, 1996, pp. 173 y ss.
15 Troper, Michel, “El poder judicial y la democracia”, en Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (comps.) La función judical. Ética y democracia, Barcelona, Gedisa, 2003, pp. 209-233. También ver: Troper, MIchel, Por una teoría jurídica del estado, Madrid, editorial Dykinson, 2001. Pintore, Anna, “Derechos insaciables”, en Ferrajoli, Luigi, Los fundamentos de los derechos fundamentales, Madrid, Trotta, 2001, pp. 243-265.
16 Salazar, Pedro, “El nuevo constitucionalismo latinoamericano (Una perspectiva crítica)”, en González Pérez, Luis Raúl y Valadés, Diego, El constitucionalismo contemporáneo. Homenaje a Jorge Carpizo, México, UNAM, 2013, p. 381.


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