La impunidad y sus males1

Publicado el 10 de diciembre de 2015

José Ramón Cossío Díaz
Ministro de la Suprema Corte de Justicia,
jramoncd@scjn.gob.mx,
@JRCossio

La función más importante del derecho es la regulación de las conductas humanas. A lo largo de la historia este objetivo se ha logrado mediante el ofrecimiento de premios pero, sobre todo, con la amenaza de castigos. Estos se han hecho recaer en la vida, el cuerpo, la libertad o el patrimonio de las personas o de los grupos. Para impedir que unos maten a otros, se han previsto penas de muerte o de prisión; para lograr que los deudores paguen sus deudas, la posibilidad de ejecuciones forzadas sobre parte de sus bienes o todos ellos. Quien tiene hijos ha contratado a un trabajador o ha recibido un crédito, sabe que responde con su patrimonio por el incumplimiento de sus obligaciones.

Establecidas las conductas que deben realizarse y las que pueden dar lugar a las sanciones, los órdenes jurídicos prevén también los procesos mediante los cuales ciertos órganos autorizados pueden determinarlas y ordenar su ejecución. En distintos momentos de la historia, tales tareas correspondieron a sacerdotes o monarcas. En la actualidad, se encomiendan a los funcionarios estatales especializados llamados juzgadores. Frente a ellos se instruyen procesos en los que, una vez que las partes han sido escuchadas, sus pruebas valoradas y sus argumentos atendidos, se dictan sentencias donde se ordena, en su caso, la imposición de la sanción que corresponda. La libertad del culpable se verá afectada con años de cárcel, o su patrimonio mermado con multas a favor del Estado o restituyendo a un particular las cantidades que se le adeuden.

La anterior es la descripción estándar del funcionamiento general de los órdenes jurídicos. La realización más o menos común de las conductas que las sociedades de determinado tiempo consideran deseables, va lográndose mediante la amenaza de sanciones u otorgamiento de premios previstos por el legislador e impuestos, cotidiana y concretamente, por los juzgadores. La mecánica operativa es clara en su abstracta descripción: la previsión de conductas a realizar y las sanciones imponibles por su incumplimiento; procesos para determinar las violaciones a las obligaciones y la identificación del responsable; imposición coactiva de sanciones. Más allá de las críticas sustantivas que pueda merecer esta dinámica, lo cierto es que mediante ella tratan de ordenarse en las sociedades las conductas individuales de sus miembros y, con ello, algunas de las formas elementales de convivencia que nuestra modernidad considera deseables.

¿Qué pasa cuando algo falla en el sistema de control social impuesto por el derecho? ¿Qué pasa cuando no se describen bien las obligaciones a realizar o los obligados por ellas, o no se determinan adecuadamente las correspondientes sanciones? ¿Qué pasa cuando quien incumplió con lo que debía no puede ser identificado, o si lo es no puede ser llevado a proceso, o si lo fue, no pudieron probarse sus conductas, o si esto último aconteció, pudo corromper a quien lo juzgó? Por simple que parezca, todas las respuestas conducen a un mismo punto: a la impunidad. Esto es, a la imposibilidad de que quien deba ser sancionado por la realización de conductas consideradas reprobables, no lo sea por defectos de uno o más componentes del sistema. Por la mala técnica legislativa utilizada, la incapacidad estatal de identificar hechos y delincuentes, la deficiente preparación judicial o la abierta corrupción de los funcionarios. En lo individual, la impunidad permite que quien actuó mal no reciba el castigo que socialmente merece y la posibilidad de que actúe nuevamente contra el colectivo; en lo social, la impunidad evita la ordenación generalizada. Lo verdaderamente grave con la impunidad es que finalmente el sistema jurídico deja de cumplir con sus funciones, en mucho por la incapacidad de los agentes que, se supone, debieran mantenerlo. Pensar detenidamente cómo se da la impunidad y cómo evitarla en todos los niveles, es una de las tareas más relevantes de la construcción social. De ello depende nada menos que el mantenimiento constante de la convivencia común.

NOTAS:
1. Se reproduce con autorización del autor, publicado en El País, el 1 de diciembre de 2015.



Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV