Desde el país de las mil colinas

Publicado el 20 de enero de 2016

Ricardo Méndez-Silva
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM,
rmendezsilva@gmail.com

Ruanda es un país pequeño de 26, 340 kilómetros cuadrados; se encuentra cercado por la contigüidad geográfica de Uganda, Burundi, Tanzania y la República Democrática del Congo en una región en donde los conflictos traspasan con naturalidad las porosas fronteras estatales. Su historia no es muy distinta a la del mosaico de los países africanos, surcada por colonizaciones europeas, santificadas en su día como una misión sagrada de civilización. El advenimiento de la era de las Naciones Unidas impulsó el proceso de descolonización y de este modo Ruanda alcanzó la independencia el 1o. de julio de 1962. En la composición étnica de la nación actúan dos ramas principales: los hutus, población mayoritaria y con más largo tiempo en el territorio, y los tutsis, la minoría beneficiada por un predominio político a lo largo de los años. Ambos grupos han coexistido durante siglos, entrampados en rencillas enconadas y oposiciones conflictivas.

En virtud de su topografía de elevaciones montañosas y valles generosos, se le ha conocido con el sobrenombre del “país de las mil colinas”, también se le asocia con “Los gorilas en la niebla”, que relata la vida de Dian Fosey, antropóloga sacrificada en la defensa de los grandes simios e inmortalizada por una película memorable.

La mayoría recordamos el genocidio pavoroso que pareció cerrar el transcurrir violento del siglo XX. La carburación fanática y las enemistades lacerantes entre las dos etnias hicieron erupción el 6 de abril de 1994 a raíz del atentado contra el avión en el que viajaba el presidente del país, Juvenal Habyarimana. El clima para la masacre había venido madurando meses antes, la radio oficial satanizaba a los tutsis y convertía al odio racial en una siniestra profesión de fe. El Relator de las Naciones Unidas para las Ejecuciones Extrajudiciales alertó hacia fines de 1993 que las condiciones para la comisión de un genocidio estaban en marcha, pero sus palabras se toparon con la indiferencia internacional. Por lo tanto, Naciones Unidas había creado una misión para el mantenimiento de la paz, pero el Consejo de Seguridad de la ONU ordenó la reducción de sus miembros de 2500 a 300 efectivos. Al mando de la operación estuvo un personaje señero en ese parteaguas del destino, Romeo Dalliare (de nacionalidad canadiense) que salvó, aunque con resultados exiguos, el honor de una comunidad mundial, distante e impasible.

El desastre aéreo detonó la rabia; los tutsis estaban identificados con minucia y se ensañó igual contra los hutus opuestos al exterminio, a tal punto que la primera ministra, Agathe Verilingiyiama, una hutu moderada, fue atacada y asesinada en su casa al día siguiente por una turba desquiciada. La enajenación alcanzó dimensiones asombrosas; recuerdo el caso de un hombre hutu en una plaza pública que frente a una multitud enardecida degolló a su esposa de la etnia tutsi, y estimulado por la salvaje gritería hizo lo mismo con los hijos del matrimonio. No fue el genocidio conocido con mayor número de víctimas pero sí el que logró eliminar al mayor número de personas en el lapso breve de tres meses; no fueron necesarios los hornos crematorios del nazismo, bastaron los machetes furibundos y los linchamientos demenciales para acabar con las vidas de ochocientos mil seres humanos.

Hubo actos de heroísmo para defender a las víctimas; el disminuido contingente de Naciones Unidas logró poner a salvo a unas veinte mil personas, muy pocas en número, dado el total de víctimas, pero significativo en términos humanos por la desmesura criminal. ¿Cómo es posible que los testigos de ese espanto pueden soportar las marejadas de sangre, la agonía de miles y miles de personas, los cadáveres descuartizados tumbados en medio de la exuberante vegetación que al contrario es un mensaje de vida totalitaria. Acaso la respuesta se encuentre en el intento del general canadiense Dalliare de suicidarse.

Así, Naciones Unidas creó un tribunal internacional para juzgar a los responsables de los actos genocidas luego del triunfo del Frente Revolucionario Ruandés de los tutsis, y el país echó a andar procesos aldeanos de justicia. De este modo, la población reunida escucha a los presuntos responsables de las masacres y si aceptan su culpabilidad y juran su arrepentimiento sólo son condenados a prestar servicio comunitario por un lapso determinado de reclusión. Es un caso rarísimo en el cual se busca aplacar la venganza y restituir los tejidos de la convivencia. Hace años El País ofreció el reportaje de un partido de futbol organizado en una comunidad, en donde los equipos estaban formados de una parte por hutus, que recibieron el nombre deportivo de los “Prisioneros” y, de la otra, por tutsis llamados las “Víctimas”. El campo de juego era terroso, los espectadores se arremolinaban a las orillas del mismo, pues ni soñar algo remotamente parecido a un estadio. Como en ocasiones prevalece la justicia natural, en esa oportunidad el equipo victorioso fue el de las “Víctimas”.

