El artículo 27 constitucional y la Reforma Energética

Publicado el 28 de enero de 2014

Alfonso Guillén Vicente
Departamento Académico de Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universidad Autónoma de Baja California Sur. Profesor-Investigador de Tiempo Completo. Impartió la asignatura de Bienes Públicos de 2011 a 2013
aguillenvic@gmail.com

La nueva redacción del artículo 27 Constitucional, aprobada por el Senado de la República el 10 diciembre de 2013, contiene, desde nuestro punto de vista, una contradicción seria que debe ser resuelta en bien de México.

“Tratándose del petróleo y de los hidrocarburos sólidos, líquidos y gaseosos en el subsuelo  -señala el dictamen de las comisiones unidas de Puntos Constitucionales;  de Energía;  y Estudios Legislativos, Primera-  la propiedad de la Nación es inalienable e imprescriptible y no se otorgarán concesiones”.  Para más adelante indicar que “ésta llevará a cabo las actividades de explotación y extracción mediante asignaciones a empresas productivas del Estado o a través de contratos con éstas o con particulares”.

Si bien es cierto, como soporta el citado dictamen, nuestro país no puede resolver por sí solo y a corto plazo el declive de su producción,  los retos del mercado mundial del recurso y los desafíos que le presentan sus nuevos yacimientos ubicados en aguas profundas del Golfo de México, tampoco la generalización del criterio de alianzas con entes privados, que se desprende de la reforma energética votada por la Cámara Alta, es la respuesta pertinente, oportuna y conforme a los intereses de la República.

En el pasado, aunque desde diferentes ópticas políticas y jurídicas, el país supo resolver los retos tecnológicos que se le presentaron para impulsar un desarrollo económico y un gasto público sustentados en la explotación de sus vastos recursos naturales.

Al principio del porfiriato, el brillante jurista jalisciense, Ignacio Luis Vallarta, al frente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, planteó que “la industria minera… no es un negocio de interés privado, sino un asunto que afecta de un modo positivo al bien público… la utilidad pública debe buscarse… en la explotación de la inmensa riqueza mineral que México posee”.1

Vallarta, de acuerdo con el pensamiento del dictador Díaz, creyó que estaba “en el Estado la facultad de hacer su concesión, no como dueño, sino sólo como representante del interés público”.2 Pero encontró problemas para sostener su criterio al toparse con las Ordenanzas de Minería de 1783, vigentes en México para entonces, pues en forma contundente ahí se afirmaba que “las minas son propias de la Corona”.3

Más adelante, el Constituyente de 1917 recuperará este precedente, heredado de la época colonial, para redactar el artículo 27 constitucional, al subrayar el derecho inalienable e imprescriptible  de la Nación a disponer de un listado de bienes estratégicos, surgido desde la propia conformación de nuestro país.

De manera muy clara lo expresó el ingeniero Pastor Rouaix, uno de los autores del artículo de la Carta Magna multicitado, al manifestar que su “fracción X contuvo otro de los principios más trascendentales para el futuro de la Patria, al establecer como bases constitucionales el derecho de propiedad absoluta de la Nación sobre los minerales y sustancias que ocultara el subsuelo, distintos de los componentes naturales de las tierras, incluyendo el carbón de piedra, el petróleo y los carburos de hidrógeno similares a él.  Esta disposición era sólo la confirmación constitucional de una propiedad indiscutible, que había figurado en la legislación colonial desde la conquista y que había regido a la República Mexicana en la totalidad de sus preceptos hasta el año de 1884, cuando combinaciones torcidas de un gobierno protector del latifundismo, cedió el derecho de propiedad… en lo referente al carbón y al petróleo, por medio de una simple ley dictada por el Congreso”.4

Por otra parte, queremos subrayar que, aún en el caso de los gobiernos posrevolucionarios que respetaron las concesiones petroleras porfirianas, como el callista, se mantuvo el criterio jurídico de que en cualquier controversia en la materia los particulares extranjeros deberían someterse a las leyes y tribunales mexicanos, renunciando a solicitar el auxilio de sus gobiernos en sus diferendos con el Estado azteca.

Más adelante, después de la Expropiación Petrolera de Lázaro Cárdenas, la Ley Reglamentaria de 1940 autorizó la asociación del gobierno con particulares, en razón de los problemas tecnológicos y operativos que enfrentó PEMEX a raíz de la medida expropiatoria, boicoteada por las potencias extranjeras involucradas.  Y eso pudo cambiar en 1960, cuando el Estado recuperó el control total del recurso petrolero con la reforma a la citada legislación secundaria, en virtud de que el propio desarrollo de la industria petrolera nacional le permití un funcionamiento bastante adecuado.

Ahora bien, si una de las aristas del problema actual de México con su petróleo, su gas y demás hidrocarburos radica en que su potencial fundamental pudiera encontrarse en los yacimientos en Aguas Profundas, donde el país enfrenta obstáculos muy difíciles en temas de conocimiento, herramientas y operación para acceder a ellos, bien pudiera valer que el Poder Legislativo dispusiera que la asociación del Estado con particulares fuera posible únicamente en estas regiones, o en otros rubros que guarden un semejante grado de complejidad en el presente inmediato.

Y finalmente, no estaría de más una Reforma Constitucional que abordara el tema de las disputas en la materia que inevitablemente surgirán entre el Estado y las empresas petroleras extranjeras.  Ésta debiera reiterar que esas disputas se sujeten, siempre, a las leyes y tribunales mexicanos, sin apelar nunca a los gobiernos de esos consorcios petroleros.

En atención a la complejidad de los temas involucrados en este tipo de alianzas, siempre asimétricas, debiera el legislador asentar en la Carta Magna mexicana que, al igual que en la Reforma Constitucional en materia de Telecomunicaciones, existieran tribunales especializados, con el personal idóneo para desahogar los conflictos que se susciten en el futuro.

Una posibilidad que consideramos es la adición del Artículo 104 Constitucional, que ya habla de la intervención de los tribunales del Poder Judicial de la Federación en asuntos marítimos, con un numeral que hable de que las diferencias de criterio que surjan entre el Estado mexicano y las empresas privadas petroleras deberán ser resueltas por juzgadores federales.

Mención aparte merece que el Congreso de la Unión analice el asunto de la procedencia o no del Juicio de Amparo en la materia, a riesgo de repetir la historia de México de la primera mitad del siglo XX, sitiada por la presión diplomática, política y militar de los gobiernos de los países con intereses petroleros en México.

NOTAS:
1. La Suprema Corte de Justicia a principios del porfirismo (1877-1882), Poder Judicial de la Federación, 1990, p.116.
2. Ibidem,p.117.
3. Idem.
4. Lucio Cabrera Acevedo,  La Suprema Corte de Justicia, la Revolución y el Constituyente de 1917, Poder Judicial de la Federación,  p.393.