Lo que nos queda de la Constitución*

Publicado el 11 de junio de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

Conforme pasa el tiempo la estima por la Constitución sigue a la baja. De haber sido una norma respetada por su significado social e histórico, hoy presenta un aspecto desordenado y asistemático cuya multiplicidad de estilos va de la elegante prosa de Jaime Torres Bodet en el artículo 3º, a la jerga tecno burocrática de muchas otras adicciones.

En los 97 años de su vigencia, la Constitución ha sido objeto de 216 decretos reformadores. El sexenio más parco fue el de Adolfo Ruiz Cortines: uno solo, para otorgar a las mujeres el derecho a votar. El mayor número corresponde al gobierno de Felipe Calderón: 35 decretos. Hasta ahora su más cercano “competidor” es Vicente Fox, con 18, al que sigue Luis Echeverría, con 14. Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz publicaron 7 cada uno. El gobierno actual ya cuenta con 11.

Durante las seis primeras décadas de la Constitución la técnica seguida para su reforma se ajustó a un modelo de concisión. Este estándar comenzó a variar conforme el sistema político se fue haciendo plural. En el periodo de la hegemonía nada se negociaba; fue a partir de 1977 cuando las fuerzas políticas exigieron la inclusión de detalles que las pusieran a resguardo de lecturas desventajosas. Esta tendencia se acentuó por la desconfianza en ascenso y tanto los gobernantes como sus opositores impusieron reglas cada vez más minuciosas. El resultado fue que para construir la democracia electoral se minó la democracia institucional, pues la abundancia de pormenores reduce los márgenes interpretativos de la jurisprudencia y la labor adaptativa de la legislación ordinaria.

La Constitución se ha transformado en un contrato entre los agentes políticos, lleno de particularidades circunstanciales. Al cabo de numerosas adiciones redactadas con ese estilo se ha desembocado en un articulado farragoso, ajeno a las funciones de una norma suprema. Se procuró que cada acuerdo entre los partidos perdurara como norma sin advertir la paradoja de volver efímera a la Constitución. Para hacerse una idea de lo que esto significa hay que tener presente que a los revolucionarios de Querétaro les bastaron 22 mil palabras para innovar el constitucionalismo contemporáneo, mientras que las modificaciones aprobadas el año pasado contuvieron 13 mil, sin contar sus abundantes transitorios. Hoy la Constitución se acerca a las 64 mil palabras; la desproporción es evidente.

Veamos otro ángulo: ¿qué subsiste de 1917? De los 136 artículos constitucionales, 29 siguen intocados. En su mayoría se trata de disposiciones secundarias, como la prohibición de títulos nobiliarios, obvia en una república; la extensión de Nayarit, innecesaria en una Constitución, o la obligación de publicar las leyes federales en los Estados, inútil desde hace tiempo. Otras, las menos, son relevantes y una es central: el artículo 39, según el cual la soberanía “reside esencial y originariamente en el pueblo [el que] tiene en todo tiempo el derecho inalienable de alterar o modificar su forma de gobierno.

Esos 29 artículos no modificados equivalen al 21% de los preceptos, pero su número de palabras, 1,687, corresponde a sólo el 2.4% del texto actual de la Constitución. Esto es lo que permanece de 1917, además de otras cuantas líneas en medio del palabrerío adicionado.

Aplaudo que se actualice la Constitución aunque no la forma de hacerlo. El artículo 57 tiene 6 vocablos desde hace casi un siglo, mientras que el 122 comenzó con 51 palabras y ahora alcanza las 3,162. Después de los cambios recientes el precepto de mayor longitud es el 27: 3,537 palabras. Sumadas estas dos disposiciones se acercan a la extensión de la Constitución de Estados Unidos y de todas sus enmiendas en más de dos centurias.

De la admirada obra queretana apenas quedan sus vestigios. Como Constitución histórica, ya no existe; como norma sistemática, tampoco. Mal redactada y peor estructurada, no es siquiera un modelo democrático. De 1917 se mantiene lo más objetable: el poder presidencial muy concentrado, propuesto por Venustiano Carranza como una medida temporal para permitir que se formara una nueva clase política, se organizaran los partidos y se institucionalizara la lucha electoral. Estos objetivos ya se alcanzaron pero la vieja decisión subsiste, ahora como arcaísmo. Lo provisional es de lo poco que se volvió perenne.

No hace falta preguntar hacia dónde vamos, porque ya hemos llegado: ningún Estado puede ser mejor que la Constitución que lo rige.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 18 de febrero de 2014