Pruebas que deben probarse a sí mismas.
Los documentos electrónicos en la legislación procesal

Publicado el 11 de agosto de 2011

Eduardo López Betancourt, Profesor de Tiempo Completo en la Facultad de Derecho de la UNAM e Investigador del SNI
elb@unam.mx
Roberto Fonseca Luján, estudiante de la Maestría en Derecho y ayudante de profesor en la Facultad de Derecho de la UNAM

La legislación procesal mexicana sí reconoce valor probatorio a la información que haya sido generada por, o esté almacenada en, medios electrónicos o cualquier soporte tecnológico. No obstante, no está definido con precisión el valor probatorio de ese tipo de documentos e informaciones, de modo que es en el terreno casuístico donde a final de cuentas se decide cuáles, de entre la gran variedad de documentos e informaciones con soporte electrónico y/o tecnológico, pueden considerarse pruebas y en qué grado.

En los casos en que por la naturaleza de la información o los documentos electrónicos, sea difícil acreditar su veracidad o relevancia para el asunto, la práctica procesal termina por restar valor probatorio a dichas informaciones o documentos electrónicos, u otorgarles un valor mínimo como un indicio. En nuestra cultura jurídica documental, como dice el refrán, papelito habla, y nunca pantallita o serie de bytes.

Por ejemplo, en materia procesal civil federal, a la vez que se reconoce como prueba la información generada o comunicada en medios electrónicos, se establece un criterio incierto para valorar la fuerza de dichas pruebas, atendiendo a una estimación según la fiabilidad del método en que haya sido generada la información. De este modo, existe un amplio margen de discrecionalidad para que el órgano jurisdiccional estime en cada caso si el origen del documento electrónico que se ofrece es “fiable”. La tasación de esa fiabilidad de la prueba electrónica depende por completo de las circunstancias del caso; del tipo de prueba que se ofrezca y lo que se quiera probar con ella.

Mucho menos precisa, es la legislación en materia laboral, en la cual sólo se menciona que se admiten, además de las pruebas convencionales, aquellos medios aportados por los descubrimientos de la ciencia.
Sólo en materia administrativa se establece explícitamente valor probatorio pleno para los documentos digitales, siempre y cuando éstos cuenten con firma electrónica, sello digital, o algún otro mecanismo que avale su autenticidad.

Las insuficiencias normativas no han sido completadas por la jurisprudencia, pues no se ha establecido un criterio único al respecto. Aunque de inicio, se ha reconocido que la información generada por vía electrónica tiene un respaldo legislativo; las decisiones no suelen ser uniformes respecto al valor probatorio de estos documentos. Por ejemplo, contrastando tres tesis de tribunales colegiados emitidas entre 2002 y 2004, se aprecian criterios diversos: a) un primer criterio, considera que las noticias obtenidas de Internet tienen valor probatorio idóneo (Tesis: V.3o.10 C, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XVI, agosto de 2002, p. 1306;); b) un segundo criterio, establece que la información extraída de Internet sólo tiene valor “indiciario” (Tesis: V.3o.9 C, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XVI, agosto de 2002, p. 1279), y c) un tercer criterio, considera que un mensaje de correo electrónico, carece de valor probatorio (Tesis I.7o.T.79 L, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, t. XIX, junio de 2004, p. 1425). Esto muestra que no existe un criterio general uniforme sobre el peso probatorio de los documentos e informaciones electrónicas. La valoración de ese tipo de pruebas es parte de la discrecionalidad judicial.

Sin afán concluyente, en todo lo señalado anteriormente puede encontrarse que el tratamiento jurídico dado a las pruebas electrónicas, ha tratado de equipararlas a las documentales físicas. Sólo aquellos documentos o informaciones electrónicas que son emitidas por un organismo de carácter público (sea de la administración o de cualquier poder del Estado), y que se respaldan en formalidades como la firma electrónica o el sello digital, mismas que resultan análogas a las que se aplican a los documentos físicos, pueden considerarse como pruebas con valor pleno. Fuera de éstas, los criterios para valorar el resto de documentos e informaciones electrónicas no públicos, son indeterminados.

El intento de homologar los documentos electrónicos a las pruebas documentales “tradicionales”, como se ha hecho en la materia administrativa, puede ser una opción para superar la falta de confianza en lo electrónico, pero es limitada, pues los nuevos soportes tecnológicos poseen elementos característicos que no pueden compararse con las posibilidades del papel impreso.

En la práctica, sigue prevaleciendo un excesivo ejercicio de valoración casuística. Cuando alguna de las partes en un proceso presenta una prueba electrónica, existe mayor probabilidad (de dos tercios cuando menos, según los criterios jurisprudenciales señalados) de que a la misma no se le reconozca eficiencia probatoria.

La tarea empieza en recapacitar sobre la noción de certeza en una cultura jurídica documental como la nuestra, y contrastarla con los modos peculiares en que las nuevas tecnologías representan la realidad y expresan evidencias sobre la misma. Por el momento, en tanto la legislación procesal se pone al corriente con los avances tecnológicos, las pruebas electrónicas, antes que probar hechos, tendrán que seguir probándose a sí mismas.