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EL FIN DE LA CONSTITUCIÓN AUTORITARIA DE PINOCHET*

THE END OF PINOCHET´S AUTHORITARIAN CONSTITUTION

Jaime Cárdenas Gracia**

Boletín Mexicano de Derecho Comparado,
nueva serie, año LIV, número 162,
septiembre-diciembre de 2021.

DOI: 10.22201/iij.24484873e.2021.162.16981

Resumen:

En este ensayo damos cuenta de la Convención Constitucional Chilena en curso que pondrá fin a la Constitución neoliberal y autoritaria de Pinochet. Sostenemos que el diseño institucional de 1980 y sus reformas de 1989 y 2005 prohijaron movimientos sociales que desembocaron en el proceso constituyente que vive el país sudamericano porque esa estructura jurídica formuló y materializó los fundamentos del neoliberalismo y del autoritarismo. Consideramos que cuando las Constituciones se conciben desde parámetros de desigualdad social y de reducción del pluralismo político, las derivas concluyen en procesos constituyentes originarios para transformar el statu quo.

Palabras Clave:

Chile, nueva Constitución, neoliberalismo y autoritarismo.

Abstract:

In this essay we give an account on the Chilean Constitutional Convention in progress that will put an end to the neoliberal and authoritarian Constitution of Pinochet. We maintain that the institutional design of 1980 and its reforms of 1989 and 2005 fostered social movements that led to the constituent process that South American country is experiencing because that legal structure formulated and materialized the foundations of neoliberalism and authoritarianism. We consider that when the Constitutions are conceived from parameters of social inequality and reduction of political pluralism, the drifts conclude not without difficulties in constituent process to transform the statu quo.

Keywords:

Chile, New Constitution, neoliberalism and authoritarianism.

Sumario: I. Introducción. II. El neoliberalismo en la Constitución chilena vigente. III. Los candados autoritarios previstos en la Constitución para impedir o limitar la expresión de las mayorías. IV. El elitismo y conservadurismo chileno en su pasado histórico—constitucional. V. Los déficits democráticos de la Constitución chilena de 1980 y sus reformas. VI. Conclusiones.

I. Introducción

El proceso constituyente que ahora existe en Chile fue producto de reclamos persistentes de la sociedad —clases medias y empobrecidas— a los gobiernos de ese país posteriores a la salida de Pinochet del poder. Esas reivindicaciones han querido poner un límite y revertir los efectos nocivos del modelo neoliberal impuesto en la dictadura, los que producen desigualdad, pobreza y exclusión, y que impiden la satisfacción y garantía plena de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.

Las revueltas sociales de octubre de 2019 —causa inmediata de la Convención Constitucional en curso— estuvieron motivadas por las exigencias de un amplio abanico de la sociedad chilena a favor de un cambio profundo que debía modificar el modelo de mercado hipercapitalista para dar paso a una economía de carácter social que garantice, entre otros, los derechos a la educación, salud, seguridad social, vivienda y trabajo, y que, además, transforme las estructuras políticas y jurídicas que han beneficiado a las élites a fin de democratizar las instituciones y el orden jurídico chileno (Rafael Croda, 2021, pp. 58 y 59).

Constitucionalmente, y a pesar de las numerosas reformas que a la ley fundamental de Chile se han realizado desde 1989, el diseño y el uso de la maquinaria del poder estatal ha sustraído a la sociedad, que no forma parte de la élite, del poder político estatal. El sistema constitucional chileno fue pensado por los redactores de la Constitución de 1980 y por los autores de la mayoría de sus reformas para que no se modificara el statu quo (Francisco Zúñiga, 2014, pp. 3 y 4). En Chile después de Pinochet han gobernado, más o menos alternativamente, la centro derecha y la centro izquierda, pero no existe una diferencia sustancial entre ellos, pues las instituciones constitucionales no permiten introducir virajes profundos a la situación económica y de poder político establecida (Jaime Guzmán E., 1979, pp. 13-23).

En algunos sectores existía la convicción de que no era muy relevante qué partido gobernara, porque las normas e instituciones de la Constitución de 1980 conferían el control del Estado a los intereses de siempre, y porque la existencia de las instituciones contramayoritarias previstas en el texto constitucional bloqueaban cualquier esfuerzo hacia el desarrollo democrático y la consolidación del Estado constitucional y democrático de derecho. Los partidos gobernantes abusaron de los quorums y procedimientos hiper calificados que establecía anteriormente la Constitución para impedir reformas de importancia, y con el respaldo de las instituciones contramayoritarias —no emanadas directamente de la voluntad popular y profundamente elitistas— como el Banco Central y el Tribunal Constitucional, detuvieron a través de los mecanismos de control financiero y constitucional, las reivindicaciones sociales para conservar y mantener las reglas e instituciones existentes.

La Constitución chilena de 1980, antes de las reformas de 2019, era un texto de extrema rigidez para efectos de reforma. Se caracterizaba porque para reformarla se necesitaban: a) las dos terceras partes de los legisladores de ambas cámaras, b) además el sistema electoral entonces vigente y llamado binominal sobrerrepresentaba a los partidos tradicionales, principalmente y de manera artificial a la segunda fuerza —para las elecciones legislativas en 2017 ya no se aplicó—, c) el Tribunal Constitucional funcionaba como una tercera Cámara revisando el procedimiento de cualquier reforma constitucional, y d) hubo hasta la reforma constitucional de 2005 senadores vitalicios y designados. Estos elementos normativos y políticos otorgaban un poder de veto a los partidos del statu quo frente a las mayorías sociales y políticas. Ese sistema se ha calificado con razón como sesgado hacia las élites (Michael Alvertus y Víctor Menaldo, 2018), y también, por esas variables, se estimó que Chile era una democracia semisoberana (Carlos, Huneeus, 2016).

Durante 2005 se realizó una importante reforma constitucional para eliminar algunos enclaves autoritarios como la vigencia de senadores vitalicios y designados, además de remover paulatinamente el sistema electoral binacional, y reducir la influencia de los militares en los asuntos civiles. Esas modificaciones constitucionales fueron concertadas y pactadas por la centro derecha y la centro izquierda, se trató de reformas de élite, sin el concurso de los ciudadanos (Rodrigo Espinoza T., 2021, pp. 215-245).

A partir de 2006 arrecia la demanda social para que se reconozcan los derechos económicos y sociales en la Constitución. El Estado chileno desde 1975 había asumido el modelo neoliberal y durante todos estos años ha sido refractario al reconocimiento constitucional de los derechos sociales como derechos humanos. En 2006 los estudiantes de las secundarias chilenas, mediante masivas protestas, lograron deslegitimar la ley orgánica en materia de educación que promovía procesos privatizadores en ese ámbito.

En 2011, los estudiantes universitarios exigieron mediante fuertes protestas la universalización del derecho a la educación superior, y pidieron la constitucionalización de ese derecho. A las protestas y reclamos de los estudiantes se fueron sumando otras reivindicaciones sociales: reforma al sistema de pensiones privatizado, el indispensable reconocimiento constitucional de los pueblos originarios, la asunción constitucional de los derechos al medio ambiente, y la inclusión en la ley fundamental de los derechos de las minorías sexuales. Ninguna de las anteriores pretensiones tuvo éxito, pues no se plasmaron en el texto constitucional. Por lo que de manera evidente resultó, para todos los sectores que protestaban, que la salida a los conflictos y a los enfrentamientos pasaba por la aprobación de una nueva Constitución.

El gobierno de Michelle Bachelet, en su segundo periodo presidencial de 2014 a 2018, se comprometió a iniciar un proceso constituyente. La propuesta de la entonces presidenta provocó un gran debate en el país, pero sus esfuerzos fracasaron porque sus iniciativas de reforma constitucional no obtuvieron las dos terceras partes de los integrantes de las cámaras del Congreso. El procedimiento de reforma constitucional vigente en ese entonces demostraba una vez más que era un valladar para la transformación política y constitucional de ese país (Francisco Zúñiga, 2014, p. 161).

Los contratiempos del gobierno de Bachelet, encaminados a reformar la Constitución o a convocar a un Congreso constituyente, acicatearon los ánimos de amplios sectores que querían una nueva Constitución porque la vigente les parecía autoritaria y muy alejada de las necesidades sociales de Chile. La demanda por una nueva Constitución cobró fuerza, otra vez en 2019, cuando en octubre de ese año los estudiantes protestaron contra las alzas en las tarifas del metro de Santiago. El gobierno de Sebastián Piñera reprimió con violencia las inconformidades, y la ciudadanía en respuesta a la coacción gubernamental, de manera pacífica salió a protestar en todas las calles de las ciudades importantes del país. Los reclamos exigían cambios profundos al sistema político y económico.

El gobierno de Sebastián Piñera endureció la represión después de algunos incidentes violentos y decretó el toque de queda a nivel nacional. La torpeza política del gobierno propició que más de un millón y medio de manifestantes saliera nuevamente a las calles de Santiago para proponer una nueva Constitución, la que, para los ciudadanos en protesta, debía modificar las variables políticas y económicas más retardatarias del régimen heredado por la dictadura de Pinochet.

