No tengo la intención de promover el culto a la personalidad, como nos ha acostumbrado (o deformado) la tradicional historiografía mexicana (y que ahora nos habla de “humanizar” a nuestros héroes).
Los líderes no nacen, se hacen, son las circunstancias las que orillan a las personas a ponerse al frente de los movimientos sociales (sus inteligencias intelectual e intuitiva complementan el proceso). Estoy pensando en personas que encabezan ideales de justicia, libertad, igualdad. No me interesan los mitos, ciertos o no, que circulan alrededor de sus vidas. El acento lo quiero poner en el colectivo, el grupo, la comunidad, la sociedad, la gente, el pueblo (como se prefiera llamar), a quien se suele considerar que no piensa, que es carne de cañón por definición, y que sólo sirve para justificar o atacar (según se quiera) al líder.
Los medios de comunicación masiva, por ejemplo, dan por hecho que la masa siempre es manipulable y se valen de ello para atacar a líderes estudiantiles o sindicales independientes. En la historia de México Emiliano Zapata y Francisco Villa sufrieron descalificaciones de la prensa de la época.
El caso de Manuel García González es probable que la mayoría de los estudiantes jamás lo haya escuchado en sus clases de Historia de México, ni siquiera en la del estado que su movimiento contribuyó a fundar: Nayarit. Por haberse “robado” a su novia fue encarcelado y juró vengarse. Ello lo convirtió en homicida y líder de asaltantes de caminos, algo común en el México del siglo XIX.
Se puso al servicio de unos caciques conservadores a cambio de armas y dinero. Fue perseguido y arrinconado en la Sierra. Ahí, los pueblos indígenas lo convencieron de encabezar un levantamiento armado para recuperar las tierras de las que habían sido despojados. Así, pasó de ser líder de asaltantes a líder de pueblos oprimidos.
Durante 15 años gobernó de manera independiente lo que era conocido como el Séptimo Cantón de Jalisco, recuperando las tierras que les pertenecían a los wirárika, nayeri, odham y mexicas, ante el olvido e inestabilidad de los gobiernos federal y local. Cuando Benito Juárez recuperó la Presidencia de la República reconoció a Tepic como Distrito Militar a cargo de la Federación y el Constituyente de 1917 lo elevó a la categoría de estado libre y soberano de Nayarit.
El movimiento de Manuel Lozada (apellido que adoptó de su tío) logró lo que ni los liberales ni conservadores tuvieron en mente: reconocer las tierras y la autonomía política de los pueblos indígenas. Queta Navagómez acaba de sacar del olvido en una novela histórica la vida de El tigre del Nayar (Jus, 2010). En el Ayuntamiento de Tepic hay un mural reciente donde aparece la figura de Lozada, con una placa de reconocimiento a uno de sus primeros biógrafos: Jean Meyer (La tierra de Manuel Lozada, 1989).
La persona del líder está siendo reconocida (con justicia) por su lucha en favor de los pueblos desposeídos de su tierra. ¿Y los descendientes de esos pueblos que lucharon por defender sus derechos están siendo reconocidos? ¿Se está aplicando su derecho a la libre determinación política tal como lo establece la Constitución federal desde 2001? ¿Se está garantizando sus derechos a sus culturas, a la salud, a la educación, al empleo, a la vivienda?
De este héroe colectivo estoy hablando: un héroe todavía negado, reprimido, explotado, discriminado, olvidado. HD
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