Los 33 años de combate a la corrupción en México

Publicado el 14 de mayo de 2015

Daniel Márquez Gómez
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
daniel6218@hotmail.com

Desde 1982, cuando se reformó el Título IV de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el Estado mexicano no había intentado una gran reforma para combatir la corrupción, como la que aprobó la Cámara de Diputados el pasado 26 de febrero.

Hoy se habla de un “sistema nacional anticorrupción”, olvidando que ya existe, en el ámbito federal, el cual está coordinado y articulado en tres pilares: el control interno a cargo de la Secretaría de la Función Pública, un cadáver que resucitó; el control externo a cargo de la Auditoría Superior de la Federación, instancia que con una sola herramienta —la auditoría— penosamente observa el 0.2% del total del presupuesto que se ejerce; cierra la pinza el Ministerio Público y las áreas de responsabilidades de las contralorías internas que imputan (no “fincan”) las responsabilidades y, en el caso del primero, consigna al infractor ante un juez penal, las segundas imponen sanciones “administrativas”.

En el ámbito patrimonial, la Auditoría Superior de la Federación, la Secretaría de la Función Pública y los jueces imponen las llamadas sanciones resarcitorias.

Hoy nos encontramos en un proceso para reformar o modificar los artículos 22, 28, 41, 73, 74, 76, 79, 104, 109, 113, 114, 116 y 122 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y la denominación del Título Cuarto de la ley fundamental a “De las Responsabilidades de los Servidores Públicos, Particulares Vinculados con faltas administrativas graves o hechos de Corrupción, y Patrimonial del Estado”.

Así, en el Dictamen se menciona que el sistema contará con un Comité Coordinador integrado por los titulares de la Auditoría Superior de la Federación, de la fiscalía responsable del combate a la corrupción, de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno, por el magistrado presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, el comisionado presidente del organismo garante que establece el artículo 6o. de la Constitución, así como por un representante del Consejo de la Judicatura Federal y otro del Comité de Participación Ciudadana.

La reforma, según el “Dictamen en sentido positivo a las iniciativas con proyecto de decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia del sistema nacional anticorrupción”, obedece a los siguientes aspectos: fiscalización, investigación, control, vigilancia, sanción, transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana.

Sin prejuzgar sobre las buenas intenciones de la clase política del país en materia de combate a la corrupción, al contenido del dictamen se le pueden realizar tres observaciones básicas: a) la de crear un sistema “anticorrupción” que ya existe, olvidando que la falla está en la escasa coordinación entre los órganos encargados del control interno, externo y de persecución de los delitos; b) el gusto por los “comités”, al crear uno coordinador y otro ciudadano, lo que olvida la vieja frase napoleónica: “si quieres que algo se haga, encárgaselo a una persona; si quieres que algo no se haga, encárgaselo a un comité”, y c) la desnaturalización del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, instancia a la que se encomienda aplicar sanciones en el caso de “faltas graves”, con lo que se le integra a la administración activa y pierde independencia como tribunal contencioso administrativo ¿Podremos confiar en el futuro en la imparcialidad de sus determinaciones? Otro olvido es la incomprensión de los límites de cualquier reforma legal, lo que falta es voluntad política para romper los fuertes nexos de familia, intereses y negocios.

La reforma para crear el sistema nacional anticorrupción merece un mejor diseño a partir de un gran consenso nacional, no acuerdos entre los fiscalizados. A 33 años de la reforma de 1982, el dictamen analizado muestra la carencia de compromiso de la clase política con un efectivo combate a la corrupción.