Una nueva Inquisición1

Publicado el 29 de enero de 2016

Luis de la Barreda Solórzano
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del
Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM,
lbarreda@unam.mx

Un fantasma perverso recorre la causa de los derechos humanos: el fantasma de la deriva punitivista, el cual aconseja que todo señalamiento de un servidor público como responsable de violación a esos derechos, independientemente del sustento probatorio, debe culminar en una severa sentencia condenatoria.

Por supuesto, todo atropello de la autoridad contra cualquier persona amerita el castigo proporcional a la gravedad del ilícito. La impunidad atenta contra la vigencia efectiva del Estado de derecho. Pero si la acusación y la condena se hacen sin las pruebas que demuestren la culpabilidad del acusado, se estará procediendo como lo hacía la Santa Inquisición.

Sin embargo, ha ocurrido que se formulen acusaciones y/o se dicten condenas carentes de pruebas contra los acusados ante la celebración o el silencio de las ONG, partidos políticos (salvo que el acusado sea un correligionario) y columnistas. Quien se atreviera a alzar la voz ante el tribunal inquisitorial defendiendo a una bruja o a un hereje se exponía a que se le acusara de cómplice. Ahora, quien cuestione una acusación por violación de derechos humanos quizá tema que se le tilde de simpatizante del perpetrador. Qué ironía: los derechos humanos surgen en el Siglo de las Luces, entre otras cosas, en oposición a los juicios inquisitoriales, y ahora existe una tendencia que propugna juicios inquisitoriales contra todo acusado de violar derechos humanos.

Recordarán los lectores menos jóvenes el episodio sangriento del asalto y la recuperación del Palacio de Justicia en Bogotá. El 6 de noviembre de 1985 fue ocupado a sangre y fuego por el grupo guerrillero M-19, que tomó como rehenes a 350 personas entre magistrados, consejeros, empleados y visitantes. Demandaba que el Presidente de la República acudiera al palacio para ser sometido a juicio público. (Pablo Escobar reveló, mucho después, que había pagado siete millones de dólares al M-19 por el ataque a fin de presionar a los magistrados para que no concedieran las solicitudes de extradición de narcos a Estados Unidos). El Ejército intervino. El saldo del enfrentamiento fue de más de 100 muertos, entre ellos 11 magistrados de la Corte Suprema y siete desaparecidos.

Ventidós años después se detuvo al coronel Alfonso Plazas Vega. En segunda instancia se le impuso la pena de 30 años de prisión por la desaparición del administrador de la cafetería del palacio —a quien se consideró cómplice de los guerrilleros— y de una guerrillera. Hace un mes, cuando el coronel llevaba ocho años y medio en prisión, la Corte Suprema de su país lo absolvió. No había pruebas creíbles de su culpabilidad.

Un testigo, el cabo Édgar Villamizar, dijo en 2006 que en la mañana del 7 de noviembre de 1985, en la Escuela de Caballería a donde fueron llevados algunos de los detenidos, escuchó al coronel Plazas Vega decir: “Cuelguen a esos hijueputas”. Otro testigo, el suboficial Tirso Sáenz, sostuvo que estando en esa escuela vio bajar de un tanque a seis civiles, quienes serían torturados y desaparecidos. La Corte Suprema ha demostrado que dichos testigos no vieron ni oyeron lo que atestiguaron, pues no estuvieron en la Escuela de Caballería y que no fue el coronel Plazas Vega quien estuvo al mando del operativo militar, además de advertir que no se entiende por qué Villamizar demoró 21 años en rendir su testimonio. La fiscal del caso fue Ángela Buitrago, hoy miembro del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, que revisa el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos.

En México presenciamos atónitos, durante varios años, la actuación de la Fiscalía para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, cuyo titular Ignacio Carrillo Prieto, en vez de indagar los hechos que le correspondía esclarecer, acusó sin pruebas a chivos expiatorios, aunque ninguna de sus acusaciones prosperó, porque jueces objetivos e independientes las echaron abajo. Finalmente, el exfiscal fue condenado a 10 años de inhabilitación para ocupar cargos públicos y al pago de 11 millones de pesos por no comprobar el destino de más de nueve millones, parte de los cuales entregó a personas ajenas a la institución.

NOTAS:
1. Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 21 de enero de 2016.



Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV