El aumento de la crueldad*

Publicado el 11 de diciembre de 2012

Miguel Carbonell, Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM

Uno de los saldos más escabrosos que dejará el sexenio que está a punto de terminar tiene que ver con el aumento absoluto, inverosímil, trágico y demencial de la crueldad.

El titular principal de la edición del pasado domingo en El Universal no dejaba lugar a dudas: en los años recientes han aumentado muchísimo las decapitaciones.

A los grupos criminales ya no les basta con matar a las personas, sino que además quieren demostrar que son los más crueles, los más desalmados, los más inhumanos. Y para que nadie dude de eso les cortan la cabeza a las personas que eliminan. A veces los cadáveres son mutilados en otras partes del cuerpo: no es infrecuente que se encuentren pedazos de piernas, brazos, torsos, etcétera, en calles, carreteras, terrenos baldíos, en pleno desierto o afuera de dependencias públicas.

En el año 2007, según datos de la PGR, el número de cadáveres que aparecieron decapitados fueron 32. Para 2011 la cifra macabra había subido hasta los 493. 

La mayoría de decapitaciones han ocurrido en Chihuahua (171 en el sexenio), Guerrero (con 149), Tamaulipas (119), Durango (115), Sinaloa (89), Estado de México (86) y Baja California (80). En la parte baja de la tabla de decapitaciones aparecen Hidalgo (4), Puebla (4) y Campeche (2).

La tragedia que dichas cifras reflejan va más allá de las víctimas y de sus familiares. En realidad, las manifestaciones de una crueldad tan extrema se proyecta sobre el conjunto de la sociedad, que experimenta una suerte de “efecto anestésico” cada vez que se entera de un nuevo episodio trágico. Ya nadie se sorprende cuando las noticias nos informan del número de muertos o mutilados del pasado fin de semana, del mes anterior o del año pasado.

Por otro lado, es del todo probable que ninguno de esos homicidios se hayan investigado. La impunidad ha sido la regla general en los últimos años y no hay datos que permitan suponer que en el caso de las decapitaciones se haya actuado con mayor diligencia que en los demás casos de homicidio. Más bien al revés: las autoridades casi siempre señalan que se trata de “rivalidades entre bandas”, de “ajustes de cuentas entre narcomenudistas”, de “disputas por la plaza” o por el “control de la ruta”. A partir de ahí, las investigaciones ni siquiera inician. Los expedientes son archivados y muchos cadáveres terminan teniendo como destino final la fosa común (24 mil cuerpos en este sexenio se ha depositado en fosas comunes porque ningún familiar o conocido los ha reclamado).

Lo cierto es que nadie, ninguna autoridad al menos, nos explica cómo es que llegó a esa conclusión sobre las rutas, los cárteles, las plazas: ¿será que se basa la autoridad en la forma en que visten las víctimas, en sus características físicas, en el lugar o la forma en que los restos aparecieron? ¿cómo se atreven los funcionarios a decir que las víctimas eran narcomenudistas si ni siquiera llevan a cabo una investigación? ¿acaso conocían las actividades de los muertos con anticipación y no hicieron nada? ¿acaso tienen una bola de cristal para saber con exactitud lo que pasó?

Lo cierto es que, desde el lado de las autoridades de todos los niveles de gobierno, han abundado las excusas para no tener que investigar. La negligencia ha sido también una regla en estos años, sobre todo en casos en los que los cadáveres presentaban signos de haber sido ultimados por “profesionales” o cuando fueron ejecutados con extrema crueldad.

No cabe duda que nos vamos a tardar mucho tiempo en recuperarnos de todo lo que ha pasado en estos años. Ya nunca lo harán las personas muertas, ni lo van a olvidar sus familiares. No deberíamos olvidarlo nunca.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en  El Universal, el 23 de noviembre de 2012