Después de esa gran manifestación se sucedieron más protestas públicas, tanto violentas como no violentas, en donde ocurrieron hechos violatorios a los derechos humanos perpetrados por los Carabineros, el cuerpo de seguridad pública chileno. El 15 de noviembre de 2019 se firmó el “Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución”, signado por los principales líderes de los partidos políticos en Chile y por dirigentes de las movilizaciones sociales, entre otros, Gabriel Boric. A consecuencia de ello, se aprobaron las reformas a la Constitución de 1980 que regulan los instrumentos y mecanismos ciudadanos e institucionales para convocar a una Convención Constitucional y aprobar una nueva Constitución.1

En esa reforma se reguló la celebración de un plebiscito nacional para iniciar el proceso constituyente. Según el precepto, el presidente de la República tuvo la obligación de convocar el plebiscito —se celebró el 25 de octubre de 2020—, en el cual, los ciudadanos dispusieron de dos cédulas de votación, en la primera se preguntó a los ciudadanos si deseaban una nueva Constitución, y en la segunda se cuestionó a los ciudadanos si la Constitución debía ser aprobada por una Convención mixta constitucional —que se integraría en partes iguales por constituyentes electos para ese efecto y por legisladores en ejercicio— o por una Convención Constitucional integrada exclusivamente por constituyentes elegidos democráticamente. La norma señaló que, si la ciudadanía votaba por una nueva Constitución, la elección democrática de los miembros de la Convención Mixta Constitucional o de la Convención Constitucional se realizaría, como ocurrió, los días 15 y 16 de mayo de 2021.

El 4 de julio de 2021 se instaló la Convención Constitucional, la que tiene un plazo de nueve meses para elaborar el nuevo texto constitucional —se puede prorrogar la Convención tres meses adicionales—. La integración de la Convención Constitucional ha resultado de una gran sorpresa electoral, pues además de su composición respetuosa de la igualdad de género, los 155 convencionales constitucionales en su mayoría no provienen de los partidos tradicionales, sino de movimientos sociales, pueblos originarios y de candidaturas independientes. Existen grandes expectativas en Chile y en América Latina sobre lo que podrá realizar la Convención a favor del constitucionalismo democrático por su conformación atípica.

En este ensayo explicamos por qué la Constitución chilena vigente —de 1980 y sus principales reformas de 1989 y de 2005— es un ordenamiento neoliberal y autoritario, pues protege la propiedad y las libertades económicas por encima de otros derechos y porque fue emanada de una dictadura producto del golpe militar de 1973 en contra de la democracia chilena y del presidente Salvador Allende. Sostenemos que esas características neoliberales y autoritarias de la Constitución de Pinochet son las que han prohijado en los últimos años movimientos sociales en Chile que han desembocado en la convocatoria, previo plebiscito, de la Convención Constitucional.

Nuestra tesis es que, hoy en día, una Constitución neoliberal y autoritaria se vuelve contra las élites que la aprueban, y es históricamente insostenible. Los momentos de los constituyentes originarios no surgen por azar, sino que son consecuencia de procesos históricos en donde es muy importante conocer al menos dos cosas: 1) quiénes son los sujetos constituyentes, y 2) cuál es la ideología constitucional que se pretende realizar en el proceso constituyente.

En términos teóricos y generales el sujeto constituyente es el pueblo, que tiene un poder absoluto e ilimitado, que a través de su poder define instrumentos y procedimientos —convenciones constitucionales o constituyentes— (Jaime Cárdenas Gracia, 2020, pp. 773 y ss.) y aprueba la Constitución, hecho lo cual, el poder constituyente originario concluye para dar paso a los poderes derivados. Hoy en día, otras teorías como la de Antonio Negri (1994), sostienen que el constituyente originario nunca desaparece y puede manifestarse en cualquier momento para transformar o cambiar el statu quo.

Las concepciones teóricas sobre el sujeto constituyente —el pueblo— y las características en las que se expresa el constituyente originario se materializan y vehiculan históricamente, ya sea por medio de un líder que conduce el proceso, o a través de un partido o de varios partidos que impulsan el proceso mediante acuerdos, o por medio de movimientos sociales que canalizan las reivindicaciones populares. En la historia de los procesos constituyentes, un líder puede ser determinante en la conducción del constituyente y de la propia Constitución —tal fue el caso de Charles de Gaulle y la Constitución francesa de 1958—, o los acuerdos entre los partidos dominantes o relevantes pueden encausar y definir los contenidos de la Constitución —es el ejemplo de la Constitución Española de 1978 y las notas distintivas de su proceso de transición a la democracia—, o pueden ser los movimientos sociales los que articulen el proceso constituyente, tal como parece ser el ejemplo de la Convención Constitucional Chilena de 2021-2022.

La naturaleza del sujeto constituyente determina el curso del proceso constituyente y los contenidos de la Constitución (Albert Noguera Fernández, 2017, pp. 15-151). Cuando un líder carismático o revolucionario inicia el proceso, las condiciones del proceso constituyente y los contenidos de la Constitución quedan principalmente definidos por él, ya sea para perpetuarlo en el poder o en el mejor de los casos, para imponer su visión de las relaciones políticas y económicas en el texto constitucional —eso fue lo que ocurrió con la Constitución mexicana de 1917, en donde las ideas presidencialistas, nacionalistas y liberales de Venustiano Carranza, y en esa época de los obregonistas aliados, se impusieron en gran medida por encima y con pocas concesiones a otros grupos revolucionarios como los zapatistas, anarquistas y villistas que pretendían cambios sociales y económicos más radicales.

Si los sujetos constituyentes son partidos políticos que pactan el proceso y la Constitución, encontraremos, como en España de 1978, una Constitución de instituciones representativas de la institucionalidad partidista, pero no de la sociedad, de concentración de poder en los partidos —el Estado de partidos—, de escaso poder para la sociedad civil o a instancias intermedias de la sociedad para definir las principales políticas públicas, y con fuertes mecanismos de democracia representativa e instituciones contramayoritarias —divorcio gobernante vs. gobernado— que quedan al margen de control ciudadano, más allá de los procesos electorales ordinarios.2

Cuando los sujetos constituyentes son los movimientos sociales, como ahora ocurre en el proceso constituyente chileno 2021-2022, las posibilidades del proceso y los contenidos de la Constitución se abren a otros horizontes, por ejemplo, a las múltiples modalidades de la democracia —directa, deliberativa, participativa, indígena—; al reconocimiento de derechos humanos y mecanismos de exigibilidad y justiciabilidad que ponen el acento en los DESCA, en los derechos de la naturaleza y de los animales; a determinar límites a los organismos supranacionales cuando éstos no surgen de la soberanía popular y pretenden realizar políticas neocoloniales; al empoderamiento de las mujeres, la diversidad sexual y los pueblos originarios; a formas de organización económica y social basadas en el autogestión comunitaria y social para decidir empresarios y trabajadores el futuro de las empresas y el reparto equitativo de los beneficios y la plusvalía; al establecimiento de límites a la concentración de la riqueza; a la incorporación de una fiscalidad progresiva y a una presupuestación centrada en la distribución de la riqueza; en el fortalecimiento de áreas estratégicas de la economía que no pueden ser privatizadas; y, en general a la conformación de una sala de máquinas constitucional que tenga fuertes vínculos con la sociedad, lo que entre otras cosas implica el fin de los órganos contramayoritarios (Roberto Gargarella, 2008, pp. 249-262) como hoy los conocemos. El sujeto constituyente que resulta de la agregación de luchas y movimientos sociales tiene un carácter antiindividualista, que le permite a las personas y grupos sociales a asociarse y disociarse de múltiples maneras y en donde la soberanía se expresa de manera plural, heterogénea y diversa, sin que un grupo o sector pretenda representarla toda o sentirse dueña de ella (Albert Noguera Fernández, 2017, pp. 15-151).

La ideología constitucional implica la opción orientadora de la Constitución. En el pasado esas orientaciones cuando eran democráticas fueron las liberales, las socialdemócratas, y hoy en día son, entre otras, las neoconstitucionales, las que se encuentran inspiradas en el constitucionalismo popular y en el crítico (Albert Noguera Fernández, 2019).3 La Constitución de Pinochet no corresponde a ninguna de las anteriores categorías. Es una Constitución neoliberal porque prescinde de los derechos sociales y de la igualdad, reduce el papel del Estado en la economía a través del principio de subsidiariedad, fortalece la propiedad y las libertades económicas por encima de otros derechos sociales y económicos, los que no están reconocidos y/o garantizados por el Estado en la ley fundamental y/o en la realidad. La Constitución de 1980 es una Constitución autoritaria porque emanó de un golpe de Estado, en donde la Junta Militar asumió para sí el carácter de poder constituyente, porque contiene numerosos enclaves y candados que imposibilitan el juego democrático en condiciones de pluralismo político y de igualdad de oportunidades entre los contendientes. Fue una Constitución, como dijo uno de sus ideólogos, destinada a mantener en el tiempo el statu quo de la dictadura, ya que las instituciones constitucionales previstas en ella no permiten introducir virajes profundos a la situación económica y de poder político establecida, tal como exponemos en este ensayo (Jaime Guzmán E., 1979, pp. 13-23).

II. El neoliberalismo en la Constitución chilena vigente

El neoliberalismo en Chile tiene su origen en el convenio firmado por la Escuela de Economía de la Universidad Católica de Chile con la Universidad de Chicago en 1955, para que estudiantes chilenos estudiaran su doctorado en la escuela de Milton Friedman (los Chicago Boys). Después del golpe de Estado de 1973 ese grupo de estudiantes de economía y derecho trasladaron y convirtieron su formación neoliberal en hegemónica, al grado de ser Chile el primer país de América Latina en abrazar abiertamente la doctrina neoliberal, razón que explica la longevidad de la dictadura y de sus secuelas. En 1975 se dio el primer proceso de reformas neoliberales en Chile. Esas reformas estuvieron centradas en severos recortes presupuestarios, establecimiento de un régimen de libre comercio, desregulación de las actividades financieras, y privatización de empresas públicas. Más tarde, en 1978, se impulsaron las siete modernizaciones en los sistemas educacional, de pensiones, laboral, de salud, desarrollo agrícola, en la administración pública y en el sistema judicial. Esas modernizaciones se articularon en los principios, no de interés general o colectivo, sino en los principios de elección racional y cálculo de la utilidad marginal por encima de cualesquier otro principio económico o constitucional (Simón Ramírez, 2021, pp. 82-121).

Con la Constitución vigente de 1980, para algunos una Constitución “hayekiana” (Friedrich A. Hayek, 1985 y Marcos Roitman Rosenmann, 2021),4 de corte autoritario neoliberal (Carlos Huneeus, 2016), se inspiró en tres principios: 1) preponderancia del sector económico privado por encima del sector público y social; 2) la coordinación de los agentes privados en el marco del mercado y no del Estado, y 3) el reconocimiento del principio de subsidiariedad que limita y subordina la actividad económica del Estado en la economía al papel de los sectores privados. En materia laboral se promovió un mercado precario y flexible, que prohíbe la sindicalización por rama, y que reduce los derechos laborales y limita la seguridad social. El constitucionalismo chileno denomina a ese orden neoliberal “orden público económico” que privilegia a los grandes intereses económicos, nacionales y transnacionales, por encima de los gobernados (Pablo Contreras V. y Domingo Lovera P., 2020, p. 33). Las consecuencias de ese constitucionalismo han sido “...comunidades dañadas por la contaminación; la explotación despiadada de los recursos forestales, marítimos y mineros; huelgas de trabajadores precarizados, sin derechos laborales efectivos y mal pagados; movilizaciones de estudiantes y familias agobiadas por endeudamiento agiotista a manos de la banca; repulsa generalizada del fracasado sistema de pensiones individualista y explotador...” (Aldo Anfossi, 2021).

La importante reforma de 2005 a la Constitución de 1980 modificó aspectos inaceptables del modelo político autoritario de Chile como la existencia de senadores vitalicios y designados, pero no tocó al modelo económico neoliberal institucionalizado en la Constitución de 1980. La Constitución económica neoliberal de Chile de 1980 se apoya en cuatro basamentos: el estatuto del derecho de propiedad, el principio de subsidiariedad, el Estado empresario, y el modo como son considerados los derechos fundamentales.

El derecho de propiedad en Chile es un super o hiperderecho que debe tener fines sociales, aunque éstos están subordinados a ella. El derecho de propiedad se ha extendido a las patentes, los cargos públicos, la honra, entre otros. Se protege de tal manera la propiedad que la expropiación se encuentra constitucionalizada con tal nivel de detalle que se dificulta y no se alienta, aunque fines públicos y sociales importantes estén en juego.

La Constitución asegura el derecho a la propiedad en sus diferentes especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales (artículo 19, numeral 24 de la Constitución), sólo la ley determina el modo de adquirir, usar y gozar de la propiedad y disponer de ella, así como las limitaciones y obligaciones que derivan de su función social. La función social puede actualizarse cuando lo exijan los intereses de la nación, la seguridad nacional, la salubridad pública y la conservación de patrimonio ambiental. El titular de la propiedad sólo puede ser privado de ella o de algunos de los atributos o facultades esenciales del dominio por una ley general o especial —no por un decreto expropiatorio como existe en México— que autorice la expropiación por causa de utilidad pública e interés nacional calificada necesariamente por el legislador. El expropiado tiene derecho a la indemnización previa, en efectivo y al contado, y el Estado no puede tomar posesión del bien si no ha satisfecho el respectivo pago indemnizatorio (Humberto Noguera A., 2005, p. 59).

Como en muchos países de América Latina, el Estado tiene el dominio absoluto, exclusivo, inviolable e imprescriptible sobre todas las minas, y puede entregar en concesión de exploración o explotación a los particulares, lo que debe regularse en una ley aprobada por cuatro séptimos de los diputados y senadores en ejercicio. Las reglas aplicables a la concesión son las que regulan en general el derecho de propiedad. Los hidrocarburos líquidos y gaseosos pueden ser objeto de explotación por el Estado y éste puede otorgar contratos a particulares para la explotación de esos recursos, los que se regirán por el derecho administrativo. El derecho de acceso al agua es susceptible de apropiación particular.

En cuanto al principio de subsidiariedad,5 éste se ha interpretado como una limitación a la actividad económica del Estado (artículo 1o, inciso 3, de la Constitución de 1980). Éste interviene en la economía cuando el sector privado no lo hace. El principio de subsidiariedad expresa que en Chile existe un Estado abstencionista, en donde se ha entregado a los particulares —nacionales y extranjeros— todas las actividades incluyendo áreas como la educación, la vivienda, la sanidad, seguridad social, el transporte. Se piensa que cualquier esfera de la vida puede ser asumida por la iniciativa económica privada, y cualquier materia pública queda sometida al mercado y a los participantes en él. El principio de subsidiariedad tiene una dimensión positiva y otra negativa. Desde la perspectiva positiva, la subsidiariedad consiste en que los cuerpos intermedios que se ubican entre las personas y el Estado realicen plenamente sus funciones que por su naturaleza están llamados a cumplir, a menos que esa entidad inferior no las realice o las ejecute imperfectamente. Para que intervenga el Estado se deben satisfacer dos requisitos: que existan necesidades que los individuos aisladamente no puedan solucionar y que exista capacidad del Estado para satisfacerlas, delegando las personas en él parte de su libertad o autonomía, el cual actúa en pro del bien común. De esa suerte el Estado participa en la economía mínimamente para la realización material e igualitaria de las personas, en ámbitos como la salud, la educación, la seguridad social, entre otras.

El Estado empresario en Chile significa que el Estado puede ejercer alguna actividad económica siempre y cuando una ley de quórum calificado lo autorice. Una vez que esa actividad económica es autorizada por la ley, las actividades del Estado en el mercado no se rigen por el derecho público sino por el derecho privado, como si el Estado fuere un competidor privado más. El artículo 19, numeral 21, de la Constitución chilena señala que el Estado y sus organismos podrán desarrollar actividades empresariales o participar en ellas sólo si una ley aprobada por la mayoría de los diputados y senadores en ejercicio así lo autoriza y además en tal caso, sus actividades estarán sometidas a la legislación común aplicable a los particulares, sin perjuicio de las excepciones que por motivos justificados establezca la ley, que es también de quórum calificado (Humberto Nogueira A., 2005, pp. 72 y 73).

El último basamento del modelo neoliberal en la Constitución de Chile consiste en priorizar la propiedad y las libertades económicas por encima de los derechos sociales. Esa jerarquización de la propiedad y de la libertad económica por encima de los derechos sociales se ha realizado fundamentalmente mediante la interpretación constitucional. Los derechos sociales además se han ordenado hermenéuticamente como bienes de orden económico dispuestos en el mercado bajo las reglas de éste (salud privada que funciona como entidades aseguradoras, las escuelas privadas que se les reconoce autonomía constitucional, la libertad de trabajo ligada a la libertad de empresa y los fondos de pensiones que se rigen por las reglas del mercado) (Pamela Figueroa R. y Tomás Jordán D., 2020, p. 24).

En Chile hay un repliegue de la actividad prestacional estatal, que se reduce a cubrir ciertos mínimos muy básicos y en condiciones muy precarias, lo que viene acompañado del fortalecimiento de las prestaciones privadas que proveen esos derechos —incluso con financiamiento de recursos públicos—, generando con ello condiciones de concentración de la riqueza en pocas empresas. Las cotizaciones de los gobernados para satisfacer esos derechos sociales se destinan a la especulación financiera a través de instituciones privadas, sin que se tengan por propósito garantizar los derechos a la seguridad social (Jaime Bassa, 2020, p. 68).

Como señala Claudia Heiss, la Constitución de 1980 y sus numerosas reformas, ha jugado un papel determinante en el deterioro de la capacidad de la política para responder a las demandas ciudadanas, pues al preservar un modelo económico altamente desigual y excluyente, ha contribuido a agudizar el conflicto social. Con el marco constitucional vigente, el Estado chileno no puede garantizar la paz social por no ser capaz de responder a las demandas sociales que exigen diversos grupos y movimientos sociales (Claudia Heiss, 2020, pp. 13-14). Al ser una Constitución oligárquica no es capaz de ver y atender las necesidades sociales, tales como las de los estudiantes y sus reivindicaciones para profundizar y ampliar el derecho a la educación, o la de sectores de trabajadores que reclaman más prestaciones sociales, derecho de huelga y participación en la conducción y ganancias de las empresas, o de la población en general que demanda servicios de salud públicos que en Chile son satisfechos a través de empresas privadas de atención médica y seguridad social.

Además, la Constitución económica neoliberal chilena de 1980 se respaldó con la fuerza, con la generación de un Estado policíaco—militar propio de una dictadura autoritaria (Jaime Cárdenas Gracia, 2016 y 2017),6 basado en la doctrina de la seguridad nacional ideada desde los centros militares y de inteligencia de los Estados Unidos. En el Chile de Pinochet se continuó con la tradición de los golpes de Estado en América Latina de los años sesenta del siglo XX. Bajo las indicaciones de la OEA (Organización de Estados Americanos) y el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), la doctrina de seguridad nacional diseñada por el gobierno estadounidense, las oligarquías latinoamericanas, y las fuerzas armadas, se consolidó una dictadura fundada en los homicidios y en la tortura de los militantes de izquierda (Marcos Roitman R., 2021).

La Comisión encargada de la elaboración del texto constitucional de 1980 —Comisión Ortúzar— recogió los planteamientos militaristas de Pinochet que han sido resumidos por Carlos Huneeus y que consistieron en lo siguiente: Primero. Las Fuerzas Armadas no volverían a sus cuarteles una vez que terminaran su participación en el gobierno, sino que mantendrían su presencia en el sistema político como un “poder de seguridad” garante de la supervivencia del Estado, los principios básicos de la institucionalidad y los grandes y permanentes objetivos de la nación. Segundo, se impondrá un pluralismo limitado con proscripción legal de la difusión y acción de las doctrinas, grupos y personas de inspiración totalitaria, lo que significaría prohibición de ideas políticas y censura. Tercero. El sistema sería de fuerte presidencialismo más que de frenos y contrapesos que limitaran el ejercicio del poder por parte del Ejecutivo. Cuarto. El Congreso Nacional no se constituiría únicamente a partir del sufragio universal, sino que tendría una “composición mixta” con senadores designados por el presidente y otros por derecho propio en función del cargo —algunos serían representantes de las fuerzas armadas— y, por último, la representación política debía prescindir al máximo de los partidos políticos (Carlos Huneeus, 2016).

El carácter militarista de la Constitución de 1980 ha permanecido durante los años de vigencia de ese texto constitucional, aunque con las reformas constitucionales de 1989 y 2005 lo fueron atenuando, pero nunca totalmente erradicado. La participación política de las fuerzas armadas se manifestaba con su presencia mayoritaria en el Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) que tutelaba el sistema constitucional y entre otras cosas designaba inicialmente senadores y miembros del Tribunal Constitucional. La reforma constitucional de 1989 igualó el número de integrantes civiles y militares en el Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) incorporando al Contralor General de la República, y se limitaron sus amplias atribuciones para hacer presente su opinión al presidente de la República, al Congreso Nacional y al Tribunal Constitucional. Se redujo también el número de senadores representantes de las fuerzas armadas.

La reforma de 2005 dio un paso adelante en la democratización de las relaciones cívico—militares. Se incorporó al presidente de la Cámara de Diputados en el Consejo de Seguridad Nacional, con lo que los integrantes civiles pasaron a tener mayoría en esa instancia. Se eliminó la inamovilidad de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y del director general de Carabineros, que podían ser llamados a retiro por el presidente de la República. Se derogaron los senadores vitalicios y los designados, y las fuerzas armadas perdieron el privilegio de proponer integrantes al Tribunal Constitucional. La COSENA sólo podía sesionar a convocatoria del presidente de la República, sus funciones pasaron a ser de asesoría, y se eliminó el papel de las fuerzas armadas como garantes del orden institucional. En materia de estados de excepción se incrementó el papel del Congreso para aprobar y renovar su declaratoria y el rol de los tribunales de justicia para sancionar las acciones tomadas por el ejecutivo durante su ejercicio. También se amplió la autoridad de la Corte Suprema sobre los tribunales militares en tiempos de guerra.

Las reformas constitucionales de 1989 y 2005 fortalecieron un sistema político y de partidos denominado de la Concertación, el que tampoco modificó sustancialmente el statu quo económico neoliberal, ni erradicó los candados constitucionales que mantienen los privilegios de las élites chilenas. La Concertación estuvo compuesta por la Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el Partido por la Democracia y el Partido Radical. La rigidez de la Constitución por medio de las disposiciones híper mayoritarias incentivó la formación de una democracia de consenso elitista entre los principales bloques políticos del país. Fue un esquema de poder basado en pactos de las élites de los partidos con exclusión de los ciudadanos (Rodrigo Espinoza Troncoso, 2021, p. 237). Los cambios constitucionales de 1989 y de 2005 fueron decididos desde arriba, a puertas cerradas, por grupos pequeños, sin existir deliberación amplia y profunda sobre los temas (Aldo Anfossi, 2021).

La “concertación” es en parte la causa del surgimiento de los movimientos sociales en Chile en los últimos años. Los partidos políticos tradicionales chilenos no tuvieron la capacidad de encauzar las demandas ciudadanas. La capacidad de representación política de los partidos, como se ha visto en los procesos electorales de 2020 y 2021 que dieron origen a la Convención Constitucional, ha sufrido un grave deterioro al grado de ser sustituidos por movimientos sociales y candidaturas independientes. En Chile los partidos ya no suscitan emoción política alguna y no aparecen ante la ciudadanía como una forma efectiva de transmisión de ideas, valores e intereses que conecten al gobernado con el gobernante. La distancia entre ciudadanos y líderes políticos partidistas ha aumentado. Todo esto se ha debido a los enclaves institucionales que los chilenos llaman cerrojos y nosotros candados, que comentaremos a continuación, y que petrificaron la vida política y constitucional de Chile a favor de unos cuantos, permitiendo que el descontento se expresara mediante movilizaciones sociales recurrentes que se realizaron al margen de la vida institucional—partidaria, y que culminaron inevitablemente con un nuevo Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, que es el fundamento político de la Convención Constitucional (Claudia Heiss, 2020, pp. 109-112).

III. Los candados autoritarios previstos en la Constitución para impedir o limitar la expresión de las mayorías

La doctrina constitucional chilena ha señalado que la Constitución de Chile de 1980 y sus reformas, contiene una serie de arreglos institucionales que funcionan como “candados o cerrojos” que han impedido que la Constitución se ponga al servicio de las mayorías, de la oposición no dominante, y que, en cambio, se haya diseñado para fortalecer el statu quo y los intereses de los sectores tradicionales que habían apoyado y respaldado el golpe en contra de Salvador Allende y su proyecto (Fernando Atria, 2013). La Constitución chilena emanada del régimen de Pinochet no es una Constitución democrática. Es una Constitución autoritaria porque no existieron en ese régimen y aún en años posteriores condiciones de pluripartidismo y pluralismo político ni situaciones similares de igualdad entre todas las fuerzas políticas; los derechos fundamentales, sobre todo los económicos, sociales, culturales y ambientales, no contaron con las garantías administrativas, legislativas o jurisdiccionales para ser exigibles y justiciables; además de que el Estado de derecho chileno, presenta hoy en día innumerables déficits que hacen imposible el encuentro y simbiosis del texto constitucional y la realidad socioeconómica y política en ese país para conseguir estadios plenamente democráticos y consecuentes con los derechos constitucionales y convencionales de una nación occidental (Juan Linz, 1975).

Entre los “candados o cerrojos” autoritarios a los que alude la doctrina constitucional chilena podemos mencionar a los siguientes: 1) las leyes orgánicas constitucionales que exigen híper mayorías para ser aprobadas; 2) el establecimiento del sistema electoral binominal —vigente hasta 2017— que sobrerrepresenta a las dos fuerzas mayoritarias y subrrepresenta a las demás; 3) el control preventivo de constitucionalidad del que dispone el Tribunal Constitucional para revisar proyectos de ley no aprobados en el Congreso y 4) los quórums de reforma constitucional que hacen improbable la reforma constitucional para dotar de sentidos sociales, alejados del statu quo, a las reformas constitucionales.

En cuanto al primero de los “candados o cerrojos” podemos decir que las leyes orgánicas constitucionales chilenas rompen el principio democrático de la mayoría. Son leyes sobre materias fundamentales que, para su aprobación, modificación o derogación, exigen la aprobación de 4/7 partes de los diputados y senadores en ejercicio, además de ser objeto de control preventivo obligatorio por parte del Tribunal Constitucional, y los ordenamientos no pueden ser materia de delegación de facultades legislativas —reserva absoluta de ley—. Se han utilizado en Chile como barreras para evitar que ciertos derechos fundamentales o procedimientos democráticos sean ampliados o profundizados en beneficio de concepciones que no son las que pertenecen al statu quo —los sectores conservadores se reservan un derecho de veto sobre materias que consideran trascendentales para el mantenimiento del modelo neoliberal—. Entre estas leyes se encuentran las siguientes: la Ley Orgánica Constitucional del Banco Central de Chile, la Ley Orgánica Constitucional de Carabineros, la Ley Orgánica Constitucional sobre Concesiones Mineras, la Ley Orgánica Constitucional del Congreso Nacional, la Ley General de Educación —la libertad de enseñanza reconocida en el artículo 19.11 de la Constitución chilena exige una ley orgánica constitucional—, la Ley Orgánica Constitucional de los Estados de Excepción, la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas, la Ley Orgánica Constitucional sobre Sistema de Inscripciones y Servicio Electoral, la Ley Orgánica Constitucional del Ministerio Público, la Ley Orgánica Constitucional de los Partidos Políticos, la Ley Orgánica Constitucional del Tribunal Calificador de Elecciones, la Ley Orgánica Constitucional del Tribunal Constitucional, la Ley Orgánica Constitucional sobre Votaciones Populares y Escrutinios.

El segundo candado tiene relación con el sistema electoral chileno que estuvo en vigor hasta 2017 y que se conoce como sistema electoral binominal. Es un sistema que sobrerrepresentó a las fuerzas mayoritaria chilenas, subrepresentado a las demás. En los hechos este sistema llegó a conferir igual número de representantes a las coaliciones de centro derecha y centro izquierda, pero fundamentalmente benefició a la derecha (Fernando Atria, 2017). Con ello el centro derecha tenía un poder de veto para impedir que ninguna iniciativa legal de izquierda o social avanzara en el Congreso. El sistema binominal implicaba un artificio jurídico para obstaculizar que los votos coincidieran con los escaños despreciando los principios de soberanía popular y los representativos. La regulación de este sistema se contenía en el artículo 109 bis de la Ley de Votaciones Populares y Escrutinios, que decía:

En el caso de elecciones de Parlamentarios, el Tribunal proclamará elegidos Senadores y Diputados a los dos candidatos de una misma lista, cuando ésta alcanzare el mayor número de sufragios y tuviere un total de votos que excediere el doble de los que alcanzare la lista o nómina que le siguiere en número de sufragios.
Si ninguna lista obtuviera los dos cargos, elegirá un cargo de cada una de las listas o nóminas que obtengan las dos más altas mayorías de votos totales de la lista o nómina, debiendo el Tribunal proclamar elegidos Senadores o Diputados a aquellos candidatos que dentro de cada lista o nómina, hubieran obtenido las más altas mayorías.
Si el segundo cargo por llenar correspondiere con igual derecho a dos o más listas o nóminas, el Tribunal proclamará electo al candidato que hubiera reunido la mayor cantidad de preferencias individuales.

El sistema electoral binominal más la existencia de las leyes orgánicas constitucionales eran valladares imposibles de franquear para las fuerzas progresistas. Éstas carecían de herramientas jurídicas e institucionales para romper con una estructura fuertemente trabada, que estaba organizada y diseñada para limitar transformaciones sociales y políticas. Se constitucionalizaba y legalizaba el poder de los sectores conservadores sobre los progresistas, y mediante estratagemas jurídicas se restringía el desarrollo y las conquistas de las fuerzas políticas y sociales que estaban a favor del cambio.

Un tercer mecanismo que actúa como candado o cerrojo es la intervención, en ocasiones obligatoria, del Tribunal Constitucional de Chile. Como hemos dicho, este tribunal tiene facultades de control preventivo —antes de que un proyecto sea ley— y actúa en la vida chilena como una tercera Cámara legislativa. En ocasiones, en el caso de las leyes orgánicas constitucionales, su intervención es obligatoria. En otras, la legitimación procesal activa para que intervenga antes de la aprobación de la ley no exige mayorías legislativas amplias, por lo que actúa como una instancia moderadora que suele contener cambios jurídicos progresistas. El Tribunal Constitucional es una instancia conservadora por el papel de revisión permanente del ordenamiento —antes y después de que las leyes sean aprobadas— y por el mecanismo de designación de sus ministros, pues éstos son personas vinculadas a los dos partidos que han controlado el Congreso y la vida política de la nación. Sus diez ministros son designados de la siguiente manera: tres son designados por el presidente de la República, cuatro por el Senado —dos directamente por el voto de los dos tercios de los miembros del Senado en ejercicio y dos con el mismo quórum, pero son propuestos por la Cámara de Diputados—, y la Corte Suprema designa tres ministros, mediante votación secreta en sesión especial convocada para ese efecto.

El cuarto candado o cerrojo está constituido por las hipermayorías exigidas para cambiar la Constitución, lo que hizo que la Constitución no estuviese en manos de los ciudadanos sino de las élites políticas. Así, dependiendo del capítulo de la Constitución, el quórum para reformar la Constitución será de 2/3 o 3/5 partes de los legisladores en ejercicio. Las modificaciones constitucionales aprobadas hasta los acontecimientos sociales de 2019 fueron sólo aquéllas que los partidos de las derechas o moderados quisieron y que no estaban dispuestas a vetar. Los cuatros candados o cerrojos mencionados durante décadas mantuvieron el statu quo constitucional y político, hasta que la movilización social de 2019 obligó a transformar mediante una reforma a la Constitución de 1980 a fin de instalar una Convención Constitucional, actualmente en funciones, y encargada de elaborar una nueva Constitución que seguramente modificará todos los mecanismos, herramientas y artificios jurídico—constitucionales que favorecieron a las clases dominantes de ese país del cono sur.

IV. El elitismo y conservadurismo chileno en su pasado histórico-constitucional

La desigualdad jurídica y material es la característica fundamental del constitucionalismo latinoamericano desde la independencia de las naciones latinoamericanas. Chile no es la excepción. La organización desigual del poder —social, política, económica— prevista en las Constituciones y en las leyes ha afectado a algunos grupos más que a otros: mujeres, indígenas, afrodescendientes, campesinos, obreros, entre otros. Las salas de máquinas de las Constituciones fueron ideadas y diseñadas para privilegiar a las élites por encima de las grandes mayorías de la población (Roberto Gargarella, 2014, p. 11). Se ha preferido siempre la estabilidad sobre la democracia y el orden público sobre la participación social.

Los chilenos proclamaron su independencia el 12 de febrero de 1818. Durante los primeros años de ese periodo hasta el año de 1833 se sucedieron distintas cartas constitucionales preocupadas por el control de la nueva nación, el orden público y los poderes del Ejecutivo. Bernardo O’Higgins fue designado en 1818, Director Supremo de Chile y con el respaldo de las fuerzas armadas sometió los reclamos de las provincias chilenas. O’Higgins abandona el poder en 1823 y ese año se aprueba una Constitución que declaraba la unidad de Chile —nada de federalismo—, que establecía que la soberanía residía en la nación, no en el pueblo, y disponía que esa soberanía se ejercía a través de los representantes, además de que se mantenía la figura del director supremo, y de manera paternalista se incluía un código moral que debían seguir obligatoriamente los ciudadanos.

En 1828 se aprobó otra Constitución que mantenía el centralismo y que contaba con algunos elementos liberales. Sin embargo, a ella se opusieron los conservadores y con el apoyo de las fuerzas armadas se le puso fin. Las características constitucionales de este tiempo son el militarismo, la propuesta de gobiernos fuertes con ejecutivos respaldados por importantes poderes públicos —la división de poderes era ilusoria—, el centralismo político en Santiago y en contra de las provincias, y la lucha entre conservadores (pipiolos) y liberales (pelucones) que mantenían diferencias ideológicas de matiz, pero no de trascendencia.

La Constitución de 1833 que tuvo vigencia durante el siglo XIX chileno fue una Constitución autoritaria, caracterizada por constitucionalizar los estados de excepción, la dictadura comisarial, un énfasis en la unidad e indivisibilidad de la nación —nada de ensayos federales—, reducción del Poder Legislativo y concentración despótica del poder en el Ejecutivo, voto censitario, y un Senado para representar a las élites locales. Esta Constitución estuvo en vigor, sin cambio alguno, durante 38 años. En 1871 se modifica la Constitución para otorgar más poderes al Congreso en materia de fiscalización. En 1891 el Congreso chileno rechazó la aprobación del presupuesto y el presidente Balmaceda declaró la prórroga del presupuesto del año anterior. A consecuencia de esos y otros hechos se produjo una guerra civil en donde terminó imponiéndose al final el poder del presidente, con el apoyo de las fuerzas armadas, sobre el Congreso, aunque en 1893 se modificó la Constitución de 1833 para conferir algunas facultades al Congreso —la llamada parlamentarización chilena—. Entre esas competencias estaban: la facultad de insistencia del Congreso frente al veto presidencial y algunas competencias fiscalizadoras del Congreso sobre el Ejecutivo. La “parlamentarización” implicó también una manera distinta de interpretación de la Constitución para que los ministros de los diversos gabinetes rindieran cuentas ante el Senado y la Cámara de Diputados (Humberto Nogueira A., 2005, pp. 18 y 19).

El siguiente texto constitucional, previo al vigente de 1980, fue el de 1925. Se trató de una Constitución discutida y redactada por una comisión designada al efecto e impuesta mediante un plebiscito irregular, carente de cualquier garantía democrática. Otra vez una Constitución elitista, que estableció grandes poderes al presidente de la República, incluyendo la intervención de éste en el proceso legislativo, el control financiero y administrativo de la nación. Al Poder Judicial se le dieron facultades para declarar la inaplicabilidad por inconstitucionalidad de un precepto legal. De manera novedosa se introdujo el principio de la función social de la propiedad.7 El voto se limitó a los varones mayores de 21 años —las mujeres accederían al voto hasta 1949 y de manera universal hasta 1970—, y fue una Constitución que permitió el uso profuso de los estados de excepción que limitaron en muchas ocasiones los derechos humanos que había reconocido su texto. Con fundamento en la Constitución se prohibieron los partidos “antisistema” como el Partido Comunista Chileno en 1948. En 1967 se produjo la reforma agraria que no logró en los hechos redistribuir ampliamente la propiedad y que para algunos juristas chilenos significó la caída en desgracia por animosidad de la derecha en contra del presidente Eduardo Frei Montalva (Democracia Cristiana) que la había propuesto y el consiguiente éxito electoral de Salvador Allende como una revancha en las elecciones presidenciales de 1970 (Pablo Contreras V. y Domingo Lovera P., 2020, p. 28). Paradójicamente, años después Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin de la Democracia Cristiana, respaldaron el golpe de Estado en contra de Salvador Allende. Se argumentó con el apoyo de la Contraloría General que en ese momento estaba en manos de la Democracia Cristiana que el decreto que conformaba tres áreas de la economía: social, pública y privada, era parcialmente inconstitucional, y que con ese ordenamiento Allende imponía un esquema ideológico y programático que la mayoría del país rechazaba.

Al presidente Salvador Allende se le impuso, tan conservadora era la clase política chilena y tanto miedo suscitaba el programa político socialista de la Unidad Popular, el Estatuto de Garantías Constitucionales (ley 19.398 aprobada en diciembre de 1970 y publicada en 1971) que ponía el acento en los derechos civiles y políticos, protección especial para los partidos y para las empresas de comunicación social. El programa de Allende significó la nacionalización del cobre y la implementación de la reforma agraria. La derecha chilena acusó al gobierno de Allende de intervenir “indebidamente” en la economía y de echar mano de preceptos legales vigentes, pero no aplicados hasta entonces, para cumplir sus objetivos populares y sociales. El desenlace como se sabe fue el golpe de Estado de 1973 realizado por las fuerzas armadas de Chile, con la complicidad de los partidos de la derecha de ese país y del gobierno de los Estados Unidos.

La Junta Militar que tomó el poder señaló que el gobierno de Salvador Allende había violado las garantías constitucionales, disolvió al Congreso y a los partidos de izquierda. Además de iniciar en contra de los derechos fundamentales la persecución y el exterminio en contra de todos los opositores. La Junta Militar manifestó jurídicamente que asumía el Poder Ejecutivo, el Legislativo y para escándalo democrático el Poder Constituyente.

En ejercicio del poder constituyente espurio, la Junta Militar creó la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución o Comisión Ortúzar en honor a su presidente. Los integrantes de la Comisión fueron abogados designados por la Junta Militar, que entre 1973 y 1978 elaboraron el texto que daría lugar a la Constitución de 1980, hoy vigente. Las sesiones de la Comisión Ortúzar fueron secretas y sin deliberación pública. El borrador final fue aprobado por los integrantes de la Junta Militar. La Constitución de 1980 fue sometida a un plebiscito controlado por el gobierno militar. Se ratificó con la votación del 65.71% de los electores. Los propósitos político—constitucionales de la Constitución de 1980 fueron: 1) ratificar a Pinochet por ocho años más en el poder; 2) petrificar la dictadura mediante el papel otorgado a las fuerzas armadas como garantes del orden constitucional e institucional (Consejo de Seguridad Nacional o COSENA) y revertir cualquier política social y democrática acaecida durante el gobierno de Salvador Allende o en gobiernos previos y 3) consolidar el modelo neoliberal mediante las cláusulas económicas que la doctrina chilena denomina “Orden Público Económico” u OPE.

De la Constitución de la dictadura de 1980 y de sus reformas posteriores de 1989 y 2005 no podía surgir una democracia auténtica, sino una democracia tutelada primero por las fuerzas armadas y el gobierno de los Estados Unidos, y después una democracia artificial y limitada por los partidos de la Concertación que actuaban bajo el paraguas de los principios neoliberales. Como ha señalado un crítico del neoliberalismo y de las democracias de baja intensidad que éste prohíja,

...la democracia es una amenaza potencial para el funcionamiento del orden del mercado. Por tanto, hace falta establecer salvaguardias frente a su potencial nocivo... El peligro de la democracia es que legitima las exigencias de redistribución. Las leyes surgen de manera espontánea, no se construyen. Las sentencias de jueces y académicos son preferibles a la legislación creada por los parlamentos... El derecho debe garantizar la previsibilidad como guía para la futura acción humana. De manera específica, debe proteger el papel de los precios en la transmisión del conocimiento sobre el futuro... Las instituciones internacionales deberían actuar como mecanismo para proteger y fomentar la competencia, sin ofrecer espacios donde la gente pueda formular reivindicaciones…La soberanía del consumidor prevalece sobre la soberanía nacional. La distinción público/privado es más importante que la distinción extranjero/nacional. El orden económico mundial depende del derecho de propiedad frente a la extralimitación del derecho de los estados” (Quinn Slobodian, 2021, pp. 408 y ss.).

V. Los déficits democráticos de la Constitución chilena de 1980 y sus reformas

Muchos son los déficits de la Constitución chilena de 1980 y de sus reformas. Aquí nos referimos exclusivamente a algunos, lo que no quiere decir que nuestro listado sea exhaustivo. En general la concepción de la Constitución de Chile se basa en los valores de una dictadura impuesta por las fuerzas armadas, en donde la Junta Militar encabezada por Pinochet asumió para sí el poder constituyente originario, y diseñó la Constitución para satisfacer los intereses de las fuerzas armadas y de las clases oligárquicas de ese país. En los términos de la clasificación de Karl Loewenstein podemos hablar de una Constitución semántica (Karl Loewenstein, 1983, pp. 216-221), pero no normativa, porque fue instrumentalizada por los grupos en el poder, y en las palabras de Juan Linz, de una Constitución autoritaria porque existieron en Chile las condiciones para la conformación de un Estado policíaco—militar; el modelo económico previsto en la Constitución no estimuló ni favoreció la redistribución de la riqueza; el pluralismo político se limitó, y los partidos no estaban en condiciones similares de igualdad; las elecciones fueron controladas por la dictadura; los derechos humanos, fundamentalmente los económicos, sociales y culturales no contaron con las condiciones administrativas, legislativas o jurisdiccionales para ser exigibles y justiciables; y, la realidad se encontraba totalmente desvinculada de los escasos valores positivos del texto constitucional (Juan Linz, 1975, pp. 175-411).

Sin ser exhaustivos, nos vamos a referir a algunos elementos de esa Constitución autoritaria, entre ellos el de la soberanía nunca popular y con escasos mecanismos de democracia directa y comunitaria; un Tribunal Constitucional que funcionó como una tercera cámara legislativa para detener cualquier intento de modificación al statu quo; un pluralismo político limitado para erradicar a los partidos que se consideraban terroristas; un catálogo de derechos humanos comprometido con el derecho de propiedad y las libertades económicas, pero no con los derechos económicos, sociales y culturales; un hiperpresidencialismo con escasos mecanismos congresuales para controlar el Poder Ejecutivo; un Poder Judicial dominado en sus variables administrativas por el Poder Ejecutivo; órganos constitucionales autónomos que son reproducción y extensión de las élites gobernantes, y una débil descentralización política y administrativa.

