Octavio Paz y José Carlos Becerra

Publicado el 5 de junio de 2014

Ricardo Méndez-Silva
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
rmendezsilva@gmail.com

Las naves espaciales para superar la gravedad de la Tierra deben alcanzar una velocidad de once kilómetros por segundo, los recuerdos viajan a mayor velocidad. Estoy en Cambridge, Inglaterra, es mayo de 1970 camino después del lunch tempranero y un tanto desabrido  por una de las calles medievales de la ciudad maravillosa,  veo acercarse a Octavio Paz con la mirada fija en el suelo. ¿Lo saludo o no lo saludo? Se nota ensimismado en alguna de sus fugas literarias. Opto por la impertinencia, Maestro buenas tardes, rompe la burbuja de su introspección, me observa en silencio durante unos segundos, dice, me acaban de avisar que murió José Carlos Becerra, iba a ser el más grande poeta de su generación, fue un accidente automovilístico en una “autostrada” italiana, mueve la cabeza en un signo de negación como si  pretendiera recomponer la fatalidad y ajeno a su bonhomía característica sigue acongojado su recorrido, quedo paralizado, es la primera vez que escucho ese nombre y desconozco la obra del joven poeta, trágicamente desaparecido a los treinta y cuatro años de su edad.

Octavio Paz había llegado en 1970 a ocupar la Cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge, auspiciada por el gobierno venezolano. No regresaba todavía a México tras su renuncia a la Embajada de la India en razón de los acontecimientos del sesenta y ocho, en la lejanía trasatlántica resistía el linchamiento de las huestes “diazordacistas” y de los vasallos del sistema político. Los mexicanos inscritos en el área de ciencias sociales y humanidades en la Universidad apenas sumábamos cuatro, una honrosa mitad la componíamos Edmundo González Llaca y yo,  nos dimos a la tarea de buscarlo y con el resultado de haber sido recibidos con una simpatía amistosa e invaluable. En alguna ocasión nos platicó que al iniciarse el conflicto estudiantil escribió un Memorándum a la Secretaría de Relaciones Exteriores en el que daba cuenta de un desarreglo semejante en la India que había sido atendido y solucionado por el gobierno con el cambio de Jefe de la Policía,  disculpas a los afectados, negociación oportuna  sin necesidad de  represiones violentas. Nunca tuvo respuesta. Fuimos privilegiados con su palabra y su erudición avasallante. Guardo ente mis libros entrañables (más de tres, sin incluir a la Biblia)  su libro Postdata, un apunte postrero a El Laberinto de la Soledad que apareció mientras se encontraba en el exilio auto impuesto y en el que de su puño y letra me escribió una afectuosa dedicatoria.

A José Carlos Becerra lo he encontrado a lo largo del tiempo en algunas ocasiones, en suplementos culturales, evocaciones literarias eventuales y especialmente en dos circunstancias en las que me detengo. En primer término la colección de su obra poética “El Otoño recorre las islas” que abarca el periodo 1961-1970, edición a cargo de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaíd (Editorial Era 1973), las páginas del volumen comienzan  un prólogo de Octavio Paz, lúcido y genial, inspirado y erudito, recuerda al joven poeta,  desmenuza su poesía transparentando sus influencias y resaltando la fuerza original de su estilo, un homenaje magnífico de quien un días sería Premio Nobel de Literatura a quien pudo haber sido el mejor poeta de su generación. Muy al azar y únicamente como botón de muestra rescato algunos de sus versos:

PARA LA VIDA.
Mi destino te busca, Soy la fecha que el mar
todavía no ha escrito.
Esa brisa es lo que sueñan los árboles.
En las sienes la mano recuerda el horizonte.
En los labios
la voz se agita como una bandera.
Y en algún sitio el pecho aún responde en el poniente…

DECLARACION DE OTOÑO.
He venido.
Aquí se reúnen las leyendas de piel titilante,
Las miradas donde aparece la arena movediza que ésta a la mitad
de todo recuerdo;
porque ahora miro las extensiones del mito
y no encuentro otra respuesta ni otra distancia que el llanto,
la piel desalojada en el mar, la risa de la hiena detrás de los
espejos…

