LA FUNCIÓN DEL JUZGADOR Y SU IMPACTO SOCIAL *

José Luis GÓMEZ MOLINA **

El derecho está presente en toda la vida humana, pues donde hay hombre hay sociedad y donde hay sociedad hay derecho. Desde las relaciones interpersonales hasta la de los reinos de la cultura y del espíritu y las que se dan en el ámbito de la política, la más alta actividad humana temporal y, por lo mismo, la que debe servir a las demás es el derecho. No es necesario ponderar lo que significa para quienes, como nosotros, el derecho es vocación de vida, trabajo cotidiano y posibilidad de realización humana.

En el albor de la humanidad, las normas legales eran desconocidas. Apenas si la red de las costumbres, los mitos religiosos y la imposición de los vencedores en las guerras, señalaban pautas de conducta en la convivencia humana. Fue merced a la evolución y a la supremacía de los méritos morales sobre los meros impulsos de la fuerza, como el derecho apuntó en el horizonte de las sociedades. Su paulatino crecimiento se fue cristalizando cada vez con características más definidas y distintas, hasta corporeizarse en los códigos supremos, concreción la más alta de la civilización y la cultura, y sujeción la más libérrima de la inquieta voluntad del hombre a un orden jurídico fundamental, escrito y rígido.

Una Constitución es un verdadero capítulo de historia patria. Una síntesis que encierra el pasado doloroso de un pueblo ávido de justicia y de paz, y el porvenir que se adivina tranquilo cuando ese mismo pueblo

blo descansa en la seguridad de que sus garantías serán protegidas. No hay, por lo tanto, encomienda más enorgullecedora que la de ser intérprete de la Constitución y celoso guardián de su observancia.

"...Que todo aquel que se queje con justicia", decía Morelos, "tenga un tribunal que lo escuche y lo defienda contra el arbitrario". Este apotegma sigue siendo fuente inspiradora en la labor de la judicatura y, más aún, un compromiso para quienes, cada día, la llevamos a cabo. Tal ideario sigue vigente en el ánimo de quienes integramos la institución que, a través de los años, ha servido al pueblo de México, brindándole imparcial justicia a sus miembros y compartiendo su profundo anhelo de justicia. Por eso pretendemos dejar constancia de que las enseñanzas del gran Morelos son practicadas diariamente en todos los tribunales y siguen siendo fuente inspiradora de nuestra cotidiana labor en la judicatura y un compromiso que cada día debemos honrar con nuestro desempeño; pues somos usufructuarios de la confianza que la sociedad nos ha depositado.

La justicia no es tan sólo un concepto abstracto, sino que su noción debe concretarse en acciones e impartirse de forma democrática, sin distingo de ninguna clase para que iguale a todos frente a la ley, al comprender que: "Sin justicia no hay libertad y que la base de la justicia no puede ser otra que el equilibrio entre los derechos de los demás con los nuestros". El contacto con la justicia revela que en ella se encuentra el fundamento de la existencia, aunque no son pocos los que, por escepticismo, le han perdido la fe. Quienes hacen valer el derecho, como vía para la realización de lo justo, se han convencido que la función del derecho tiende a ser algo más que "letra muerta", transformándose en forma efectiva de vida social. Cuando los mexicanos, conocedores o no de la ley, vuelven sus ojos a los tribunales, la ven revestida de claridad, porque justicia y derecho se enlazan aquí en aras de la convivencia, acercando hasta donde sea posible, la realidad de la justicia lograda, al ideal de la justicia aspirada.

Nadie duda que nuestra época vive bajo el signo de la inquietud y la repulsa: el derecho no se ha escapado a la incredulidad y la justicia es considerada frágil e insuficiente; a quienes proclaman el derecho como salvaguarda del orden y la libertad, se oponen los que naturalmente desembocan en el anarquismo. Pero el derecho no es, tomado en su conjunto, más que un simple enunciado abstracto, la designación de aquello que los hombres no tienen más remedio que hacer por el hecho estricto de vivir en sociedad. Aciertan pues, los que piensan que el juez, al aplicar el derecho, vive una situación angustiosa y dramática, máxime cuando se tiene en cuenta el sabio principio aristotélico de que en la sentencia el juez y la justicia se hayan consustanciados, toda vez que "ir al juez es ir a la justicia porque él nos representa la justicia viva y personificada". Quienes consagran su vida a la administración de justicia, en posiciones que pueden ser modestas o relevantes, pretenden ser un reflejo del limpio ideal aristotélico. La incomprensión y la amargura que frecuentemente les agobia, tienen, a cambio, la compensación que deriva de haber ofrecido mayores posibilidades al imperio de la ley, como el mejor instrumento del bien común.

Se habla de corrupción, pero contra esa genérica imputación que se hace sin pruebas y sin seriedad alguna, existe la opinión generalizada en toda la República, de que no la hay en la administración de la justicia. Sin embargo, es preciso puntualizar que cuando existe un funcionario venal, es siempre porque hay alguien que lo corrompe o pretende corromperlo. Se critica al que acepta la dádiva y no al que la da o la ofrece. Tan culpable es uno como el otro. Desgraciadamente el resultado de esos ataques es que se va creando un sentimiento de desaliento y desconfianza en la justicia y ese ambiente no es ciertamente el propicio para una buena administración de justicia.

Debemos convenir en que administrar justicia es tarea difícil, porque siempre habrá intereses que se sienten lesionados, que no admiten un fallo adverso, que no consienten en que no en todos los casos les asiste el derecho. Y en inútil desquite, los eternos inconformes gritan, critican, calumnian y lanzan cargos al funcionario, unas veces ocultamente (tiran la piedra y esconden la mano), otras deformando impresionantemente en las publicaciones que hacen al efecto, las resoluciones dictadas y como comprenden que el juez no puede ni debe entrar en polémicas, el ataque es más artero. Yo estimo que es también una de las importantes responsabilidades de los abogados el ejercer su profesión con limpieza, decoro y honestidad y que si estas cualidades se exigen a los jueces, se exijan también a los abogados.

Por su parte, el Poder Judicial federal es inflexible con el funcionario judicial que no cumple con sus deberes, pero su actitud se frustrará si hay quien lo asedia e inclina al incumplimiento de sus obligaciones. Los colegios de abogados deben redoblar sus esfuerzos para evitar actividades tan antiprofesionales e injustas, pues no es sensato pedir que solamente una parte cumpla con sus deberes, cuando las dos están obligadas a cumplirlos. Debemos felicitarnos de que contemos en el Estado y en la República con muchos funcionarios y empleados que sirven a la administración de justicia incansable y honestamente.

Administrar justicia es función seria y difícil, ustedes lo saben mejor que nadie. Aplicar el derecho, dirimir las controversias con sentido jurídico y humano, es contribuir a la realización de la justicia y de la paz social pero ¡qué grave responsabilidad entraña el ejercicio de esta función! Tan importantes son el derecho y la justicia para todos los pueblos, pues tenemos fe inquebrantable en el triunfo definitivo del derecho como el mejor instrumento de la convivencia humana, en la justicia como el destino normal del derecho, en la paz como el fruto generoso de la justicia, y sobre todo en la libertad porque, sin ella, no puede existir el derecho, ni brillar la justicia y nunca podremos conquistar la paz.

Profundos, hermosos e inobjetables conceptos. Sí, es absolutamente cierto lo que ellos expresan: lo fundamental es la justicia y la base firme, la piedra angular de la vida civilizada, de una vida institucional, son el derecho y la justicia. Pero la justicia como ideal, como valor, exige ser realizada y esto no puede lograrse sino mediante el órgano adecuado. En otras palabras, sin jueces, sin tribunales que apliquen el derecho, no es posible la justicia, ni la convivencia humana, ni la paz, ni la libertad. Las Constituciones, las leyes, los ordenamientos jurídicos cualesquiera que sean, vendrían a convertirse en letra muerta si no existieran tribunales que mantuvieran lo que en ellos se ordena y que castigaran a quienes los vulneran. Los contratos no tendrían eficacia si no existiera el juez que condenara al que no cumpliera lo pactado.

Todo esto es claro y sencillo; sin embargo, qué caminos tan largos, tan arduos, tan penosos han tenido que recorrer los pueblos, las naciones, la humanidad entera para convencerse de que el derecho es el mejor instrumento de la convivencia humana. La lucha por el derecho de los pueblos y entre las naciones es la historia más importante y trascendental de la humanidad.

El derecho necesita a su vez atender a los requerimientos sociales de cada pueblo, de las naciones entre sí y, además, a la creación de tribunales adecuados que lo apliquen y los cuales los jueces tengan un mínimo de cualidades y gocen de libertad e independencia para ejercer sus funciones. Es entonces cuando la realización del derecho, de la justicia, va complicándose más y más porque surgen a cada paso problemas de una asombrosa y creciente complejidad. Todos los ordenamientos legales nada significarían, si no existieran tribunales que velaran por su aplicación y por su cumplimiento.

La opinión pública tiene una fuerza determinante para juzgar todo cuanto acontece en la sociedad. De ahí emanan las más encendidas voces de reconocimiento y de aplauso, y también las condenas más rigurosas en torno a lo que dejó de hacerse o se hizo mal por parte de funcionarios o responsables de todo cuanto sucede en la vida de un país. Y si alguien dice que hay que aplicar normas claras en las acciones públicas, que hay que limpiar el ámbito de la ciudad o del Estado de lo que es turbio, ofende o daña a la ciudadanía, entonces la opinión pública dice que quien quiere poner el orden, comience por ordenarse él mismo. Esto lo ha resumido el lenguaje familiar con precisión y fuerza: el buen juez por su casa empieza. Así, podrá la autoridad exigir lo que antes cumplió ella misma; así pedirá la obediencia de un deber, la observancia de una ley.

En diversos tonos se ha repetido y se repite que el pueblo mexicano tiene hambre y sed de justicia, y aunque se hace exclusivamente responsable de esa insatisfacción al Poder Judicial o a los poderes judiciales, locales y federales, lo cierto es que la injusticia que el pueblo mexicano padece, no es precisamente aquella que pueda derivarse del incumplimiento de la función jurisdiccional. Debe hacer justicia el Poder Legislativo cuando expide una ley adecuada a la satisfacción de las necesidades de nuestro pueblo; debe hacer justicia el Ejecutivo de la Unión cuando aplique y acate esas leyes; y debe hacer justicia el Poder Judicial, cuando alguno de los otros dos no ciña su actividad a lo ordenado por nuestro código supremo, o bien, cuando los particulares en sus diarias relaciones se lesionen en sus derechos. De manera que, no es el Poder Judicial y en particular el Federal, el único órgano de gobierno que pueda calmar el hambre de sed y justicia del pueblo de México. Para ello, se necesita la coordinación de los poderes a través de los cuales ejerce su soberanía ese mismo pueblo en una labor conjunta.

Es fácil acusar y muy cómodo calumniar ya sea con fines políticos, o con cualquier otro objeto de egoísmo o de rencor personal, para producir el descrédito, aunque sea aparente, del Tribunal. Lo facilita aún más el hecho de que ni la Suprema Corte, ni los Ministros, ni los jueces inferiores, pueden defenderse porque su dignidad y su decoro les veda descender al terreno de sus detractores -además de que para ello sería necesario sostener a cada momento controversias y polémicas muy ajenas a la misión de administrar justicia-. En cambio, ¡cuán difícil es para los funcionarios judiciales, satisfacer honradamente las exigencias de todos!, ¡cuán amargo es para ellos ser calumniados!, ¡y cuán injusto es que se lancen acusaciones viles contra algunos y se generalicen los cargos contra todos, comprometiendo el prestigio de la Justicia Federal! Yo pienso que es labor patriótica procurar que se consolide la respetabilidad de nuestras instituciones de justicia, velar por su verdadero prestigio y afirmar en la conciencia pública la fe en sus resoluciones. En buena hora que se critiquen los fallos, cuando así deba hacerse, y que se sugiera la depuración del personal, si esto es preciso, pero no por ello que se declare desprestigiado a toda la administración de justicia, y se zahiera a los juzgados o tribunales con la más absoluta falta de respeto y, aún a veces, de la más elemental cortesía para hacer perder la confianza en sus jueces.

El señor ministro don Salvador Urbina, quien fue presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación durante once años, dijo como Presidente de la Segunda Sala, al rendir su informe el año de 1929:

El propio presidente Urbina, al rendir su Informe el año de 1943, también expresó:

Toda resolución judicial afecta a dos partes; a una perjudica y a otra beneficia. Siempre la perjudicada estará muy descontenta y la beneficiada dirá: "Cómo entendieron bien los jueces el problema planteado".

1. La prensa y los tribunales

Con gracioso desenfado la prensa suele vilipendiar a los jueces y contribuye de esta suerte a mantener la opinión común de que todos son venales y prevaricadores. Los símbolos de la justicia son con frecuencia escarnecidos y puestos en la picota quienes la administran. No seré yo quien afirme que la severidad de la crítica es completamente injustificada, pero sí digo que en muchos casos la opinión de los periodistas, y consecuentemente la del público, se forma a través de una información deficiente, y resulta, por lo mismo, mal fundada.

Los jueces tienen ciertamente unas reglas fijas y seguras que les están prescritas por las leyes, y de las que no pueden desviarse en su conducta oficial. Todo juez es una persona pública y no privada. Debe, por tanto, sujetarse a las constancias y actuaciones públicas del proceso, y nunca proceder por conceptos ajenos, ni por su ciencia privada. El mejor juez no es ni el que condena ni el que absuelve mayor número de reos, sino el que absuelve al inocente y condena al culpable, y lo condena según el grado comprobado de su culpa; el que para absolver o condenar observa escrupulosamente las fórmulas judiciales; el que medita y profundiza el mérito de las pruebas; el que solamente se atiene a ellas para juzgar, el que para hacerlo no se mueve, en pro o en contra del reo, ni por odio o afección, ni por interés o capricho, ni por temor al poder de la autoridad, o del grito popular, o de la fuerza de las circunstancias, ni por otro estímulo que desempeñar sus deberes y cubrir su conciencia, la cual debe nivelarse, única y precisamente, por las reglas establecidas legalmente para averiguar la verdad judicial de los procesos.

Está bien que la prensa vitupere a los jueces venales, pero está mal que se labre el descrédito de la administración de justicia en general a través de opiniones mal fundadas, o sea de las que se expresan sin conocer el caso. En fin, deberíamos tener en cuenta la norma que dice: "Nada puede ser calificado de justo o injusto, de bueno o de malo, sin ser previa y cabalmente conocido". Aplicándola se evitarán juicios erróneos de la sociedad.

2. Los periodistas litigantes

Se da con frecuencia el caso del litigante que, vencido en una contienda ante los tribunales, trate luego de ganar el pleito desde las columnas de los periódicos, a las que también recurre para infamar al juez o magistrado que pronunció un fallo contrario a sus intereses. Ordinariamente el que perdió un litigio y pretende que se abra una tercera instancia ante lo que se llama "el tribunal de la opinión pública", no comienza por denunciar su carácter de parte, esto es, no dice que está defendiendo un interés particular, sino que trata de convencer al público que lo lee de que es un desinteresado campeón de la justicia.

Existen personas que litigan y que además ejercen cierta forma de periodismo. A veces cuando son vencidas en los tribunales, dejan en su casa el portafolio del litigante y se visten con la túnica del tribuno del pueblo y lanzan lo que en su concepto fue un terrible "Yo acuso" a los juzgadores que tuvieron la osadía de negarle la razón. Nos parece digna de observación la conducta de estas personas que después de una controversia en la que tuvieron oportunidad de exponer sus pruebas y de alegar, pero frente a un adversario que también fue oído y que finalmente los derrotó, reviven una demanda en los periódicos e instauran un proceso sui generis, en el que solamente ellas son escuchadas, con la ilusión de ganar ese pleito sin contrincante. Por lo común estas personas se revuelven contra los funcionarios que dictaron el fallo adverso -que jamás les parece inspirado en motivos legales, sino en razones de otro orden- y lo menos que dicen es que los jueces se vendieron, aunque sea evidente que la otra parte no tenga un centavo con qué comprarlos.

Estos litigantes-periodistas, siempre tratan de amplificar sensacionalmente las dimensiones de su caso. Cuando escriben sus panfletos acusatorios no dicen sencillamente: "Vengo a acusar a los jueces y magistrados A, B y C porque me dieron palo en este asunto" sino que, según la frase corriente, procuran confundir a la sociedad y engolando la voz, hablan con la integridad del orden jurídico del peligro que corren las instituciones de la república y de otros temas así de importantes. Sin embargo, lo que hay en realidad es un interés particular, si se quiere muy respetable, pero rigurosamente particular.

El "Yo acuso" de estas personas representa, por lo mismo, sólo el punto de vista de una parte interesada, y este es motivo más que suficiente para poner en tela de juicio la veracidad de sus cargos. Sólo después de haber oído a la parte contraria y a los acusados por el periódico puede tener el público elementos suficientes para formarse un juicio acerca de la acusación. De conceder crédito al acusador, sin más diligencia, no quedaría reputación ilesa de ningún juez de la república porque siendo innumerables los negocios que diariamente se fallan, y habiendo siempre una parte que gana y otra que pierde, si a ésta se le da crédito cuando acuse, entonces todos los jueces acusados resultarán venales y corruptos. Este caso hay que verlo como verdaderamente es: el caso de un hombre que trata de ganar en los periódicos el pleito que perdió en los tribunales. Dada su parcialidad no podemos fiarnos en su dicho para formarnos un criterio acerca de las personas a las que acusa.

Por otra parte conviene considerar, que en materia de aplicación de leyes la diferencia de criterios es insuperable y que nunca podremos concordar todas las opiniones. Lo malo es que califiquemos una simple diferencia de criterio como un atentado al orden legal y que ofendamos a un juez porque pensó de modo distinto, atribuyendo su decisión a motivos inconfesables.

Todas estas razones deben tenerse en cuenta cuando un litigante va a los periódicos a lanzar un "Yo acuso".

He aprendido, en mis años de servicio, que quien consagra su vida a la tarea de juzgador, la consagra a un apostolado; que no vivirá jamás en la opulencia; que no terminará nunca su labor; que habrá de enfrentarse, dentro y fuera de su gabinete, a los más variados problemas no sólo jurídicos, sino de otros órdenes y que en la soledad austera de su estudio, habrá de tomar las decisiones más importantes de su vida al contribuir a solucionar las controversias en que la libertad o los intereses patrimoniales de muy diversos sujetos están en juego. Hago honor, destacando esta importancia a todos los juzgadores.

Debo comenzar diciendo que, en mi opinión, lo más importante que deben tener los juzgadores, aún más que el valor con que actúen, todavía más que su responsabilidad y más aún que su amor al estudio -todo lo cual, después de todo, son características que dependen de ellos mismos-, es la confianza del público. Con esto quiero decir el sentimiento, la certidumbre del público de que dictan justicia de acuerdo con la ley. Si el público no tiene esa confianza, el juez no podrá juzgar. El juez no tiene, no puede disponer de la espada que pertenece al Poder Ejecutivo, ni de la bolsa que maneja el Poder Legislativo a través de sus leyes. Todo lo que el juez tiene, su único, su verdadero patrimonio, no es otra cosa que la confianza que en él tenga el pueblo. Esto es algo que el juzgador debe proteger celosamente.

Confianza en que se juzga con neutralidad, tratando igual a las partes -esto es en lo que se puede resumir la "imparcialidad" del juez- y sin ningún interés personal en los asuntos, confianza en el alto nivel moral del juez. Sin la confianza pública la autoridad judicial estaría incapacitada para funcionar, no es solamente el bien más precioso que, entre todos, debe poseer el Poder Judicial, sino el más preciado de los logros de una nación. Pertenece a Honorato de Balzac.

El mejoramiento de la justicia y la seguridad son dos de los imperativos más urgentes que enfrenta nuestro país. El bienestar de los mexicanos se funda en la seguridad de sus personas y de sus bienes. Ante la comisión de ilícitos, incluso por quienes debieran vigilar el cumplimiento de la ley, se ha acrecentado la desconfianza hacia las instituciones, los programas y las personas responsables de la impartición y de la procuración de justicia y de la seguridad pública. La ciudadanía tiene la percepción de un desempeño judicial y policial que no siempre es eficaz y dotado de técnica, ética y compromiso de servicio.

No basta que los magistrados juzgadores conozcamos a la perfección las leyes escritas; sería necesario que conociéramos perfectamente también la sociedad en que esas leyes tienen que vivir.

