Los conservadores*

Publicado el 5 de agosto de 2014

Diego Valadés
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
@dvalades
valades@unam.mx

Uno de los riesgos del debate político es tomar la pendiente resbaladiza de anular al discrepante. Hay un enfoque radical conforme al cual las relaciones de poder sólo pueden ser de alianza o de contención. El constitucionalista del nazismo, Carl Schmitt, afirmaba que la política se reducía al binomio amigo/enemigo. Esto sólo es cierto en los regímenes totalitarios porque en la democracia no todo es rivalidad; ni hay enemistad por pensar diferente, ni la amistad implica obsecuencia y asentimiento incondicional.

Esta reflexión surge a partir de la tendencia a calificar, o más bien descalificar, como conservadores, a quienes no comparten algunas de las reformas introducidas a la Constitución y a las leyes federales. Es excesivo llamar conservadores a quienes defienden las normas incorporadas a la Constitución durante el periodo revolucionario. Con ese mismo criterio se podría plantear, por ejemplo, un cambio al artículo 3º para permitir la enseñanza religiosa en las escuelas públicas o derogar las normas constitucionales en materia de trabajo, anticipando que quienes se opusieran serían unos conservadores.

Tal vez esa forma de adjetivar no tiene el propósito de ofender a sus destinatarios sino el de confundir a la opinión pública. Es una vieja estrategia que figura en un texto decimonónico, rescatado del olvido hace cuatro décadas, titulado Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. El autor, Maurice Joly, recomendaba que la mejor forma de neutralizar el lenguaje del opositor era expropiárselo, de manera que se le combatiera usando su propia retórica. Espero que no lleguemos hasta allá y que en lugar de negar cualquier asomo de razón al discrepante, se produzca una recapitulación seria y responsable en torno a las consecuencias previsibles de las reformas aprobadas.

En el caso de los cambios en materia energética hay que partir del hecho político y jurídico de que ya sólo serán reversibles si se confirman sus efectos de acentuar la concentración de la riqueza y de ahondar la dependencia nacional, como muchos tememos. La tesis de su derogación mediante referéndum carece de fundamento constitucional. El procedimiento para reformar la Constitución figura en su artículo 135 y no en el 35, por lo que esperar once meses para confirmar el error será perder el tiempo, y el tiempo en política es un recurso no renovable.

El gran cambio de nuestro sistema jurídico y político está en un concepto que ha sido clave para el Estado a través de los siglos: la diferencia entre lo público y lo privado. Las oscilaciones han sido una constante a lo largo de los tiempos. En Roma el régimen mutó cuando la titularidad del patrimonio transitó del colectivo republicano a la institución imperial; el feudalismo se caracterizó por la apropiación fragmentaria de la riqueza y el absolutismo por la recuperación monárquica de la centralidad económica. Luego entraron otras categorías, como capitalismo y socialismo, o el sistema de economía mixta por el que optó el constitucionalismo de la Revolución mexicana.

Si ignoramos el sentido y la profundidad del cambio que vivimos podremos quedar atrapados en un discurso que no es conservador pero que acabará siendo paralizante. Las nuevas reglas implican un giro profundo en el concepto de propiedad y por ende de Estado. La respuesta no está en ofrecer resistencia al ordenamiento jurídico sino en adoptar instrumentos democráticos de compensación.

Hay que asumir la realidad y procurar las soluciones propias de una democracia avanzada. El aparato de poder es disfuncional porque fue diseñado para ejercer de manera centralizada la gestión del patrimonio público. Esta centralización generó las distorsiones administrativas y la corrupción que llevaron, entre muchas otras cosas, al pasivo laboral que tanta irritación produce ahora pero que antes también estaba ahí y se paga asimismo con los recursos generados por nuestros energéticos.

La anterior hegemonía de partido y la ausencia de controles congresuales, aún subsistente, facilitaron la disposición indebida de la riqueza nacional. Ocurrirá lo mismo con los futuros titulares de derechos patrimoniales sobre los energéticos. Es posible evitarlo si se faculta al Congreso para controlar de manera sistemática al gobierno, a los órganos autónomos y a los particulares que reciban contratos públicos. Así sucede en Estados Unidos y en las democracias europeas. Quienes se opongan al progreso democrático serán los verdaderos conservadores.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Reforma, el 5 de agosto de 2014