Volatilidad del Pacto por México*

Publicado el 9 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

En su fase inicial el Pacto por México preludiaba un encuentro constructivo entre las fuerzas políticas del país, pero en los meses recientes se ha ido transformando en un factor divisivo en el interior de los partidos, y en lugar de ser un referente de estabilidad deriva hacia un indicador de volatilidad.

Por razones nunca explicadas el Pacto quedó como un acuerdo entre el gobierno y las cúpulas de los partidos, sin someterlo a la legitimación democrática del Congreso. Fue un error. Se perdió la oportunidad de construir una mayoría congresual que habría sido un hito en la política mexicana.

Los partidos figuran entre las instituciones peor valoradas del país. El Pacto fue suscrito en medio de conflictos internos en dos de las organizaciones mayores y se convirtió en un elemento adicional de discordia. En lugar de que el Pacto contribuyera a cohesionar los partidos, exacerbó sus discrepancias interiores.

La mayor parte del contenido del Pacto corresponde a una combinación razonable de los programas que sustentan las fuerzas políticas, pero al mantenerse como un acuerdo cupular y al auspiciar trámites expeditivos en un Congreso que no tuvo participación alguna en la jerarquización de las prioridades, el Pacto reprodujo los viejos estilos del sigilo y de la concentración del poder.

La sociedad mexicana es cada vez más madura, plural y deliberante. Suponer que está resignada a acatar las decisiones que toma una docena de personajes, es ignorar una interacción social en aumento gracias, entre otras cosas, a las nuevas tecnologías de la comunicación. El misterio de la política es un medio de dominación en las sociedades cerradas pero es un vestigio arcaizante en una sociedad informada, participativa y dinámica.

Las Cámaras sufren el desgaste de doce años de acoso por la retórica de desprestigio que practicaron los dos gobiernos anteriores. Con todas las reservas que se quieran oponer, los hechos muestran que el Congreso ha desempeñando un papel constructivo y la prueba está en su intensa labor legislativa. Además, aunque el Congreso está tan mal valorado como los partidos, quienes nos representan son los legisladores, no los dirigentes de los partidos.

A diferencia de sus predecesores, el gobierno actual ha sido prudente en su relación con el Congreso y no ha utilizado expresiones ni argumentos denigratorios para descalificar a los representantes nacionales. Con todo, sigue haciendo falta admitir la necesaria centralidad política del Congreso, como sucede en cualquier democracia consolidada. No se hizo así con el Pacto y se incurrió en un error de efectos múltiples. Al marginar a las Cámaras se dio la impresión de regresar a la añeja práctica de considerarlas como los instrumentos que antes ratificaban las decisiones presidenciales y ahora deben validar las adoptadas por el gobierno y los dirigentes de dos partidos opositores.

Otra equivocación consistió en que las dirigencias de esos partidos están cuestionadas por sus propios militantes, lo que expone al país a cualquiera de dos riesgos: la substitución de los dirigentes por otros adversos al Pacto, o la imposición del verticalismo en estos partidos para mantener incólumes los términos pactados. Ninguna de ambas opciones es satisfactoria. Una, porque generaría inestabilidad; otra, porque empobrecería aún más la ya demeritada imagen de los partidos.

El pactismo corresponde a una estrategia para resolver problemas de convivencia y de transformación política que ha sido muy productiva en otros sistemas. La Convención de Herrenchiemsee, en 1948, fue suscrita por los dirigentes alemanes democratacristianos, socialdemócratas y liberales. En Portugal fueron determinantes los acuerdos de 1975 y 1976 conocidos como Plataformas de acuerdo constitucional, y en España prosperaron los Pactos de la Moncloa, de 1978. De estos procesos pactistas resultaron las avanzadas constituciones de los tres países.

En la política moderna de nuestro continente el primer gran acuerdo fue el Pacto de Sitges, en 1957, mediante el cual los partidos liberal y conservador de Colombia se alternaron en el poder durante cuatro periodos presidenciales. En Venezuela se adoptó el Pacto de Punto Fijo, en 1958, del que resultó un nuevo orden constitucional que significó un largo periodo democrático. Uruguay tuvo en 1984 el Pacto del Club Naval, para restablecer el Estado constitucional. En Argentina fue crucial el Pacto de los Olivos, de 1993, entre el radicalismo y el justicialismo, que se plasmó en una Constitución renovada.

Sería desconcertante que, a diferencia de esos ejemplos, el Pacto por México se utilizara para eludir los cambios mayores que nuestro sistema requiere. El Pacto no debe equivaler a historia detenida sino a democracia progresiva. ¿Por qué no llevarlo al Congreso? Hay que contrarrestar su volatilidad y sustraerlo a los vaivenes de los partidos. Toda hora es buena para impulsar la democracia.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 1 de octubre de 2013