Un clásico español, Benito Feijóo en su carta sobre la recta administración de justicia expresó: que el otorgamiento de la toga implica una esclavitud honrosa, pero al fin esclavitud (y lo dice el aforismo grabado en uno de los muros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación: "Supremae legis servi sumus ut liberti esse posimus. Somos siervos de la Suprema Ley para que podamos ser libres"). Continúa diciendo aquél escritor que el juez debe desprenderse de sí mismo, de mirar por su comodidad, su salud, su reposo, para mirar por su conciencia. Que para él ya no hay paisanos, amigos, ni parientes. Que su alma debe estar fortalecida, pues las pasiones, enemigos de la justicia, examinan solícitas por dónde flaquea la muralla; y aun los afectos lícitos le hacen a las veces la guerra. Que no baste tener limpias las manos, sino que es menester examinar también las de sus colaboradores; debe no sólo cuidar la limpieza de su persona, más bien también la de la casa. Que cuando dicte un fallo tenga presentes los libros de jurisprudencia y no las cartas de favor. Que hable claro y desengañe a quienes piensan que la sentencia no depende de las leyes sino de las súplicas y las amistades.

Siglos después, en su libro Elogio dei giudici scritto da un avvocato el eminente jurista y maestro florentino, Piero Calamandrei, escribió sobre la indivisibilidad de la vida privada y la pública del funcionario probo, ya que si la justicia es verdad y rectitud, también así ha de ser la vida de éste. Habla también del drama del juez que es la cotidiana contemplación de las tristezas humanas; y de su drama que es la soledad, porque para juzgar debe estar libre de afectos humanos. En este irónico libro -que a Carnelutti pareció melancólico- Calamandrei refiere que en ciertas ciudades de Holanda viven en oscuras tienduchas los talladores de piedras preciosas, y pasan el día labrando gemas tan raras que bastaría una sola para sacarlos de la miseria. Cada noche, una vez que las han entregado, fúlgidas a fuerza de trabajo, a quien ansiosamente las espera, tranquilos preparan sobre la misma mesa en que han pulido los tesoros ajenos, su cena frugal, y parten sin envidia, con aquellas manos que han trabajado los diamantes de los ricos, el pan de su honrada pobreza. Concluye el autor del libro: "También el juez vive así".

La feliz comparación es aplicable a los jueces mexicanos, si no a todos, a muchos de ellos, que en el silencio de sus despachos estudian y resuelven los pleitos de los ricos, y viven, sin embargo, oscura y modestamente. Me imagino que algunos sonreirán incrédulamente ante la afirmación que acabamos de hacer. Esto es explicable. Los mexicanos somos inclinados a no creer nada, y lo último que estamos dispuestos a creer es que todavía hay personas que tienen honor. Pero es posible demostrar que dentro de la administración de justicia, y particularmente de la justicia federal, el número de funcionarios rectos no sólo es absolutamente superior al de los indignos, sino que abundan los casos de desinterés y aun los de abnegación. Sería fácil contar la historia de muchos jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial federal, que, después de servir por treinta o más años dignamente a la nación, mueren sin dejar más patrimonio a sus hijos que un nombre honrado y una pensión por servicios prestados.

A esta clase de funcionarios, que se halla mucho más extendida de lo que alguien pudiera pensar a primera vista, les lastiman y hieren las expresiones de diversos funcionarios públicos que con fines políticos manifiestan que "la inmoralidad, la prevaricación y el soborno continúan mancillando la majestad de la ley" pues el público entiende que esta acusación envuelve a todos los que trabajan en la judicatura, y aquellos que están limpios, que son muchos, tienen legítimo derecho a pedir que tal acusación se les acredite pero no que se les difame. Que se dan casos de prevaricato -palabra que etimológicamente significa andar con las piernas torcidas- de cohecho y de abuso de poder, sería por demás negarlo. Pero conviene aclarar que las malas costumbres que se observan en la administración de justicia son el reflejo de una ínfima moral que comprende a la colectividad entera y al Estado mismo. No es que todo esté limpio y la justicia podrida, sino que bajo una podredumbre casi universal, la justicia conserva todavía partes sanas, lo que resulta maravilloso.

Ardua es la profesión de juez. Lo declara Feijóo en el célebre discurso que denominó Balanza de Astrea, donde pone en boca del anciano que da consejos a su hijo recién elevado a la toga, estas palabras: "Ya se acabó el mirar por tu comodidad, por tu salud, por tu reposo, por mirar por tu conciencia. Tu bien propio le has de considerar como ajeno, y sólo el público como propio. Ya no hay para ti paisanos, ni amigos, ni parientes. Ya no has de tener patria, ni carne, ni sangre". Y recuerdo enseguida la admonición del Eclesiástico. No solicites que te hagan juez, si no te hallas con la virtud y fortaleza que es menester para exterminar la maldad. Pues bien, para que hubiese jueces según estas direcciones, sería necesario crear las condiciones sociales de las que podrían surgir. Esto es, un ambiente de estímulo a la carrera judicial, tan digna y tan honrosa como ahora menospreciada y vilipendiada.

