Gobiernos de coalición en la Reforma Política

Publicado el 2 de junio de 2014

Solange Márquez Espinoza
Doctorante en Derecho, UNAM
@solange
solange.me@gmail.com

Cuando en 1963, durante la administración de López Mateos, se incluyó en el artículo 54 de la Constitución la figura de “diputados de partido”, se aseguraba que se requería “dar oportunidad a las minorías políticas, que se duelen de que un solo partido mayoritario obtenga la casi totalidad de los puestos de representación popular”. En la exposición de motivos de la iniciativa del 63 se aseguraba que la creación de la figura de los diputados de partido se hacía entonces con el objetivo de “consolidar la estabilidad política”.

Los diputados de partido no eran más que una incipiente forma de representación proporcional, la cual no se establece formalmente en México sino hasta 1977 en que se instaura para la Cámara de Diputados y en 1996 para la de Senadores.

A partir de entonces, la pluralidad en el Congreso como principio del sistema político mexicano fue evolucionando hasta convertirse en una constante. A partir de la LVII Legislatura, se anunciaba por primera vez un gobierno que no contaba con la mayoría en el Congreso. Las elecciones de 1997 y la conformación del Congreso modificaron no sólo la integración partidaria sino, principalmente, la forma de hacer política y de negociar en su interior. Agendas distintas a la del gobierno tuvieron cabida en la discusión y se tuvieron que hacer concesiones a los partidos de oposición (hasta dónde esto atenta contra la democracia en si misma es harina de otro costal y sería motivo de otro texto).

Junto con esta nueva forma de trabajar en el Congreso apareció también el temor (la mayoría de las veces infundado) a la parálisis legislativa, a la falta de acuerdos y en consecuencia, a la ingobernabilidad por causa de pluralidad.

Hace más de una década que en nuestro país se discuten reformas políticas a las reformas políticas de las reformas constitucionales que nos acercan según se dice, cada vez más a la democracia. De un lado y del otro hemos visto repetidas ad nauseam propuestas sobre la reelección legislativa que -dicen- por fin convertirá a los legisladores y políticos de cualquier tendencia en entes responsables y que deban rendir cuentas al electorado, de lo contrario aseguran- el elector podrá “castigarlo” con el “poder de su voto ciudadano” y dejarlo fuera del poder político -con todo y sus prebendas y jugosos sueldos.

En una democracia deliberativa como lo pretende ser la nuestra, donde se busca que haya pluralidad de participantes (multiplicidad de partidos políticos representados en el Congreso y ahora próximamente, legisladores independientes) no encaja el drástico discurso de la gobernabilidad democrática que demanda que se discuta lo que se quiera pero que haya soluciones prontas, toma de decisiones y entrega de resultados.

En la justificación de los gobiernos de coalición subyace la confusión intelectual de equiparar a la democracia con gobierno de resultados, una confusión casi tan atentatoria de la verdadera democracia, como lo ha sido por años la identificación de la democracia con los procesos electorales y el derecho al voto universal y secreto.

Para ello entonces, la solución mayoritaria cae como rayo de luz. No hace falta ser científico social para determinar que la discusión entre pocos (o dentro de un mismo partido) será una más sencilla que entre muchos. ¡Volvamos entonces al sistema de partido único! La suposición es que con gobiernos sin mayorías incapaces de negociar, la “opción” de un gobierno de coalición permitirá “compartir el poder” y terminar con la parálisis. Como si de la noche a la mañana las disputas electorales terminaran.

Pero la supuesta solución se topa inmediatamente con el problema de que, por muy desencantada que esté la sociedad con sus partidos no estará dispuesta a renunciar al pluralismo que tanto tiempo, sangre y lágrimas le costó alcanzar. Así que el remedio que mejor encaja es un “gobierno de coalición” que anteponga la resolución a la deliberación. Convenciendo a la ciudadanía de que sus problemas no se resuelven porque el Congreso no termina de discutir y no permite al Ejecutivo adoptar las medidas necesarias para ello.

¿Es el Congreso y sus interminables debates el fallo más grave que ha vivido nuestro país y el causante de la parálisis del Gobierno? Me parece que puesto así, tendríamos otros asuntos que resolver antes. Sin embargo para nuestra clase política (legisladores incluidos) pareciera ser, según las reformas aprobadas que si, el problema han sido ellos.  A confesión de parte, relevo de prueba.

