Baja California Sur y Quintana Roo frente al gobierno federal: a cuatro décadas de su conversión de Territorios en estados libres y soberanos

Publicado el 23 de octubre de 2014

Alfonso Guillén Vicente
Profesor-Investigador de la Universidad Autónoma de Baja California Sur
aquillenvic@gmail.com

Con la colaboración de Flor Jazmín Hernández Peláez y Perla Edith Jordán Romero.

Cabe preguntarse si existió, a lo largo de la historia contemporánea de México, una política coherente de la federación hacia las entidades federativas, particularmente hacia aquellas que tuvieron el estatus de Territorios.

Al examinar los casos de Baja California Sur y Quintana Roo, los estados más jóvenes del pacto federal, y su historia del siglo veinte, podemos apreciar algunos paralelismos interesantes y, en las décadas finales de la pasada centuria hechos que nos hacen pensar que sí hubo lógica en el trato que les dispensó el Ejecutivo de la Unión. Lógica, desde luego, sujeta al estira y afloja en la relación entre el poder central y los grupos locales en los distintos momentos históricos; relación estructurada y asimétrica que osciló, a nuestro modo de ver, entre aquellos periodos en que, de acuerdo a los cambios que sufría la acumulación capitalista, el Poder Ejecutivo Federal se encontraba en proceso de consolidación o reestructuración, y aquellas etapas en que desplegó por entero su dominio sobre las regiones.

Desde los años revolucionarios hasta la primera mitad de la década de los veintes, tanto en Sudcalifornia como en suelo quintanarroense, los grupos locales más poderosos y mejor conformados, los comerciantes, pudieron expresar mejor sus intereses a través de gobernantes nativos y electos por ellos mismos, a pesar de tener encima la disposición legal de que, por ser territorios, que- daban totalmente sujetos a la voluntad del Ejecutivo Federal en turno. Es el caso de Agustín Arreola hijo, por el Distrito Sur bajacaliforniano, y Pascual Coral por Quintana Roo; éste último, originario de Cozumel y descendiente de los pioneros que a mediados del siglo diecinueve repoblaron la gran isla mexicana del Caribe y que después serían, por variadas razones, el grupo económico político con mayor fuerza de aquella región: los comerciantes armadores (César y Arnaiz, 1993:44 y 56).

Tal situación puede explicarse no sólo por la lejanía de estas regiones y por la debilidad del poder central, sino más bien por la contribución de los actores locales al triunfo de alguno de los jefes revolucionarios y por el propio esfuerzo del Ejecutivo Federal en pactar con las regiones para ir construyendo el nuevo Estado-Nación.

Posteriormente en la década de los treintas, los citados territorios asumieron mejor su condición de total sujeción al poder central, al ver los sudcalifornianos suprimidos sus ayuntamientos, únicos espacios para expresar las demandas y los intereses de los grupos locales; o inclusive ver amenazada su existencia misma, como Quintana Roo, que sufrió la anexión de su parte centro-norte a Yucatán y su región sur a Campeche (César y Arnaiz, 1990:33). Esta situación no fue más que una de las tantas señales de que los proyectos regionales habían sucumbido frente a las necesidades del poder presidencial.

Con la década de los cuarentas, la industrialización y las grandes obras de infraestructura agrícola corren paralelas a un proyecto de modernización autoritaria en todo el país, y, por supuesto, en los territorios federales (Medina, 1979:93-94). Los enviados del centro a esas regiones son personajes con una bien cimentada relación con políticos nacionales derivada de compromisos heredados de las épocas de Obregón y Calles. Nos referimos al General Agustín Olachea Avilés y a Margarito Ramírez, aquel ferrocarrilero que parece cobrar el favor de esconder a Obregón cuando huía de la persecución Carrancista, con la gubernatura de Quintana Roo (1943-1958).

Según Alfredo César Dachary y Stella Maris Arnaiz (1990:37), Ramírez  “le da un fuerte apoyo a la burguesía comercial local, principalmente a la de Cozumel”, y durante su periodo gubernamental “se consolida el caciquismo pesquero de los Magaña en Islas Mujeres”. De hecho, sugestión se caracterizó por continuar en esa región del Sureste Mexicano, con el saqueo del siglo diecinueve, principalmente de maderas preciosas (César Dachary y Arnaiz Burne, 1993:59-60).

El fortalecimiento del papel presidencial en todos los órdenes de la vida mexicana a lo largo de los años cuarenta del siglo veinte no significó entonces la cancelación del rol de los gobernadores en las distintas regiones, sino más bien la entronización de generales y políticos que jugaron un  papel en la consolidación del Estado gracias a su participación en el sofocamiento de diversos levantamientos disidentes, como la rebelión delahuertista y la escobarista. El ejercicio del poder local, lo mismo en Sonora, Sinaloa, Guerrero y los territorios federales, corrió paralelo, en cuanto a su magnitud y alcances, a la práctica de presidencialismo por Ávila Camacho y Alemán Valdés.

Esto que hasta aquí hemos apuntado, de ninguna manera anula las diferencias que existen entre las dos regiones peninsulares. Una de ellas es, indudablemente la cuestión indígena en el caso quintanarroense. Se trata asunto maya que marcó de manera profunda, no sólo la historia de ese territorio desde mediados del siglo diecinueve hasta ya bien entrado el siglo veinte, con la denominada Guerra de Castas, sino todo el devenir histórico de la península de Yucatán y la frontera Caribe ( César D. y Arnaiz, B.,1993).