Hace años una amiga me obsequió un libro que propició el segundo encuentro significativo con José Carlos, así lo llamo ahora, confianzudamente por sus dos nombres de pila, se trataba de la novela primeriza de Silvia Molina, “La mañana debe ser gris” (1977) que le valió el premio de literatura Xavier Villaurrutia y fue señal de arranque de una importante carrera en las letras y la vida intelectual del país. Menuda sorpresa fue descubrir que la trama era su relación con Becerra cuando coincidieron en Londres, ella estudiando inglés y él en su bohemia literaria. Hubo aproximaciones, atractivos y de ella principalmente rechazos. Becerra decidió hacer un viaje en automóvil a Italia pero ella declinó la insistente invitación aunque al final quedó de alcanzarlo en algún lugar de Italia (así recuerdo la novela). No se volverían a ver, toda ilusión se frustró de modo inapelable. Silvia estima que tal vez si hubiera accedido a acompañarlo el desenlace hubiera sido distinto pues como buen creador Becerra era proclive a los arrebatos de carácter.

Estoy nuevamente en el túnel del tiempo, ahora al concluir mis estudios en la Universidad de Cambridge he  emprendido un tour de despedida por el Continente en mi cochecito, un Ford Anglia 1962, leal de toda lealtad. La impresión de la muerte de José Carlos me ha llenado de  prevenciones más aún porque leí recientemente que en Alemania hubo un accidente en una “Autobahn” en el que participaron más de doscientos cincuenta automóviles en el que murieron todos sus ocupantes, y es que en esas vías se maneja desaforadamente a doscientos kilómetros por hora o incluso más, los automóviles van materialmente pegados unos a otros. Ya pasé Bélgica, Francia, Suiza,  hoy en la mañana salí de Munich, llovizna tímidamente, el sólido pavimento está mojado, ya estoy  cerca de mi destino, una señal indica, Hamburgo, 44 km, mi número de la suerte según yo, desciendo un poco la velocidad, percibo de reojo un “flashazo” del lado izquierdo ¡Es un automóvil, me va a pegar, me golpea en la salpicadera izquierda, mi auto enloquece, pierdo el control, da dos giros culebreando a todo lo ancho de la carretera, aguardo una embestida de los automóviles que vienen atrás, un tercer giro, el coche se inclina en dos ruedas de mi lado, el derecho, donde está el volante de los carros ingleses, es inevitable la caída, pienso en éste momento mi familia ignora que me voy a matar, el coche parece luchar por su propia iniciativa para mantener el equilibrio y cae pesadamente en cuatro llantas pero en dirección opuesta a la que voy, salgo en reversa como una flecha imparable de la cinta asfáltica ¿habrá algún barranco, árboles, rocas?!  El auto se refrena con unos pastizales, sigue chispeando, se detienen varios automóviles en la cuneta, sus ocupantes han visto el percance y han podido guardar distancia milagrosamente,  corren hacia mi con un rictus de azoro en sus rostros pues todos hemos estado en peligro. Nadie habla inglés, menos español, y yo ni jota de alemán. El conductor que me embistió explica,  creo entender por la mímica que al rebasarme una llanta se ponchó. Los alemanes, pueblo industrioso, me hacen la seña de que eche a andar el automóvil. ¡Cómo va a arrancar después de lo sucedido! Prendo el motor por no dejar y responde de inmediato, hasta suena como si estuviera recién afinado, el golpe ha dejado una abolladura en el salpicadera pero no oprime ni ha dañado a la llanta. Un grupo de teutones a mi servicio, sin necesidad de grúa me regresan a la carretera, han pasado quizás veinte minutos, no sé, el tiempo se ha revelado contra los relojes y la conciencia, avanzo un tramo, me invade una euforia indescriptible, mis pulmones parecen reventar de alegría, la alegría del sobreviviente, ileso. A José Carlos, cuya historia ha estado presente durante la excursión, no lo perdonó el destino, diviso el letrero: Hamburgo 39 Km.