El nuevo sistema de combate a la corrupción en México

Publicado el 26 de mayo de 2015

Daniel Márquez Gómez
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM
daniel6218@hotmail.com

El problema de la corrupción en el México moderno es un tema antiguo, su génesis es parte de dos ideas básicas: una administración pública que se considera patrimonio personal del poderoso en turno (recuérdese el tema de la venta de cargos públicos en el siglo XVI, en la época de Felipe II, en España) y la anomía legal que se deriva de una administración pública acostumbrada a violar la ley (el famoso acátese pero no se cumpla).

En el siglo XX la renovación moral de 1982 nos heredó la reforma del Título IV de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, con la pretensión de contar con herramientas sólidas para combatir la corrupción; sin embargo, el experimento terminó en fracaso: treinta y tres años después la corrupción continúa siendo uno de los problemas estructurales del Estado mexicano.

El pasado 26 de febrero, la Cámara de Diputados aprobó una reforma o modificación a los artículos 22, 28, 41, 73, 74, 76, 79, 104, 109, 113, 114, 116 y 122 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y la denominación del Título Cuarto de la ley fundamental a “De las Responsabilidades de los Servidores Públicos, Particulares Vinculados con faltas administrativas graves o hechos de Corrupción, y Patrimonial del Estado”.

Se alude a un “sistema nacional anticorrupción” que contará con un Comité Coordinador integrado por los titulares de la Auditoría Superior de la Federación, de la fiscalía responsable del combate a la corrupción, de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno, por el magistrado presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, el comisionado presidente del organismo garante que establece el artículo 6o. de la Constitución, así como por un representante del Consejo de la Judicatura Federal y otro del Comité de Participación Ciudadana.

La reforma, según el Dictamen, obedece a los siguientes aspectos: fiscalización, investigación, control, vigilancia, sanción, transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana.

En otro momento ya me referí a tres problemas básicos de la reforma: a) la creación de un sistema “anticorrupción” que ya existe, olvidando que el problema consiste en la escasa coordinación entre los órganos encargados del control interno, externo y de persecución de los delitos; b) la creación de “comités”, uno coordinador y otro ciudadano, lo que olvida la vieja frase napoleónica: “si quieres que algo se haga, encárgaselo a una persona; si quieres que algo no se haga, encárgaselo a un comité”, y c) la desnaturalización del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa, instancia a la que se encomienda la aplicación de sanciones en el caso de “faltas graves” y asignarle la responsabilidad de conocer del “recurso de revisión”, con lo que traslada de las contralorías a ese tribunal la crítica de ser “juez y parte”, se le integra a la administración activa y pierde independencia como tribunal contencioso administrativo.

Ahora es necesario mencionar otros problemas, como el de la deficiente construcción típica del ilícito de enriquecimiento ilícito y sus requisitos de procedencia, que lo transforman en un delito imposible. Lo que impacta en la reforma al artículo 22 constitucional y su pretensión de aplicar la extinción de dominio en esos casos.

El involucramiento de las Cámaras de Diputados y Senadores en la designación de algunos titulares de órganos de control interno, que se destaca en los artículos 28, 41, 74 y 76, lo que lleva a la politización, partidización y al compadrazgo o nepotismo en la asignación de puestos en los órganos de control interno en los organismos con autonomía constitucional.

La centralización del combate a la corrupción y de las responsabilidades administrativas, vía leyes generales, plasmada en el artículo 73 constitucional, lo que en sí mismo no es negativo, pero que impacta en nuestro federalismo que se resiste a consolidarse y merma la competencia de las entidades federativas —los estados— en materia de combate a la corrupción y la consolidación de una administración pública apegada a la ley en el ámbito local. También el llevar algunos contenidos orgánicos del Tribunal Federal de Justicia Administrativa —que se crea— a la Constitución, lo que demuestra un desconocimiento de la técnica legislativa y una desnaturalización de la Constitución al transformarla en “ley reglamentaria” de ese tribunal.

Otra crítica se asociaría a la negativa de crear un efectivo tribunal de cuentas en México, al mantener sujeta a la Auditoría Superior a la Cámara de Diputados, como lo prescribe el artículo 74 en materia de coordinación y evaluación, esa circunstancia menoscaba su autonomía y sujeta a quien ejerza la responsabilidad de auditor al calendario político. También llama la atención el “maquillaje” que se da ese precepto a sus facultades, sobre todo que no se considere a la Auditoría Superior como una autoridad en materia contable y de rendición de cuentas.

Un punto positivo es la declaración de situación patrimonial y de intereses del artículo 108 constitucional, sin embargo, ¿no era en sí misma la declaración de situación patrimonial bien entendida una declaración de intereses? Además, lamentablemente no se aprovechó la oportunidad para romper el círculo de impunidad con el que se protege al presidente de la República contenido en ese mismo precepto.

Asimismo, destaca en el artículo 109 la responsabilidad de la Auditoría, las contralorías y el Consejo de la Judicatura de “investigar y sustanciar” faltas graves, lo que sobrecarga a esos órganos que ya tienen encomendadas labores administrativas cotidianas.

Por supuesto, la reforma no se agota en estas reflexiones, pero sí podemos advertir un sistema sobrecargado, disfuncional, con infinitud de cargas de trabajo, en el que paradójicamente —y en demérito de sus autores— por ningún lado se menciona de qué manera se involucra a la transparencia y al ciudadano —más allá del “comité” que se crea— en el combate a la corrupción.

Un espacio diferente merece un problema estructural: no importa el calado de la reforma constitucional y legal mientras se carezca de la voluntad política para romper los fuertes nexos de familia, intereses y negocios. Quien opere el sistema debe sancionar —si es necesario— a los políticos, servidores públicos y a sus familiares consanguíneos o por afinidad, e incluso por parentesco religioso, como por ejemplo los famosos “compadres”.

Por lo anterior, la reforma aprobada en materia de combate a la corrupción está mal diseñada, mal pensada, no toma como punto de partida la experiencia del pasado, asó como tampoco construye un sistema confiable de combate a la corrupción para el presente, por lo que de nuevo, en algunos años —esperemos que no sean treinta y tres—, tendremos que repensar el combate a la corrupción en nuestro país.