La Constitución: construcción y deconstrucción de un símbolo*

Publicado el 11 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

La Constitución de 1917 fue objeto de una cuidadosa construcción. Se venía de un siglo agitado en el que sólo a partir de 1857 se pudo contar con un texto estable. La Revolución, al igual que la Reforma, requería de un medio que hiciera perdurables sus objetivos. La inteligencia de los líderes políticos, sociales y culturales se puso en marcha para dar cuerpo a un ambicioso proyecto institucional. Entre esos brillantes estrategas estuvieron Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Luis Cabrera, Isidro Fabela y una pléyade de constituyentes revolucionarios, como Francisco J. Múgica, Heriberto Jara, Esteban B. Calderón, Cándido Aguilar, Manuel Aguirre Berlanga.

Entre 1917 y 1929 el país vivió en la turbulencia. Un presidente constitucional (Carranza) y un presidente electo (Obregón) fueron asesinados; también lo fueron caudillos de la talla de Emiliano Zapata y Francisco Villa. A ellos se sumaron muchos revolucionarios muertos en batalla, victimados por homicidas o ejecutados en el paredón. En esos azarosos años el país no tuvo respiro de paz. La Constitución resistió y fue invocada lo mismo para enfrentar al gobierno que para reafirmar su poder; sólo el movimiento cristero, alentado por la curia, combatió a la Constitución.

La eficacia normativa de la Constitución siempre ha sido uno de sus puntos vulnerables. Durante la primera fase de la vida constitucional se procuró pacificar al país para cumplir con los términos de la norma suprema. En ese periodo se registraron reformas de amplia repercusión política: la Federación asumió las facultades en materia educativa y laboral que habían sido asignadas a los Estados; se suprimió el régimen de municipalidades en el Distrito Federal; se permitió la reelección presidencial y se amplió su periodo de 4 a 6 años. El efecto de esas reformas fue dual: unas estimularon las expectativas de servicios educativos y de justicia laboral, pero otras pusieron las bases del presidencialismo expansivo que se registraría en lo sucesivo.

Para justificar la progresiva concentración de facultades presidenciales se adoptó el argumento del constitucionalismo social. Esta estrategia correspondió a una segunda etapa de la Constitución, que corrió a lo largo de medio siglo y que coincidió con el dominio hegemónico de partido. Entre 1934 y 1982 la Constitución fue adicionada para ampliar una gama de derechos que incluyeron: autonomía universitaria, salud, seguridad social, trabajo y vivienda. Además, se ampliaron los derechos en materia agraria, ambiental, de educación, participación de utilidades y salario mínimo. Luego el ritmo se detuvo y en algunos aspectos se retrocedió.

En el orden político se fue más parsimonioso. Algunos cambios obedecieron a una tendencia gradualista, como el sufragio femenino en 1948 y 1953; otros se hicieron para legitimar el ejercicio hegemónico del poder, como los diputados de partido que existieron entre 1964 y 1979. A partir de 1977 el ritmo reformador procuró reducir la tensión política sin entregar el poder. Esa estrategia dio al partido hegemónico los resultados esperados porque conservó la mayoría absoluta en el Congreso los siguientes 20 años.

En materia de justicia se hicieron cambios progresivos que resultaron funcionales, sobre todo en cuanto al juicio de amparo. Por décadas el amparo había permitido compensar el déficit de libertades públicas con las garantías para las libertades personales. Esto coadyuvó a mantener niveles razonables de gobernabilidad. Luego apareció el gran tema de los derechos humanos, que asimismo amortiguó las carencias en cuanto a derechos políticos.

A lo largo de los decenios se fueron registrando cambios que satisfacían algunas expectativas sociales y que ofrecían elementos de legitimación a los titulares del poder. Los derechos individuales, sociales y colectivos, y las garantías procesales mantuvieron a la Constitución como un factor de cohesión nacional y como un referente común tanto para los partidarios cuanto para los antagonistas del régimen político.

Pero así como se acumularon los elementos para construir el gran concepto de Constitución y consolidarla como símbolo, se fue incubando una tendencia declinante de su eficacia. El ritmo de las reformas se aceleró hasta hacerse imposible que la sociedad les diera seguimiento. Dejó de haber una Constitución para ciudadanos y en su lugar surgió una para los expertos. El frenesí de las modificaciones trivializó lo que fue concebido como una solemnidad.

A partir de los años ochenta aumentó la tendencia a modelar la Constitución conforme a los proyectos de cada administración, en lugar de que sucediera lo contrario: que los gobiernos adecuaran sus programas a las disposiciones constitucionales. Una de las características dominantes de nuestro personalismo se tradujo la aspiración de los presidentes por dejar su impronta en la norma suprema y subrayar así su paso por el poder y por la historia. La periodicidad de los gobiernos se infiltró en la Constitución. Esta forma de gobernar es ya un estilo cuyos efectos adversos para esa norma son perceptibles, entre otras cosas porque la subordina a criterios coyunturales.

Hay información empírica que muestra la percepción social de la Constitución. El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM ha levantado dos encuestas de cultura constitucional que miden la forma como la ciudadanía se identifica con la norma suprema. La primera de esas encuestas  se aplicó en 2003 y la segunda en 2011. Los datos son muy reveladores. Por ejemplo cuando se preguntó si la Constitución era adecuada para las necesidades del país, en 2003 la respuesta afirmativa fue 45.6%, mientras que en 2011 bajó al 27.8.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Al principio la apropiación de la norma fundamental por parte de los presidentes fue para apoyarse en el prestigio de la Constitución, pero luego se invirtió el efecto y los gobiernos comenzaron a lastrar la imagen de la norma. La siguiente fase se situó en el inicio de la transición, cuando los partidos, afectados por su prolongada exclusión y por la manipulación en su perjuicio de las normas constitucionales, exigieron que cada reforma contuviera los mayores detalles posibles. Esta tendencia se generalizó, reforzada por una desconfianza creciente entre los actores políticos.

Con el paso del tiempo la Constitución se ha convertido en la norma más flexible del ordenamiento nacional. Por la frecuencia y por la extensión de sus modificaciones ha dejado de ser un símbolo de la sociedad para transformarse en un instrumento de la elite del poder.

La Constitución fue la expresión de los ideales populares; ahora es la expresión de los intereses cupulares. Es un giro que ninguna norma de ese género soporta sin merma de su significado como símbolo de identidad y de cohesión.

Al acercarse el centenario de la Constitución, el balance de su situación no es halagüeño. No ha habido una técnica uniforme para su reforma, de manera que es un texto heterogéneo en los estilos y en la calidad. Tampoco se ha tenido el cuidado de mantener la unidad sistemática de una norma de esa jerarquía. En lugar de reglas generales, ahora también incluye disposiciones reglamentarias.

Una Constitución que gana en detalle pierde en estabilidad. Al consignar la gran cantidad de minucias que se le han incorporado, se hacen necesarios cambios incesantes así sea para ajustar cuestiones menores, como los segundos de duración de los spots de los partidos políticos, por ejemplo.

El constitucionalismo mexicano de la primera mitad del siglo XIX estuvo orientado por la idea de independencia. Sus objetivos se cumplieron. El de la segunda mitad de ese siglo fue regido por la idea de democracia, federalismo y laicidad. Estos objetivos se vieron afectados por la dictadura, y la Revolución intentó rescatarlos, adicionando lo relativo a los derechos sociales aunque empobreciendo lo que atañía a la democracia. Al margen del éxito o del fracaso de sus postulados, la Constitución simbolizaba lo que podía considerarse como una idea de nación.

Hoy el país se enfrenta a un vacío conceptual que hace de la Constitución un instrumento del poder, no de la sociedad. El contenido de la Constitución presenta enunciados contradictorios porque unos corresponden a principios sociales avanzados, otros a tesis conservadoras; unos siguen las pautas del positivismo y otros de jusnaturalismo; unos son de textura muy abierta y otros en extremo reglamentarios; unos son propios de los Estados federales, otros de los Estados unitarios; unos se inscriben en el catálogo del Estado de bienestar, otros en el de Estado subsidiario mínimo; unos son de carácter democrático, otros de contenido autoritario.

La manera desordenada de reformar y adicionar la Constitución no permite ver en ella una idea coherente de Estado. La Constitución perdió la unidad original que la hacía inteligible para la sociedad. Hoy se acerca al momento en el que sus opciones son tres: mantenerse en vida latente por tiempo indeterminado, produciendo un déficit de gobernabilidad creciente; ser objeto de una revisión a fondo para imprimirle una orientación democrática radical que permita a la sociedad hacerla suya de nuevo, o ser remplazada por una nueva Constitución.

En este proceso habrá que tener presente lo que Juan de Dios Bojórquez, constituyente y gran cronista de la gesta de Querétaro, dijo en 1938: “La carta magna de 1857 murió en Querétaro. Un día se borrará también la de 1917”.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 2 de febrero de 2014