Reelección*

Publicado el 9 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

El abril de 1933 fue publicada una reforma constitucional cuyos efectos en la vida política nacional llegan hasta nuestro tiempo, porque además del acierto de prohibir la reelección de presidentes y gobernadores, introdujo una restricción a la democracia al vedar a los ciudadanos la posibilidad de evaluar a sus representantes.

Plutarco Elías Calles canceló en definitiva la reelección presidencial, de la que pudo beneficiarse. Su decisión fue congruente con sus postulados de transitar del personalismo a la institucionalidad. Le interesaba preservar la cohesión del Partido Nacional Revolucionario, una federación de partidos con apenas cuatro años de vida, y advirtió que era necesario despejar el camino a quienes aspiraban al congreso federal, a los congresos estatales y a las alcaldías.

De no haberse restringido en 1933 la reelección de los legisladores y de los integrantes de los ayuntamientos, tal vez muchos habrían abandonado el PNR para incorporarse a los partidos que postulaban como candidatos presidenciales a los respetados  revolucionarios Antonio I. Villarreal y Adalberto Tejeda.

La medida impuesta a los legisladores fue útil para los intereses del PNR pero afectó al sistema representativo en beneficio de la hipertrofia presidencialista. Los debates en el Congreso hicieron ver que se trataba de una regresión democrática.

A ochenta años de distancia el balance de lo que ha significado la no reelección legislativa presenta resultados contrapuestos. En lo positivo, posibilitó la estabilidad nacional; permitió la formación de una clase política identificada con la Revolución; contribuyó a la consolidación de poder civil con relación al militar; coadyuvó a la rotación de las élites, y mantuvo abiertas las opciones para nuevas generaciones en un país que salía del inmovilismo político.

Pero las consecuencias negativas se fueron acumulando: exacerbó la concentración del poder presidencial, por el control sobre las candidaturas; afectó la independencia de los legisladores, cuyo futuro político quedó en manos de los gobiernos; propició la cooptación de los liderazgos emergentes, neutralizando el pluralismo; impidió el surgimiento de controles congresuales sobre el gobierno; obstaculizó la lucha de partidos y por lo mismo restringió la democracia; estimuló el fraude electoral; transformó al sistema representativo en un esquema de sinecuras y por consiguiente alejó a los representantes de los representados.

Con el andar del tiempo las ventajas desaparecieron y las desventajas aumentaron. Para mitigarlas, en 1963, treinta años después de aquella reforma, se optó por un proceso parsimonioso de adecuaciones que empezó con la peculiar figura de “diputados de partido”. De entonces acá han transcurrido otros cincuenta años de una democratización a cuentagotas, y ya se alcanzó al punto máximo de avance que era viable sin rectificar la limitación democrática dictada por la conveniencia de preservar al antiguo PNR.

En 1964 la Cámara de Diputados aprobó la reelección de los legisladores, pero la decisión dividió a la dirigencia del PRI y el Senado rechazó la reforma. El cambio se viene aplazando desde hace casi medio siglo. Entre tanto los representantes se han autonomizado de sus representados, y aunque hay legisladores experimentados y comprometidos, la ciudadanía no los identifica.

Un principio adoptado por la Revolución Francesa estableció que “la sociedad tiene derecho a pedir cuentas a todos los agentes públicos”. En México es todavía una meta por alcanzar. Los gobernantes no responden ante los representantes y éstos tampoco lo hacen ante sus representados. Gozamos de libertades públicas pero carecemos de responsabilidades políticas. Es una deficiencia que recorre toda la estructura del sistema y que figura entre las causas de la corrupción, de la ineptitud y de la discrecionalidad en el ejercicio del poder.

Con la reelección de los representantes los ciudadanos estaremos en aptitud de calificar a quienes nos pidan la renovación del voto, lo que fortalecerá la cultura cívica y beneficiará la percepción de la democracia. Los reelegidos, por su parte, tendrán un mandato de mayor duración que los titulares de los órganos de gobierno; cuando les exijan cuentas, los legisladores consolidarán su posición ante el electorado. Este cambio beneficiará la democratización de los partidos y ayudará a revertir el progresivo deterioro de la gobernabilidad.

La reelección no es una panacea, pero mucho ganaremos el día que los rostros y nombres de los legisladores resulten familiares para los ciudadanos. La reelección de los legisladores vigorizará al sistema representativo y coadyuvará al desarrollo de los controles políticos que toda democracia requiere.

La reelección también ocasionará nuevos problemas porque ningún sistema es perfecto; pondrá a prueba la capacidad de los dirigentes para afinar las instituciones y corregir sus ineludibles distorsiones. El desafío es grande, pero no hay que tenerle miedo.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 12 de noviembre de 2013