1. La soberanía

La Constitución chilena en su artículo 5o. atribuye a la nación y no al pueblo la titularidad de la soberanía. La soberanía se ejerce por el pueblo y por las autoridades que la Constitución establece, aunque éstas no hayan sido electas democráticamente (órganos constitucionales autónomos, tribunales de justicia y Tribunal Constitucional). El pueblo expresa la soberanía en las elecciones y mediante plebiscitos —las modalidades democráticas se contraen a la democracia representativa y a los plebiscitos, y no se contemplan otros medios de democracia directa y deliberativos como la revocación de mandato, las consultas ciudadanas, los cabildos abiertos, la iniciativa legislativa popular, el presupuesto participativo, entre otros, tampoco existe mención alguna a la democracia comunitaria (la de los pueblos originarios). En cuanto al plebiscito, éste existe exclusivamente y con condiciones para las reformas constitucionales y en el ámbito de los municipios para la aprobación de inversiones y planes de desarrollo comunales.

De acuerdo con el artículo 5o. de la Constitución de 1980, la soberanía tiene como límites los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, lo que en Chile ha generado debates sobre los derechos humanos implícitos no contenidos en la Constitución y en los tratados, así como la jerarquía de los acuerdos internacionales respecto a la Constitución. El Tribunal Constitucional chileno ha conferido una jerarquía superior a la Constitución sobre los tratados. Evidentemente, Chile se adscribe a las posturas neoconstitucionales que entienden a los derechos humanos como el “coto vedado” o las “cartas de triunfo”, lo que impide la deliberación democrática soberana sobre los derechos. Como he manifestado en otros trabajos (Jaime Cárdenas Gracia, 2020), los derechos humanos deben ser deliberados ampliamente en la sociedad y no ser el producto impositivo de las Constituciones, tratados o tribunales. Una buena experiencia es tomar en cuenta las cláusulas notwithstanding y override del derecho canadiense para que los tribunales constitucionales o cortes supremas no tengan la última palabra en la definición de los derechos, sino que lo hagan con el concurso del Congreso o de la propia sociedad. Se trata de propiciar una democracia deliberativa que hoy no tenemos. Este punto es tan importante como el método de elección popular y ciudadano de los ministros y magistrados de los tribunales constitucionales (Federico de Montalvo J., 2012, pp. 387-409). Hay que entender, como dice Dominique Rousseau (2019), que la Constitución y los derechos humanos los crea el pueblo mediante una continua deliberación.

Uno de los mayores problemas de la soberanía popular y de la democracia hoy en día es haber conferido a los tribunales constitucionales —instancias contramayoritarias, no electas directamente por los ciudadanos— el poder de definir qué es y qué no es un derecho humano. Esas instancias elitistas son las que limitan y acotan a la soberanía popular definiendo derechos —alcance y profundidad de ellos— que no siempre orientan sus decisiones a los intereses y necesidades de los más excluidos y marginados de nuestras sociedades, sino por el contrario, las dirigen a proteger los intereses de las minorías sociales extractivistas y neoliberales. Los tribunales constitucionales significan el abandono de las nociones democráticas en las Constituciones, por lo que autores chilenos como Fernando Atria estiman con razón que el neoconstitucionalismo es en realidad un anti constitucionalismo democrático (2016, p. 262), que en Chile, de manera perversa utiliza al Tribunal Constitucional como una tercera Cámara legislativa, mediante el control preventivo que ejerce, para detener cambios importantes para la transformación del modelo económico o para garantizar los derechos económicos, sociales, y culturales.

2. El terrorismo

El artículo 9o. de la Constitución indica que el terrorismo en cualquiera de sus formas es contrario a los derechos humanos. Los delitos de terrorismo serán considerados comunes y no políticos, y en caso de indulto, la pena de muerte se puede conmutar por el presidio perpetuo. Esta norma tiene su origen en los años más duros de la dictadura de Pinochet y su finalidad era considerar terroristas a todos aquellos grupos y partidos de izquierda que lucharan en contra de la dictadura. Es una regla de pluralismo ideológico limitado que busca excluir de la vida social y política a los responsables de “terrorismo” para marginar a muchos sujetos de la comunidad política. La gravedad de la disposición es tal que cuando dice que los delitos terroristas serán considerados siempre comunes y no políticos se busca impedir la aplicación del artículo 4.4 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos que establece “...que en ningún caso se puede aplicar la pena de muerte por delitos políticos ni comunes conexos con los políticos...”. La restricción al indulto presidencial nos habla del poder de las fuerzas armadas y de los sectores más conservadores de la sociedad chilena que nos hacen pensar que el anticomunismo ha pasado a formar parte de la idiosincrasia del chileno de clase media y también de las clases populares (Marcos Roitman R., 2021).

Además, el artículo 19.15 de la Constitución Chilena dice:

La Constitución chilena garantiza el pluralismo político. Son inconstitucionales los partidos, movimientos u otras formas de organización cuyos objetivos, actos o conductas no respeten los principios básicos del régimen democrático y constitucional, procuren el establecimiento de un sistema totalitario, como asimismo aquellos que hagan uso de la violencia, la propugnen o inciten a ella como método de acción política. Corresponderá al Tribunal Constitucional declarar esta inconstitucionalidad... Sin perjuicio de las demás sanciones establecidas en la Constitución o en la ley, las personas que hubieren tenido participación en los hechos que motiven la declaración de inconstitucionalidad... no podrán participar en la formación de otros partidos políticos, movimientos u otras formas de organización política, ni optar por cargos públicos...

La norma recoge tramposamente la doctrina de la llamada democracia militante alemana, pero no con un propósito democrático como en la Ley Fundamental de Bonn de 1949 en su artículo 21, sino de persecución y hostigamiento a las fuerzas políticas de izquierda que el régimen chileno ha considerado totalitarias o violentas.

3. Los derechos fundamentales

El catálogo de derechos fundamentales de la Constitución chilena en vigor tiene un antecedente en el Acta Constitucional número 3 denominada “De los derechos y deberes constitucionales”, que se basó en las siguientes premisas: 1) un modelo ideológicamente iusnaturalista que los entendía como previos al orden jurídico y al Estado; 2) un sistema autoritario de límites a los derechos porque nadie podía invocar derechos que el Acta no reconociera, sobre todo para atentar contra la integridad o funcionamiento del Estado o del régimen constituido; 3) derechos negativos o de defensa para impedir obligaciones prestacionales del Estado, es decir, para olvidarse o ningunear a los derechos sociales, y 4) ampliación de libertades de carácter económico como derechos humanos, y restricciones al poder del Estado para expropiar bienes (Pablo Contreras V. y Domingo Lovera P., 2020, pp. 72-73).

La lista de los derechos fundamentales ha sufrido cambios con las reformas a la Constitución de 1980. El catálogo actual de derechos fundamentales en la Constitución contiene la mayoría de los derechos civiles y políticos, algunos derechos sociales, y se omiten, en una nación con importante población indígena, derechos colectivos a favor de los pueblos originarios o protecciones reforzadas para grupos desventajados. Una reivindicación de la oposición chilena es que en la próxima Constitución se recoja la fórmula constitucional del “Estado constitucional social y democrático de Derecho” porque ahora estiman que lo que existe es un “Estado subsidiario”, que deja a las fuerzas del mercado la garantía siempre precaria de los derechos económicos, sociales y culturales.

De los derechos civiles y políticos destacan las libertades de naturaleza económica. Entre ellas: la libertad para desarrollar cualquier actividad económica, la prohibición de la discriminación arbitraria en materia económica, la libertad de adquisición de dominio, el derecho a la propiedad privada, los derechos de autor y de propiedad industrial. Derechos que sumados al principio de subsidiariedad conforman el orden público económico neoliberal de la Constitución (Arturo Fermandois, 2006).

En materia de derechos sociales, la Constitución no reconoce expresamente el derecho de huelga y sólo establece una prohibición de la huelga respecto de ciertos trabajadores. En su texto, a pesar de estar previstos en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, no se reconocen expresamente el derecho al trabajo o el derecho a la vivienda. El único derecho social que en Chile ha tenido en los últimos años una expansión prestacional gratuita es el derecho a la educación debido en gran parte a las movilizaciones sociales de los estudiantes. Los demás derechos, como el derecho a la protección de la salud o el derecho a la seguridad social confían su satisfacción a los mecanismos del mercado.

Resulta interesante que en Chile se reconozca desde el texto original el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación y que se haya establecido una regla especial de la acción de protección para que sea garantizado por la vía judicial ese derecho. En 2018 se reformó la Constitución para reconocer el derecho a la protección de datos personales y a la autodeterminación informativa.

En cuanto a las garantías jurisdiccionales para la protección de los derechos, éstas están conformadas por la acción de protección (artículo 20) y la acción de amparo (artículo 21). El Tribunal Constitucional interviene, además del control preventivo que ejerce —obligatorio y facultativo—, a través de la acción de inaplicabilidad por inconstitucionalidad de preceptos legales (artículo 93.6) y la acción de inconstitucionalidad de preceptos legales (artículo 93.7).