Viene a cuento este recuerdo porque una de mis mejores alumnas a lo largo de mi labor docente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM: Anais Kammfer, quien obtuvo en la materia la calificación óptima y se graduó con honores; continuó con dos posgrados, uno en Holanda y otro en Ginebra, siendo la mejor estudiante en ambos empeños entre compañeros de numerosos países; finalmente, ganó un concurso para ingresar al Comité Internacional de la Cruz Roja y al momento labora en Ruanda supervisando las prisiones del país, una tarea humanitaria que la enaltece, a la vez que honra a su facultad. Nos ha enviado algunas notas a sus familiares y amigos sobre su experiencia; nos cuenta, por ejemplo, que la capital Kigali en donde reside es muy segura, inclusive ha sido reconocida con esta calidad para el turismo, subrayo esto por si alguien deseara aventurarse al país de las mil colinas.

En los veinte años que han transcurrido desde el genocidio se ha modernizado sensiblemente, la surcan amplias avenidas y está adornada por bellos jardines, cuenta con edificios deslumbrantes y no son pocos los restaurantes y bares de actualidad que se ofrecen al solaz de propios y extranjeros. Nadie pensaría que fue escenario de aquellas matanzas indecibles. Claro, al país le falta todavía para ingresar al primer mundo, subsisten taras del subdesarrollo y de la injusticia social congénita; el 45% de la población vive bajo el umbral de la pobreza; la mortandad infantil arroja cifras deprimentes, no obstante, el apoyo externo, principalmente de la Unión Europea, de Japón y de China que desde hace años ha puesto la mira en el Continente africano, unido a la vocación industriosa de los ruandeses rinde frutos, crece desde 2006 a un ritmo del 8% anual, con una ligera baja en 2014.

En una de sus notas, Anais relata sus temores iniciales al ir de visita a los centros de reclusión, temores que se disiparon al ser recibida por los reclusos con curiosidad y amabilidad, nos habla de la universalidad del ser humano en todo tiempo y en todo lugar por encima de las perversidades. Es muy emotivo el episodio de una carta que debía entregar a una de las prisioneras remitida por su hijo de ocho años de edad al que había dejado de ver desde bebe; la mujer saltó de alegría al saber que la carta la había escrito el niño y que ya había aprendido a leer y escribir. Hemos dejado de valorar el bien supremo del alfabetismo siendo como lo es un pasaporte hacia la elevación del espíritu y a la realización de una persona. Esta verdad elemental nos la recuerda esa madre africana. De la última nota enviada por Anais con motivo del fin de año entresaco algunos párrafos. Sean pues de ella las palabras:

“La verdad es que cada vez me enamoro más de Kigali, de Ruanda y de mi trabajo en el CICR. Hasta ahora lo más bonito de mis labores siguen siendo las visitas a las prisiones, son un pequeño universo con su propia vida cotidiana, su propio gobierno, escuela, clínica, hasta equipo de futbol, en verdad los detenidos son muy lindos y atentos con nosotros. He aprendido a decir algunas palabras en kiniyarwada, el idioma local; se botan de la risa al ver a una mujer blanca saludarlos maramutse amakura (¿hola cómo estás?).

“En el centro al que asistimos están detenidos niños y adolescentes y los ayudamos a escribirles a sus familiares. Al principio todo es un relajo pero en cinco minutos se impone un orden natural, todos calladitos, los mayores ayudan a los chiquillos en la tarea de escribirle con todo cariño a la mamá, al papá, a la abuela, al hermano; siempre recordaré cómo vuelca el alma en esos mensajes ilusionados. Deben firmar las misivas, faena casi imposible pues muchos de ellos todavía no saben escribir, les damos una pluma y poquito a poco llegan a la línea punteada del papel y no sin dificultad estampan un garabato que tratan de que tenga un toque elegante y que se convierte en el signo de su identidad. Si vieran el orgullo que demuestran cuando firman como si dijeran, sí soy yo y aquí detenido sigo siendo un ser humano, importo, tanto que hasta firma tengo”.




Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV