Cuando un amigo se va

Publicado el 30 de enero de 2014

Beatriz Bernal Gómez
Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
betiberg@yahoo.es

A Carlos Manuel de Céspedes, in memorian

Monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal, sacerdote, murió en La Habana el 3 de enero pasado a las 11.30 de la mañana. Cubano hasta los tuétanos, por su línea paterna era tataranieto del “Padre de la Patria” Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, aquel hacendado bayamés que inició nuestra guerra de independencia en 1858, alzándose contra el dominio español, desde su ingenio de La Demajagua, y nieto de Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, presidente de la República de Cuba en 1933, en el turbulento periodo posterior a la caída del dictador Machado. Por la línea materna, era sobrino nieto del general mambí Mario García Menocal, presidente de  Cuba entre 1913 y 1921; parentescos éstos  que llevaba Carlos no sólo con  la elegancia de su estirpe, sino también con absoluta naturalidad. Y ahora una anécdota que me contó en uno de sus viajes a México: “Coño, cura,  usted se lo cogió todo” fueron las palabras de un juez cuando, detenido en la década de los sesenta por “proselitismo religioso”,  le pidió sus datos generales.

Hombre de Iglesia, Carlos Manuel comenzó sus estudios eclesiásticos en el seminario habanero de El Buen Pastor, en Arroyo Arenas, después del cierre de la Universidad de La Habana donde, él y yo, estudiábamos la carrera de Derecho. Habíamos terminado el cuarto curso, sólo nos faltaba uno, pero ante la incertidumbre de la futura apertura de la máxima casa de estudios, y en un clima de insurrección revolucionaria,  Carlos no esperó y decidió ingresar al seminario,  pues servir a Dios y a la Iglesia siempre había sido su verdadera vocación. Sus estudios jurídicos que realizó con brillantez fueron, por propia confesión, debido a que le había prometido a su padre antes de morir, que acabaría una carrera universitaria.

En 1959 Carlos viajó a Roma para concluir su formación eclesiástica en la Pontificia Universidad Gregoriana en la cual se licenció en Teología en 1963. Ya se había ordenado sacerdote en 1961. Aún guardo la estampa, con la cruz y el pez,  que me envió como recordatorio de su ordenación. Y conservo las cartas que me escribió a Cuba y a México, durante el período de su estancia en Roma (ambos éramos muy aficionados al género epistolar) en las que intercambiábamos opiniones sobre la situación política cubana y, por supuesto, sobre nuestras propias vidas. Cuando Carlos  regresó a La Habana en 1964 o 65 (no recuerdo bien), yo ya vivía en México  Dicho regreso fue consecuencia de dos decisiones: la del gobierno cubano de expulsar de Cuba a los sacerdotes extranjeros (cubanos había pocos) y la personal de Carlos de volver a su patria para hacer patente la presencia de la Iglesia en la isla y cuidar de la entonces exigua feligresía. Ello a pesar de que comenzaba ya una prometedora carrera en el Vaticano. Recuerdo que en nuestro intercambio epistolar yo, de broma, le conminaba a quedarse en Roma. “Carlos, quédate -le decía-, en mi madurez, quiero recibir cartas de un Papa, o por lo menos de un Cardenal”. Sin embargo, a pesar de su condición de cubano y de sus ilustres apellidos, me consta que le fue difícil lograr su ingreso en Cuba.  Pero lo logró. 

De regreso a La Habana,  Carlos fue vicerrector de El Buen Pastor y Rector del Seminario de San Carlos y San Ambrosio (de 1966 a 1970), cuna y lugar de trabajo de gran parte de los ilustrados cubanos del siglo XIX como el presbítero Felix Varela, diputado a las segundas Cortes de Cádiz, creador de la cátedra de Constitución y según nuestros intelectuales. “el hombre que nos enseñó a pensar”, sobre cuya vida y obra Carlos fue un gran conocedor, tanto que su discurso para entrar a la Academia Cubana de la Lengua (posteriormente publicado) versó sobre este gran filósofo patrio. Fue también Secretario General de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, miembro de la redacción de la revista Palabra Nueva, Vicario General de La Habana y párroco, que yo recuerde, de las parroquias de Jesús del Monte y de la del Ángel, en torno a la cual se desarrolló la famosa novela decimonónica de Cirilo Villaverde “Cecilia Valdéz”. Carlos colaboró intensamente para la restauración de esta iglesia de gran belleza y valor histórico. Y durante los últimos 20 años fue párroco de San Agustín, en Marianao, donde murió. Dicho lo dicho, supongo que nadie dudará de lo que mi homenajeado repetía  a menudo: “Mis dos grandes amores son Cuba y la Iglesia”.

