Mediocridad del gabinete*

Publicado el 9 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

Hace quinientos años Maquiavelo escribía El Príncipe. En un fragmento de esa obra afirmaba: “No es asunto de poca importancia para un príncipe la elección de sus ministros.” Esta cita del florentino es con objeto de subrayar que el gabinete, como se llama al conjunto de ministros, no es una novedad, y que por su relevancia ya era una prioridad del Estado desde hace cinco siglos.

A diferencia de los sistemas constitucionales democráticos, el nuestro no incluye al gabinete entre las instituciones que regula, y los secretarios son sólo auxiliares del presidente. El modelo constitucional privilegia la vocación política de acaparamiento del poder.

Nuestra Constitución establece diferencias incluso semánticas entre los que denomina simplemente “poder legislativo” y “poder judicial”, y el “supremo poder ejecutivo”. Este último está depositado en una persona, cuyos colaboradores directos, con excepción del Procurador General de la República, son designados sin que el Congreso intervenga siquiera en la confirmación de su idoneidad. La designación sin control es una prerrogativa monárquica que han dejado atrás casi todos lo sistemas presidenciales contemporáneos.

La discrecionalidad de las decisiones hace que los presidentes equiparen la confianza personal con la capacidad para desempeñar funciones de Estado. Es una perspectiva de la política conforme a la cual el gobernante supremo supone que lo público es de su dominio privado.

Esa inclinación se exacerbó con la pérdida de la mayoría absoluta por parte de los presidentes. Mientras dispusieron de esa mayoría no siempre temieron que su fuerza menguara al compartirlo con extraños y hasta con rivales. Al decrecer el apoyo popular los presidentes propendieron a considerar que los cargos oficiales correspondían a su esfera personal de intereses.

Es posible que estar en minoría genere una sensación de debilidad que se procura compensar con el uso monopólico del poder. Además, esa concentración de las potestades ofrece algunas ventajas operativas. La homogeneidad en el equipo de gobierno brinda un espacio de comodidad al jefe del Estado, facilita la conducción de los asuntos administrativos, auspicia una comunicación más fluida entre los integrantes de una misma familia política, y a veces mitiga la crudeza de las pugnas internas que propicia la ambición.

Pero no todo son virtudes. La certeza de que sólo se rinde cuentas a una persona, sin importar los demás, propicia ineptitud y corrupción. Desde luego este no es el caso de todos los secretarios, pero con que lo sea de unos cuantos es suficiente para afectar las responsabilidades del gobierno.

Cuando sólo se depende de una voluntad, el comportamiento de los subalternos tiende a la cortesanía. Por lo general el costo es el ocultamiento y la mediocridad, y lo pagan los gobernados. A la postre también perjudica al que decide rodearse de obsecuentes. Los presidentes acaban siendo víctimas de la incompetencia de sus incondicionales.

Para intentar mejorar la calidad de sus auxiliares, los presidentes suelen hacer giros bruscos en la integración de sus equipos; es uno de los actos rituales del presidencialismo mexicano. Ese gesto se utiliza asimismo con el propósito de intimidar a quienes permanecen, cuya duración resulta impredecible pues depende de la misteriosa evaluación que se procesa en el fuero interior de una sola persona.

En un sistema semidemocrático como el nuestro lo que indique la opinión pública o lo que expresen los representantes de la nación acerca de los colaboradores presidenciales, es irrelevante. Sólo cuenta un punto de vista personal. La potestad decisoria incumbe al que gobierna, sin que el sentir de los gobernados tenga importancia.

Aunque ese modelo de ejercicio del poder resulta arcaico, su anacronismo no impide que las cosas se sigan haciendo como se hacían. Lo que pasa es que ya no pasa lo que pasaba. Es como los alimentos o los medicamentos caducados: los primeros indigestan y los segundos no curan. Algo similar sucede con los sistemas institucionales que han prescrito: sólo conservan las apariencias protocolarias pero no su aptitud para producir bienes sociales ni para resolver problemas cruciales.

La solución no es sencilla pero sí es posible: establecer un gabinete con atribuciones constitucionales y dar al Congreso la facultad de controlar a los ministros. El presidente tendría mejores colaboradores y los mexicanos mejores gobernantes. Todos ganaríamos.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 26 de noviembre de 2013