El derecho ambiental desde la perspectiva del poder

Publicado el 4 de marzo de 2014

Rafael Hernández Barba
Estudiante del “Programa de Educación Superior en Centros de Readaptación Social” (PESCER) de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México
rafapescer@gmail.com

El mundo atraviesa por una crisis múltiple: económica, energética, alimentaria, migratoria, bélica y ambiental. Esta última, originada por el modelo económico de la civilización industrial que día a día acaba con el 25 por ciento más de los recursos que la naturaleza puede reponer, parafraseando a Roger Bartra quien así lo afirmó en su artículo “La gran crisis”, en el periódico La Jornada del 10 de abril de 2009. Para frenar el deterioro del medio ambiente por intereses económicos rapaces y mezquinos, el ser humano hace uso de la regulación de la conducta externa de los hombres por medios coercitivos, es decir, mediante el ejercicio del Derecho. Sin embargo, una importante fuente del derecho para la aplicación de justica ambiental es la promovida desde la óptica del poder económico y político. El marco jurídico nacional e internacional en materia de protección de la biodiversidad, favorece la acumulación de capital de los países ricos y el empobrecimiento económico y ambiental de nuestro país. En el futuro inmediato, el legislador de la protección del ambiente deberá atender situaciones desde el campo de las patentes hasta el genoma humano.

Según el “Diagnóstico sobre la situación de los Derechos Humanos en México”, publicado por la ONU en 2003, el “acceso a un medio ambiente sano representa un derecho común de la humanidad”. El mismo documento señala que México ocupa “el tercer lugar en importancia mundial por su megadiversidad”. En el artículo 4º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se dispone que: “Toda persona tiene derecho a un medio ambiente adecuado para su desarrollo y bienestar.” De manera particular, la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente (2007) establece en su artículo 83 que “El aprovechamiento de los recursos naturales en las áreas que sean el hábitat de especies de flora y fauna silvestres, especialmente en las endémicas, amenazadas o en peligro de extinción, deberá hacerse de manera que no se alteren las condiciones necesaria para la subsistencia, desarrollo y evolución de dichas especies.” Además de ésta legislación, el marco jurídico en materia ambiental en México, está regulado por la Ley General de Vida Silvestre (2000); la Ley de Bioseguridad de Organismos Genéticamente Modificados (2005); la Ley Federal de Derechos (2005); la Ley para el Desarrollo Rural Sustentable, y la Ley de Pesca (1992) entre otras.

A nivel internacional, la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial, Cultural y Natural, establece en su artículo 4º que “Cada uno de los Estados Partes [tienen la] obligación de identificar, proteger, conservar, rehabilitar y transmitir a las generaciones futuras el patrimonio […] natural situado en su territorio”. Hasta el Protocolo de Kyoto sobre el Cambio climático, incluye en su resolutivo 2, un apartado de medidas, protección y desarrollo sobre el “desarrollo sostenible.”

Ante tal avalancha de reglamentaciones parecería que la protección del ambiente y su biodiversidad está bien resguardada. Sin embargo, un estudio detallado del lenguaje, los objetivos y los resultados de la aplicación de tales leyes y convenciones arroja datos contradictorios. Arturo Escobar (1997), en su obra “Biodiversidad, naturaleza, y cultura: localidad y globalidad en las estrategias de conservación”, afirma que “al menos 90% de la mayoría de los documentos sobre la biodiversidad […] está dedicado a aspectos científicos, económicos e institucionales; las cuestiones éticas, culturales y de las poblaciones locales no pasan de una mención piadosa. La razón de esta perversión del manejo de los instrumentos legales se fundamenta en que existen dos concepciones del uso y aprovechamiento de los recursos naturales: por un lado la biodiversidad desde el capitalismo y la ciencia, y por el otro, la biodiversidad desde la autonomía cultural y el derecho a la diferencia. Por supuesto, los mecanismos internacionales, están marcados por una visión desde la cumbre del poder. Por su parte, los instrumentos nacionales de defensa del patrimonio natural, están también determinados por las políticas dictaminadas desde los organismos internacionales del capital: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

Para citar ejemplos claros, una de las primeras recomendaciones de los convenios internacionales para la conservación del ambiente (desde la óptica del capital y el poder) es la provisión de recursos financieros, es decir, préstamos del Banco Mundial, a través del Fondo Global para el Ambiente. Esto genera endeudamiento y sumisión a los designios desde el exterior para países con una economía poco equilibrada, como la mexicana. Otra medida exigida en los susodichos convenios es la formulación de política y planes nacionales de conservación. En nuestro medio, estas medidas se traducen, en los “estudios de impacto ambiental” que permiten la instalación de trasnacionales mineras o los megaproyectos de desarrollo tan cuestionados como inviables. Allí están la instalación del Wall-Mart de las Pirámides, la explotación de mineras canadienses en territorio sagrado de los indígenas wixárikas, la contaminación con cianuro de éstas mismas mineras (proceso de lixiviación) y otras en buena parte del territorio nacional, la autorización de construcciones en zonas de reserva ecológica, la deforestación por tala excesiva, la explotación de mantos acuíferos por empresas refresqueras y muchos etcéteras.

Y se pone peor. Si el impacto en la ecología y el cambio climático, sin mencionar la depauperación de los niveles de vida de la mayoría de los habitantes del planeta son suficientes para tomar medidas urgentes, el pronóstico de la expectativa para la recuperación futura de la naturaleza es verdaderamente aterrador. Esta amenaza emergente a la condición humana actual está en el campo de las patentes.

Roberto Durán González (2012), en su publicación en línea “Patentes, afirma que “Una patente es un derecho exclusivo que otorga un Estado a un interventor, su causahabiente o cesionario, por un período limitado de tiempo a cambio de la divulgación de una invención”; es decir, es un monopolio temporal que se otorga a un inventor a cambio de dar a conocer su invención, sujeto a un tiempo y a un territorio determinado. En México, la Ley de Propiedad Industrial es la normativa que regula los derechos que derivan de una patente, previniendo actos contra la propiedad intelectual. Sin embargo, aunque la legislación vigente previene que la diversidad biológica sea patentada, en la práctica, existe la posibilidad de “patentar prácticamente todas las formas de vida y su material genético.” Mediante la tecnología de recombinación de ácidos nucléicos –base para la ingeniería de plantas y animales– se puede introducir material genético al patrimonio hereditario de un organismo que se encuentra en la naturaleza, entonces ya es susceptible de ser patentado. Una práctica biológica convencional de la actualidad, es recoger muestras biológicas (plantas, animales) de países con gran biodiversidad como el nuestro, y trasladarlas a los países desarrollados por “puro interés científico”; con éstas muestras se construyen bibliotecas genéticas, mismas que soportarán el desarrollo de nuevos productos con la consecuente ganancia económica para los países desarrollados, sin ninguna retribución para los países originarios de dichos especímenes. La fiebre por acaparar la secuencia de toda clase de materiales genéticos ha llevado a institutos de investigación, industrias y universidades a patentar secuencias de genes del espermatozoide humano como es el caso de “individuos indígenas de Panamá, Papúa Nueva Guinea y las Islas Salomón, descritos como «objetos aislados de interés histórico». A partir del incremento en el consumo de nuevos productos industrializados con estas tecnologías, nuestra dependencia al extranjero será mayor. Las amenazas a la biología y al ambiente se reconocen si el lector se percata de que en el futuro estaremos ante la posibilidad de la privatización de la vida orgánica y la transformación de la naturaleza tal como la conocemos. Nos encontramos en el umbral del siglo XXI ante un problema de bioética, pero sobre todo de legalidad.

En síntesis, desde época milenaria en palabras de Yamel Rubio Rocha (1998), en su artículo “Ecología y economía en tiempos de globalización” señala que “los antiguos concebían a la naturaleza como un orden que debía perpetuarse, respetándola y aprovechando animales y plantas en forma planeada.” Sin embargo, la vida moderna ha tenido un impacto profundo en la naturaleza, mediante la imposición de patrones producción y consumo voraces y nocivos hacia el medio ambiente. Una de las alternativas en la preservación y mejoramiento del entorno es la racionalidad, la cual debe tener como base una “nueva ética” que armonice con la naturaleza y tome en cuenta la diversidad cultural.

En México, la falta de planeación y prevención, la negligencia y la corrupción de los gobernantes, nos han conducido a innumerables desastres naturales, afectando sobre todo a la población con menos recursos (el 70 % de la población según Octavio Rodríguez Araujo, en su artículo “Necesidad, negligencia y corrupción” en el periódico La Jornada del 26 de septiembre de 2013). En la protección del medio ambiente debemos intervenir todos: políticos, especialistas y ciudadanos (en especial los campesinos) para abordar el problema desde una perspectiva inter y multidisciplinaria.

Desde el campo legislativo y judicial, son imprescindibles las medidas de protección del deterioro del medio ambiente, así como de una legislación vanguardista que prevea las amenazas hacia la bioseguridad, la autonomía sobre el aprovechamiento racional y responsable de los recursos naturales, pero sobre todo, el derecho soberano de nuestro territorio a decidir sin directrices de las potencias hegemónicas y las corporaciones internacionales.

Aunque la protección al ambiente es un conflicto ético, Fernando Savater en su artículo “Valores morales y valores científicos” en la revista Ciencias, número 63, julio a diciembre de 2001, afirma que “el problema del campo moral es que no existe una realidad moral objetiva como existe en el campo que trata o estudia el conocimiento científico,” precisamente por eso en el pasado, el sentido de progreso y desarrollo significó la transformación de la naturaleza de forma indiscriminada e irracional. El mundo de hoy debe reajustar sus patrones de producción y consumo a una racionalidad ética, para permitir que las futuras generaciones puedan gozar de la naturaleza como aún la conocemos, para lo cual puede y debe apoyarse en el conocimiento científico, sin desconocer los conocimientos tradicionales que de la madre natura han preservado nuestros pueblos y comunidades originarias.