Ensayista,  poeta y autor de una novela: “Érase una vez en La Habana”, donde denunció los actos de repudio a quienes abandonaban Cuba por el puerto de Mariel, Carlos  incursionó con gran éxito en los mundos culturales de Cuba y España. Debido a ello, como ya he dicho,  fue miembro de número de la Academia Cubana de la Lengua y recibió del gobierno español la orden de Isabel La Católica. Su  último gran ensayo, donde expone sus ideas sobre el futuro de Cuba,  lo publicó como prólogo al libro Cuba Hoy ¿Perspectivas de cambio?, publicado por la UNAM, México, en 2011 y coordinado por mí. No fue la única vez que colaboramos juntos en una publicación. Lo hicimos también en la excelente revista (hoy extinta): Encuentro de la Cultura Cubana, con sendos artículos: él sobre su admirada Constitución de 1940 que proponía como punto de partida de una futura asamblea constituyente cubana cuando las cosas cambiaran, yo con un estudio sobre la Constitución liberal de 1901, mi favorita. También en un par de cursos de verano de la Universidad Complutense en El Escorial, donde, invitado por mí, a la sazón Coordinadora del Área de Humanidades de los mismos, habló sobre la historia de la Iglesia y sobre el futuro de la misma en Cuba.

Pero nada de eso tiene importancia ahora. Lo importante es que se ha ido mi amigo del alma, mi compañero de estudios cuando compartíamos pupitre en la Universidad de La Habana; mi compañero de múltiples viajes (junto a Joaquín y Maribel Ballesteros) por Galicia, Andalucía, Extremadura, Navarra y otros muchos caminos de España.  El hombre lúcido, culto, cariñoso, cercano, honesto, alegre, gran conversador, fiel y solidario  que yo quise durante tantas décadas y que seguiré queriendo hasta que llegue mi turno. Un hombre entrañable.

Lo ví por última vez el 26 de diciembre de 2013 en La Habana. Almorzamos juntos en un paladar situado al final de la Quinta Avenida. Estaba tan bien (sólo con algunos problemas de movilidad a consecuencia del cáncer que padecía desde hacía casi diez años), tan alegre con mi visita y la de mi familia, que, además de entristecerme mucho, me sorprendió la noticia de su muerte ocho días después. El almuerzo se extendió hasta la noche, nos reímos y chachareamos de lo lindo, tanto, que siempre recordaré esta larga tarde como una de las más cálidas y divertidas de mi vida. Él también la disfrutó en cantidad, lo sé, es más, lo supe de antemano, porque al mail que le mandé  anunciándole mi visita a Cuba me contestó diciéndome que ya contaba los días esperando mi llegada. Y sí, estoy triste, muy triste,  aunque me consuela que haya muerto así, de repente y no deteriorado por el avance de su enfermedad. Me consuela también el saber que Carlos vivió una plena, intensa y llena de realizaciones. Y que fue un hombre libre,  igual que su tatarabuelo el Padre de la Patria, dentro de la cárcel donde vivía (estas son palabras mías). Libre para decir lo que pensaba, tanto dentro como fuera de Cuba, para actuar siempre conforme a su conciencia. Se que muchas de sus declaraciones sobre la situación política cubana fueron polémicas dentro del exilio, y aunque con algunas de ellas yo no estaba de acuerdo, se que Carlos las dijo en el pleno ejercicio de su libertad, sin miedo a las opiniones y críticas de tirios y troyanos.

Adiós Carlos, amigo, tu ida deja un vacío, y como dice la conocida canción, ese vacío  no lo puede llenar, ni yo quiero que lo llene,  la llegada de otro amigo.