En el parlamentarismo el gobierno de coalición funciona por diversas razones, Establecer coaliciones de gobierno en un sistema parlamentario conlleva una lógica indispensable para gobernar pues el poder ejecutivo no obtiene su legitimidad en las urnas (como lo hace en el presidencialismo) sino que ésta emana precisamente del Parlamento, por lo tanto gobernar sin el apoyo del Parlamento no existe siquiera como opción.

Asimismo, en el Parlamentarismo, la coalición gubernativa no se limita a un mero trámite de ratificación de carteras ministeriales (intercambio de favores y canonjías para unos cuantos) sino de una agenda de gobierno y por supuesto una legislativa.

Finalmente, funciona porque la relación Ejecutivo-Legislativo es dependiente y conlleva un principio fundamental que se queda fuera normalmente del análisis típico: el control del poder. En este escenario, el control en el ejercicio del poder Ejecutivo está dado precisamente por el origen del mismo (el propio Parlamento). Un control que se ejerce en todos los sentidos, del Parlamento al Gobierno, entre los mismos parlamentarios y, por supuesto del ciudadano.

En el caso de lo aprobado en México, el asunto se agrava puesto que ni siquiera existe obligación constitucional para el Presidente electo de formar una coalición gobernante y con ello garantizar la tan cacareada “gobernabilidad”. Con la esperanza de ocupar espacios en un gobierno recién formado, la oposición se avendrá a los deseos legislativos del gobierno en turno, dejando en un segundo término la representación de sus electores y de su propia ideología. Lejos de cumplir el sueño de quienes esperan mejor representación, la agenda del estado estará, aún más, plagada de intereses egoístas.

En la reforma aprobada, se queda en sólo buenos deseos confiriéndole al Ejecutivo la prerrogativa de hacerlo, es decir, si quiere. Y en ese “si quiere” radica otro problema ahora más bien fáctico que científico. El Pacto por México, el acuerdo entre los tres partidos más grandes e importantes del país demostró que es posible que el Ejecutivo logre acuerdos sin pasar por el Congreso y más aún, sin siquiera ofrecer carteras en el Gabinete o Coaliciones de largo plazo a los partidos de oposición.

Si los necesita los utiliza y estos acceden, cuando no están de acuerdo con su postura los desecha y busca a otros que voten con él. ¿Qué incentivos tendría entonces el Presidente para desear una coalición de largo plazo donde tenga compromisos mayores que cumplir si puede hacerlo sin ellos?

Volver a un sistema autoritario e incluso de partido único -o casi- puede estar a solo un tris y las ansias por lograrlo, lo crean muchos o no, sobran. ¿Suena exagerado? Difícilmente. Otras propuestas incluidas en la reforma como la reelección legislativa pero con candados que lejos de beneficiar al ciudadano fortalecen a los partidos políticos lo confirman. La centralización de nueva cuenta de la organización de las elecciones en todo el país ¿a quién rendirán cuentas ahora los nuevos legisladores: al gobernador de su Estado o al Presidente? Con la reforma quién tiene de nuevo las riendas es el Presidente.

Y en el futuro próximo veremos la posible disminución de legisladores en el Congreso, reduciendo a los de Representación Proporcional bajo el argumento fácil pero poco serio, de reducir los costos del Congreso y “mantener lo más puro posible el voto directo de los ciudadanos”. Lo que no dicen es que nuestro sistema es mixto para mantener un equilibrio entre las fuerzas políticas por las que vota el ciudadano y su representación en las Cámaras. Su desaparición o disminución conlleva a la sobrerepresentación de las mayorías -y la consecuente desaparición de las minorías.

Otro mecanismo más para crear mayorías. Y finalmente, como lo ha establecido la propuesta presidencial en su momento, la eliminación del tope de sobrerepresentación (que hoy día es del 8%) lo que significa que un partido como el PRI (con todo y monederos Monex y Soriana) podrá fácilmente lograr mayorías absolutas en el Congreso nuevamente aún cuando los votos válidos no le alcanzaran para ello.

Seguir apostando por reformas propuestas por muchos pero cuyas consecuencias son comprendidas por pocos lejos de fortalecer nuestro sistema político lo debilita. Poner parches como los gobiernos de coalición no ayuda. Hasta que no entendamos que la principal exigencia que debemos hacer es la de crear mecanismos que nos lleven a un control político real y no ficticio (como la reelección legislativa) las cosas seguirán prácticamente iguales, y esto no podremos lograrlo en un sistema presidencialista como el nuestro sino únicamente modificando las estructuras constitucionales del Estado Mexicano para transitar a un Parlamentarismo con rendición de cuentas y en donde el poder realmente esté controlado.