Si ubicamos al abogado desde el papel de juzgador, el asunto es muy difícil, porque a más de los elementos que se exigen para el defensor, el juzgador debe ser el hombre límpido, imparcial, justo, sabio, desapasionado y sereno que sirve únicamente a los intereses de la justicia, sin importarle su vida personal, porque como lo han dicho muchos, es de temerle más al juez injusto que a la ley injusta, pues la actitud dolosa, depravada o apasionada de un juez puede llevar a la catástrofe individual o social. Ser juzgador es muy difícil, al juez ante la sentencia, no le queda otro camino que no sea la equidad, para ser justo y poder levantar su frente altiva, en medio de la tempestad y el huracán de la contienda legal.

Refiriéndome en particular a la función que nos está encomendada como jueces o como magistrados, debo decir que la misión del juzgador es callada y ordinariamente sin brillo, por más que no deje de ser dura y agobiante a veces. El juez no tiene triunfos políticos espectaculares, como acontece en el caso de otros hombres públicos; no recoge laureles como los hombres de ciencia, ni como los artistas, militares o intelectuales. Sin embargo, su tarea puede perfectamente igualarse en importancia a las más significadas en la vida social. A cambio de lo anterior, la vida del juez debe estar colmada de probidad, llena de honradez, esa misma vida, debe estar pronta de sacrificio de ventajas económicas cualesquiera que ellas sean; debe estar libre de pasiones, rutinas y prejuicios; su ánimo siempre dispuesto, como le aconsejara el caballero de la triste figura a Sancho Panza, en la inmortal obra de Cervantes, cuando éste partía a gobernar la ínsula Barataria: "Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia". Este pensamiento debe ser norma universal de conducta para todo juez; la misericordia, la equidad, es conveniente tenerlas presentes en las resoluciones judiciales.

En la época en que vivimos, es ideal de muchos hombres la obtención de la riqueza, que les permita el goce de los bienes materiales y el disfrute de la vida. La situación de esos grupos contrasta notablemente con la misión y la vida del juzgador, llámese juez, magistrado o ministro, porque ella se presenta como un ejercicio profesional, sin horizontes económicos, sin expectativas de riqueza o disfrutes materiales, y más aún, ni siquiera como una remota esperanza de una posición desahogada. Por el contrario, la labor callada y sufrida del funcionario judicial recibe, como recompensa, no la riqueza sino las censuras; no los disfrutes materiales de la vida, sino las ofensas y las diatribas de todos aquellos que no habiendo tenido en sus luchas el derecho o la razón de su parte, deseaban obtener un fallo favorable necesariamente; o bien, no la esperanza de una vida desahogada, sino los denuestos, injurias o calumnias, de todos aquellos que, queriendo adquirir notoriedad en cualquier forma, piensan que lo lograrán criticando o agraviando al Poder Judicial Federal, a sabiendas de que los juzgadores, por el solo hecho de serlo, no les van a contestar nada. Sólo por excepción se elogia alguna vez a algún juez, magistrado o ministro. El trabajo de juzgador es, por consiguiente, un verdadero sacerdocio que requiere ánimo fuerte y vocación sin límites.

Podríamos afirmar que la labor del juez tiene, además de los obstáculos propios de su función, otros que van agregándose cada día más y más por el debilitamiento de los principios morales que hasta ahora han prevalecido en la sociedad: la falta de respeto a la ley, una equivocada idea de la justicia, pérdida de todo sentido moral, demagogia, etcétera. Estas condiciones desfavorables existen en el interior de un país, y se agravan y se acentúan, con lo que ocurre en el campo internacional.

En una memorable ocasión, el señor ministro don Arturo Serrano Robles, mencionó:


* Texto derivado de la ponencia presentada el día 3 de diciembre de 1999 en la Primera Jornada de Difusión de la Actividad Jurisdiccional organizada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación a través de la Casa de la Cultura Jurídica, ciclo octubre-noviembre 1999.
** Magistrado del Segundo Tribunal Colegiado del Démico Séptimo Circuito.