Disyuntiva: IFE o caciquismo*

Publicado el 9 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

Muchas reformas constitucionales pudieron haber sido hechas de manera más sencilla. En cuanto a su contenido, las más de las veces han obedecido a propósitos plausibles: atender expectativas sociales, satisfacer necesidades colectivas, auspiciar avances institucionales o resolver problemas técnicos. Pocas veces, empero, se han visto reformas que afecten lo que funciona bien para no tocar lo que funciona mal.

El Instituto Federal Electoral es de las instituciones que tienen un buen desempeño. Como a cualquiera otra, se le pueden encontrar fallas y altibajos, aunque su balance es positivo y así lo percibe en forma mayoritaria la opinión pública. Desde luego es mejorable, pero lo que ahora se busca no es perfeccionarlo sino convertirlo en autoridad nacional para mitigar la influencia de los gobernadores en el ámbito electoral.

Hay pocos gobernadores dispuestos a emprender o aceptar reformas democráticas en su espacio de poder. El caciquismo, problema ancestral, se ha robustecido en los últimos lustros. Las prácticas que asocian el dominio político abusivo con intromisiones en los procesos electorales constituyen un hecho muy extendido en nuestro sistema.

El caciquismo y las funciones electorales han ido de la mano a través de los siglos. Desde las primeras normas electorales del México independiente, en 1821, la elaboración de las listas de electores, la emisión y distribución de boletas y los comicios fueron responsabilidad de las autoridades municipales y locales. Además, a lo largo de todo el siglo XIX el voto fue abierto. La Ley Electoral de 1911 adoptó el voto secreto pero la de 1916, para la elección del Congreso Constituyente, restableció el sufragio abierto. A partir de la ley de 1918 se implantó de manera definitiva el voto secreto, al menos en lo formal.

Durante 125 años hubo un gran incentivo para que los jefes políticos y gobernadores controlaran la elección de los titulares de los ayuntamientos, porque a través de ellos manejaban a su vez las elecciones locales y nacionales. Esto les dio un enorme poder que no fue contrarrestado sino hasta 1946, por la ley que creó la Comisión Federal de Vigilancia Electoral y convirtió al presidente de la República en la autoridad suprema en la materia. La centralización es el mismo remedio al que se aspira mediante el Instituto Nacional Electoral.

Ahora, a semejanza de 1946, se opta por concentrar la función electoral. Sólo que hay una diferencia: en 1946 se mutiló una larga tradición caciquil que impedía otros avances, como el otorgamiento de la ciudadanía a la mujer. Sin ese cambio se habría dificultado el voto femenino municipal en 1948 y el sufragio universal en 1953. Los caciques ya habían bloqueado antes esa reforma intentada por Lázaro Cárdenas. En el aspecto negativo, la centralización del manejo electoral consolidó el ejercicio hegemónico del poder presidencial.

La lógica de la nueva reforma consiste en evitar que algunos gobernadores enturbien en exceso la política, para lo cual se les limitará la posibilidad de manipular las elecciones, a cambio de resguardar sus demás potestades. Se buscan dos objetivos excluyentes entre sí: proteger la tendencia pluralista nacional y preservar el modelo autoritario local. En 1946 no se engañó a nadie; hubo coherencia al tomar una medida que robustecía el verticalismo político imperante. En 2013 lo que se procura es dar garantías a los partidos en los procesos electorales, sin privar a los gobernadores de otras prerrogativas que los habitantes de muchos Estados conocen y padecen.

Las reformas políticas previas propiciaron un interés creciente por el estudio del derecho electoral. Muchos de los más brillantes juristas de las generaciones recientes se orientaron al cultivo de esa disciplina pues advirtieron que es un instrumento necesario para la democracia. En el IFE y en algunos Estados se formó también un conjunto de funcionarios especializados que realizan con profesionalismo su labor. Ahora, los apremios coyunturales pasan por alto la experiencia acumulada y se plantea un nuevo comienzo, pero no por las mejores razones.

Lo conducente, si se toma en serio la democracia, no es descomponer una institución consolidada, sino desmontar el caciquismo. La opción democrática sería emprender la siempre pospuesta reforma del Estado, que incluye una nueva configuración del poder en los niveles federal y local.

Para remediar de momento las intromisiones de los gobernadores con vocación caciquil bastaría con una reforma de transición consistente en dar al IFE facultades para participar en la designación de los titulares de los órganos electorales locales, y para orientar y supervisar un servicio civil local independiente y eficaz, como lo es el federal, pero sin transferirle las funciones de autoridad electoral local ni transformarlo en un monstruo disfuncional.

Substituir al IFE por el INE es ofrendar al caciquismo una institución que ha sido útil para la democracia en México.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 29 de octubre de 2013