En la práctica, el territorio controlado por los mayas permaneció fuera del control de los distintos niveles de gobierno, primero por la resistencia indígena y después, ya en los años veinte y treinta del siglo pasado, más bien sujeto al cacique chiclero, gracias a un pacto del Ejecutivo Federal con el general May, desde el término de la Revolución hasta el cardenismo.

Con un diferente patrón de poblamiento, Quintana Roo fue desarrollándose a partir de las islas y de ahí a las costas peninsulares (César y Arnaiz, 1990:10). Isla Mujeres y Cozumel serán las primeras cabeceras delegacionales y los primeros municipios libres; los espacios urbanos más importantes estarán, aún hoy, en las costas: Chetumal, la capital, y Cancún, el eje del desarrollo y del crecimiento de su población. La historia de Sudcalifornia es como sabemos, distinta. Una población en sur que se consolida en la primera mitad del siglo diecinueve. En torno a la minería de metales preciosos y el comercio marítimo, y un circuito minero-comercial en el norte, en Mulegé, que se crea en torno a la explotación del cobre en las últimas décadas decimonómicas (González Cruz, 1991).

Las zonas de la media península que quedaron pendientes de poblar, Comondú y Pacífico norte, serán liberadas de la tutela extranjera ya en la década de los treintas del siglo veinte. Tanto los concesionarios extranjeros como los pescadores japoneses fueron desalojados de esas áreas por el interés y la decisión del propio Calles y de militares ligados a su proyecto, Abelardo L. Rodríguez y Agustín Olachea (Calles, 1991:273-274), ideólogos y promotores de las últimas grandes olas colonizadoras de Sudcalifornia e integrantes de un sólido grupo político-militar-empresarial que dominará el noroeste de México desde finales de los veinte a finales de los cincuentas y principios de los sesentas, a pesar del intento de interrupción llevado a cabo por el cardenismo. Dicho grupo, al que tampoco fue ajeno el general Bonifacio Salinas Leal, gobernador del territorio calisureño de 1959 a 1965,  se fortaleció notablemente a partir de la conformación del denominado bloque de gobernadores en la sucesión presidencial de 1940, que terminó por imponer la candidatura Manuel Ávila Camacho (Gonzalo Santos, 1984).

Un vital asunto común en la historia contemporánea de ambos territorios es el surgimiento del regionalismo, fenómeno de cultura política muy propio de sociedades periféricas y agredidas por poderes considerados extraños por los elementos locales. En el caso de Quintana Roo hay que subrayar que es la disolución del territorio la semilla del sentimiento regionalista. Este hecho, y, sobretodo, la forma en que se dio: la humillación de los habitantes de Chetumal, la antigua payo Obispo, a manos de los enviados de Campeche, provocó la formación del comité pro territorio a principios de los años treinta considerada la “primera expresión organizada política en la entidad” (César y Arnaiz, 1990:34). Aquí cabe hacer notar que por un error del decreto oficial, Cozumel e Isla Mujeres quedaron fuera de la anexión a Yucatán por más de tres años y que cuando por fin llegan las autoridades yucatecas a las Islas del Caribe mexicano ya está muy cerca la reinstalación del territorio por Lázaro Cárdenas. Para los quintanarroenses, como vemos, el regionalismo es, a diferencia de los sudcalifornianos, fundamentalmente un movimiento en contra de las entidades vecinas, Campeche y Yucatán, y no únicamente frente al centro.

Como en el caso de los gobernadores del territorio sur de la Baja California de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, la controvertida gestión de Margarito Ramírez en Quintana Roo (1943-1958) es otro de los factores que inciden en el surgimiento de movimientos cívico-políticos inscritos en la corriente regionalista. De esa época surgen el comité pro-gobernador nativo y el comité de lucha que mermaron el poder de don Margarito en 1956.

Desde finales de los años cincuenta, con el arribo de López Mateos a la Presidencia de la República se empieza a perfilar cambios sustanciales en la política de la federación hacia los territorios. Dichos cambios podrían resumirse en la ruptura del aislamiento de ambas porciones peninsulares y el empuje de un naciente grupo dirigente a nivel local que queda acreditado en las posiciones políticas que empiezan a ocupar (Preciado, 1987. César y Arnaiz, 1990).

A mediados de los sesenta estas transformaciones se complementan y consolidan con la llegada de dos políticos de estatura nacional al gobierno de los Territorios: Hugo Cervantes del Río a Sudcalifornia (1965-1970) y Javier Rojo Gómez a Quintana Roo (1968-1971). La promoción que ambos hacen de los políticos locales y las fuertes inversiones federales que permiten la creación de infraestructura y comunicaciones no hacen más que preparar la transición al estatus de estados libres y soberanos, la condición más eficaz para promover el desarrollo de ambas regiones de frontera.

A nuestro juicio, esta transformación no es más que otra faceta de la llamada tecnocratización del Estado Mexicano (Arnaldo Córdova, 1972). Se trata de una tarea más emprendida por ese “sector de intelectualidad mexicana, que se había venido integrando progresivamente a la estructura administrativa y política del Estado y que Vernon denomina técnicos” (Córdova, 1972:69). Con estas medidas de promoción regional se trataba, aunque parezca una paradoja, de fortalecer el poder presidencial, de engrandecer al gobierno central, pero de una manera eficaz (Córdova, 1972:87). Zonas del país convertidas en cotos particulares de saqueo, como Quintana Roo, o áreas desarticuladas, con sus recursos naturales subexplotados o para provecho de uno que otro político con poder regional, como la media península bajacaliforniana, no iba de acuerdo con el criterio de eficacia que se promovía desde el Centro.

Bibliografía

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