Crisis institucional*

Publicado el 9 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

El país está lacerado por la pobreza, la violencia y la corrupción. Esto no se debe a la casualidad ni sólo a impericias personales. Las causas son más profundas. El punto débil se encuentra en el desempeño deficitario de instituciones que fueron construidas para dar resultados en un contexto de dominio hegemónico.

Las instituciones han evolucionado de manera desigual; algunas, como las electorales, han registrado avances importantes, pero otras permanecen estancadas. La sociedad carece de instrumentos para influir en las decisiones de gobierno, y para evaluarlas y controlarlas; tenemos un sistema diseñado para regir en condiciones políticas que fueron superadas. Nuestro régimen de gobierno vive en la contradicción porque ya no es autoritario pero todavía no es democrático.

Ante el torbellino de acontecimientos y dolencias se opta por explicaciones circunstanciales y se tiende a atribuir lo que sucede a conspiraciones, a instigaciones del resentimiento, a conflictos y antagonismos en el aparato del poder y a otras causas, hipotéticas o verdaderas. Es posible que algo de eso, o incluso todo, esté ocurriendo, pero si así fuera tampoco explicaría la serie de adversidades que se prolongan en el tiempo. La lucha siempre acompaña al poder. La diferencia en cuanto a sus efectos depende de la forma como esa lucha se expresa y se encauza. En nuestro sistema el desbordamiento institucional comenzó hace largos años y por eso también se ha insistido en la necesidad de reformarlo.

La cuestión central está en las fallas institucionales generalizadas que los hechos corroboran. Invito al amable lector de estas líneas a que identifique por sí mismo qué funciona bien en las instituciones nacionales y locales: ¿La seguridad? ¿La economía? ¿La política? ¿La justicia? ¿La administración? ¿Los servicios públicos? Pregúntese cada uno a partir de sus propias experiencias y tendrá respuestas suficientes.

En las semanas recientes la crisis recrudeció. Los representantes de la nación tuvieron que refugiarse en espacios improvisados para ejercer sus labores; el presidente, como sus antecesores, no pudo cumplir formalidades protocolarias; el uso de los espacios públicos generó fricciones entre transeúntes y con la autoridad. La regularidad del ejercicio del poder está alterada en varios estados y se tiene que convivir con fenómenos como la extorsión o como los llamados grupos de autodefensa. Si el deterioro va en aumento es porque hay una causa grande, grave y no atendida.

Una cosa es que un problema no sea visto y otra negar que exista. El historiador Jules Michelet hizo famoso el diálogo de Luis XVI con su ayuda de cámara la mañana del 14 de julio de 1789, cuando le informaba de los acontecimientos en La Bastilla. “¿Es un motín?”, inquirió el monarca; “No, sire, es una revolución”, contestó Liancourt. En México no asistimos a una revolución ni a un motín, pero sí estamos ante una crisis institucional.

Una crisis institucional consiste en la disfuncionalidad de los órganos del poder para ofrecer soluciones oportunas y satisfactorias en un contexto de libertades públicas, pluralismo político, bienestar colectivo y certidumbre jurídica. La crisis tiene que ver con la falta de idoneidad de las instituciones para asegurar que sus titulares cuenten con los instrumentos democráticos adecuados para prever y resolver problemas, y respondan políticamente por sus actos. En una crisis el poder no ofrece continuidad entre los objetivos anunciados y los resultados alcanzados, lo que produce insatisfacción e inquietud. Este desajuste sólo tiene una salida: la reforma institucional.

Quienes deben deshacer esos nudos del poder no siempre aceptan los datos de la realidad y tienden a atribuirlos a incomprensión, buscan explicaciones coyunturales y echan mano de soluciones convencionales: cambios de personas, de mensajes o de estilos, pero no hacen lo que se necesita: remediar las deficiencias y las antinomias estructurales. El nuevo pluralismo que predomina en la sociedad es incompatible con el vetusto verticalismo que prevalece en el poder, y este es uno de los factores que limita la operatividad institucional.

En lo nacional falta consolidar el sistema de partidos, fortalecer el sistema representativo, democratizar el régimen de gobierno y adoptar instrumentos de control político. En los ámbitos locales se sufren crisis adicionales que propician el caciquismo. La acumulación de carencias, por tanto tiempo como las hemos sufrido, afecta la capacidad de acción de los gobernantes y alimenta la desconfianza y la frustración de los gobernados.

La crisis institucional no es la última fase del deterioro del poder; por eso hay que actuar con prontitud y con maestría. Padecemos los efectos de un rezago acumulado por lustros. El gobierno está joven; todavía puede volver a empezar y replantear sus objetivos. Nadie se lo reclamaría porque no es responsable de haber generado la crisis pero sí puede serlo de seguir difiriendo su remedio.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 17 de septiembre de 2013