Nuestra (in)civilidad política

Publicado el 31 de enero de 2012
Miguel Carbonell, Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM

El martes pasado el Presidente Barack Obama pronunció su discurso sobre el estado de la nación. Al llegar a la sede del poder legislativo de los Estados Unidos fue recibido por todos los congresistas puestos de pie, los cuales le aplaudieron durante ocho largos minutos, mientras llegaba hasta el estrado principal y comenzaba con su alocución. A lo largo de la siguiente hora fue interrumpido una y otra vez con más aplausos, con todo el Capitolio puesto de pie en repetidas ocasiones frente a su Presidente.

Ante esas escenas fue inevitable pensar en el Congreso mexicano y en el hecho de que el Presidente Calderón no ha vuelto a poner un pie en San Lázaro desde su toma de posesión, durante la cual vimos escenas dantescas que incluyeron asaltos a la tribuna, golpes entre legisladores, empujones, rechiflas y un comportamiento que pudiera ser común en una cantina, pero que no parece muy constructivo cuando se desarrolla en la sede de la representación nacional.

Seguramente habrá quien piense que el desencuentro entre Calderón y el Congreso proviene de lo ajustado del resultado electoral y de la sombra de fraude que sobrevuela el imaginario nacional desde 2006. Puede ser, pero creo que eso no es excusa. George W. Bush también ganó su primera elección (contra Al Gore) por un margen muy estrecho y de forma más que cuestionable (la Suprema Corte detuvo el recuento de votos en Florida, que fue el estado determinante para la victoria de Bush) y sin embargo fue recibido con todos los honores cada vez que acudió a rendir su informe anual al Congreso.

Lo que pasa en México es que vivimos en un preocupante nivel de incivilidad política. Todavía no entendemos que la sustancia del sistema democrático lo constituyen los acuerdos entre actores políticos y que para que eso suceda se necesitan escenarios de diálogo y debate, de preferencia que sean de cara a la sociedad y no en lo oscurito.

La necedad de unos y otros (no hay partido que se libre de su cuota de responsabilidad) ha puesto al país ante una situación muy peligrosa, ya que estamos frente a un escenario de parálisis política que amenaza con hipotecar durante décadas el desarrollo del país. Muchos países están avanzando a mil por hora en las reformas que deben hacerse, mientras México sigue atorado en discutir temas que llevan sobre la mesa décadas (como la reforma del Estado, la fiscal o la labora, por mencionar tres ejemplos evidentes).

Nuestra falta de civilidad política se refleja también en las dudas y limitaciones que nos hemos puesto para la celebración de debates. Durante las campañas presidenciales pensamos que somos muy modernos y deliberativos porque se hacen dos o tres debates entre candidatos. En Estados Unidos los candidatos suelen debatir docenas de veces, tanto en la elección interna de su partido como en la elección constitucional.

El formato para debatir en México es mecánico y rígido, lo que convierte a esos ejercicios en una cosa sumamente aburrida, durante la que se van sumando monólogos de los participantes. Los ciudadanos rara vez aprenden algo nuevo en un debate, aunque a veces sirven para exhibir con posterioridad a candidatos que hicieron muchas promesas y luego no cumplieron ninguna de ellas ya siendo Presidentes, por ejemplo.

Los problemas de nuestra democracia no se arreglarán con más encono y con menos debate. Al contrario. Necesitamos ponernos de acuerdo entre todos para sacar adelante al país. No importa quién sea el próximo Presidente, si no es capaz de convocar al resto de partidos y a los grupos sociales relevantes a un amplio diálogo nacional estaremos condenados a seis años más de parálisis. Solamente a través de una visión común en temas como la educación, la salud, la seguridad pública, los impuestos y la generación de empleo, podremos remontar el enorme rezago que tenemos frente a otros países. Pero para lograrlo hace falta una cosa que hoy no tenemos: civilidad política y ganas de hablar hasta llegar a acuerdos. O sea, nos hace falta ser demócratas de verdad y no simplemente en los discursos.