La acción de protección equivale al juicio de amparo que existe en muchos países de América Latina. Se tramita por las cortes de apelación y es posible impugnar sus sentencias ante la Corte Suprema. La acción de protección protege taxativamente derechos civiles y políticos y de libertad económica pero no derechos sociales, salvo el deber del Estado de conceder trato igualitario en materia de prestaciones sociales y el derecho a vivir en un medio ambiente sano, por lo que en esa parte, la Constitución chilena en vigor, es contraria al artículo 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el que obliga a tutelar a las personas mediante recursos efectivos respecto a la violación o afectación de cualquier derecho fundamental. Con la acción de protección se han privatizado derechos sobre bienes incorporales. Por el contrario, el amparo o hábeas corpus es un mecanismo que tiene por objeto la protección y tutela de la libertad personal y de la seguridad individual, que se tramita ante los magistrados penales que prevé la ley.

El control preventivo de constitucionalidad de la ley que ejerce el Tribunal Constitucional ha sido fuertemente criticado en Chile porque constituye una extensión del trámite legislativo, en donde el Tribunal Constitucional opera como una tercera cámara legislativa. La función preventiva de constitucionalidad constituye un cerrojo o candado frente a las decisiones de la mayoría democrática y ha tenido por fin custodiar el proyecto político, económico y social de la Constitución de 1980 y sus reformas a favor de las minorías parlamentarias.

Respecto al control de inaplicabilidad por inconstitucionalidad señalamos que es un control concreto, promovido por las partes, en donde el Tribunal Constitucional examina si la aplicación posible de uno de los diversos significados de un precepto legal produce un resultado contrario a la Constitución. En cambio, en la acción de inconstitucionalidad de preceptos legales, puede realizarse de oficio o impulsada por el ejercicio de la acción pública, siempre y cuando ya se haya decidido la inaplicabilidad por inconstitucionalidad en un asunto previo. Mediante este mecanismo se juzga la constitucionalidad del enunciado en cualquiera de sus posibles significados y con independencia de un caso particular —control abstracto—, y para que se pueda expulsar del ordenamiento una norma con efectos erga omnes y sin alcance retroactivo, la cuestión debe resolverse por la mayoría de los cuatro quintos de los integrantes del Tribunal Constitucional en ejercicio.

En general el funcionamiento del Tribunal Constitucional chileno deja mucho que desear, pues como lo apunta Claudia Heiss, es un instrumento de protección de intereses privados para obstaculizar decisiones democráticas. Distintos asuntos ilustran ese aserto: en materia de derechos de los consumidores, de garantía al derecho de salud, su negativa a declarar el agua como un bien nacional de uso público, sus decisiones contrarias a los pueblos originarios, sus resoluciones para impedir reducir el poder del presidente de la República, entre otras (Caludia Heiss, 2020, 88-90).

4. Poder presidencial, otros poderes y órganos

El presidente chileno, al igual que otros de América Latina concentra importantes poderes. Posee facultades legislativas autónomas, puede emplear decretos con fuerza de ley, es jefe de Estado, jefe de gobierno y de la administración, conduce las relaciones internacionales, tiene competencias de protección frente amenazas internas y externas, declara la guerra con aprobación del Congreso, es jefe de las fuerzas armadas, tiene atribuciones en la determinación de los estados de excepción, está facultado para nombrar autoridades, conduce la política fiscal, puede otorgar gracias, solicitar consultas a otras autoridades, puede decretar pagos no autorizados por la ley, designa con aprobación del Senado al contralor general de la República, a los consejeros del Banco Central, a los magistrados y fiscales de la Corte Suprema, elige a tres integrantes del Tribunal Constitucional, designa al fiscal nacional, y a los integrantes del Consejo Directivo del Servicio Electoral. Además, el Congreso Nacional no puede aumentar ni disminuir la estimación de los ingresos, y sólo podrá reducir los gastos contenidos en el proyecto de Ley de Presupuestos. Tiene facultades de iniciativa constitucional y legal, poderes de veto, e importantes facultades reglamentarias, entre otras muchas competencias constitucionales y legales (Pablo Marshall y Fernando Muñoz, 2016).

Con motivo de la Convención Constitucional se discute en Chile la verdadera fuerza del presidente chileno. Así se dice, que de nada sirven esas enormes facultades formales, si los presidentes no cuentan con las mayorías legislativas suficientes en las cámaras para poder gobernar (Scott Mainwaring y Matthew Shugart, 2002, p. 17). También se señala que muchas de sus competencias se ven matizadas por las facultades del Tribunal Constitucional y de los demás órganos constitucionales autónomos. No obstante, cuando el presidente chileno tiene una mayoría legislativa a su favor, se transforma en un actor constitucional fundamental que puede limitar el pluralismo político, concentrar el poder en beneficio propio o de los intereses que lo respaldan, e impedir que el sistema político se abra a la ciudadanía, tanto en la participación como en el control, supervisión y vigilancia de ésta al poder. En esas condiciones, el presidente chileno se vuelve el controlador y manipulador de la sala de máquinas de la Constitución (Roberto Gargarella, 2014) y pone en riesgo la realización de los derechos fundamentales que reconoce la Constitución y de los principios y procedimientos democráticos, cuando éstos existen en el texto constitucional.

En estos meses de la Convención Constitucional, la transformación del sistema presidencial chileno por uno parlamentario estará nuevamente sobre la mesa (Arturo Valenzuela, 1990), al igual que la introducción de un sistema semiparlamentario o semipresidencial (Francisco Zúñiga y Kamel Cazor A., 2021). Respecto a este último, se propone un presidente de la República, jefe de Estado, y un primer ministro o jefe de gobierno, que sería el jefe del gobierno, de la administración central y descentralizada, civil, militar y policial. El jefe de Estado tendría legitimidad democrática directa y el jefe de gobierno una legitimidad indirecta dependiente de la relación de confianza derivada de la mayoría de la Cámara de Diputados. El esquema que se propone implica separar las funciones hoy concentradas en el presidente de la República. El jefe de Estado podría ser una magistratura con re—elección inmediata y tener las siguientes facultades: a) nombrar al primer ministro o jefe de gobierno previa consulta con los líderes de los diferentes partidos; b) remover al primer ministro en sus funciones; c) disolver la Cámara de Diputados y convocar inmediatamente a elecciones parlamentarias que se realizarán en un plazo no inferior a 60 ni mayor a 90 días en caso de conflictos políticos graves; d) dirigir mensajes al Congreso Nacional o a la ciudadanía; e) promulgar las leyes y ordenar su publicación en el Diario Oficial; f) representar al Estado en el exterior y acreditar embajadores con acuerdo del Senado a proposición del primer ministro; g) disponer y remover a los jefes de las fuerzas armadas; h) disponer de las fuerzas armadas en los términos de la Constitución y la ley; i) realizar los nombramientos de los órganos constitucionales autónomos con la aprobación de la mayoría absoluta de los senadores; j) disponer de potestad administrativa para el funcionamiento de los servicios dependientes de la presidencia de la República; k) nombrar y remover a los funcionarios que determine la ley como de su exclusiva confianza; l) declarar o prorrogar los estados de excepción con previa autorización del Congreso, y m) declarar la guerra, previa autorización de la ley.

Entre las atribuciones de la Jefatura de Gobierno y de la Administración se proponen las siguientes competencias: a) la conducción del gobierno, del gobierno interior, la guarda de la seguridad pública, extranjería y orden público; b) designar y remover a los mandos de las policías y ejercer su mando político estratégico; c) conducir las relaciones internacionales, celebrar tratados, así como disponer su promulgación y ratificación; d) proponer los nombres para ministro de Estado y conformación del gabinete; e) dirigir la administración del Estado y disponer con el auxilio del servicio civil, el nombramiento de jefaturas de alta dirección política; f) ejercer la potestad reglamentaria de ejecución; g) ejercer el presupuesto público, y h) ejercer las atribuciones legislativas directas y las atribuciones constituyentes.

Más allá de lo que ocurra en la Convención Constitucional con la permanencia o sustitución del sistema presidencial, lo cierto es que toda la parte orgánica de la Constitución chilena merece revisión. El Congreso, por ejemplo, no tiene facultades de control sólidas respecto al ejecutivo y sus poderes para participar en la definición de la orientación política del Estado son muy débiles. Es un Congreso, como muchos de América Latina, que tiene un poder reducido en comparación con el que goza el Poder Ejecutivo. En la historia constitucional chilena, desde 1833 y con especial fuerza en la Constitución de 1925 y en la vigente de 1980, el presidente ha venido aumentando constantemente su poder a costa principalmente del Congreso, y por eso la oposición ha exigido fortalecer las instituciones de control político como las interpelaciones parlamentarias, las comisiones investigadoras, y ampliar la órbita de la acusación constitucional en los juicios políticos (Francisco Zúñiga, 2014, p. 50).

En Chile no se cuenta con un Consejo de la Judicatura, y los nombramientos de muchos funcionarios judiciales pasan por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. En el caso de nombramientos de los ministros y fiscales judiciales de la Corte Suprema, interviene la Corte, el presidente de la República y el Senado. En el resto de los nombramientos judiciales no interviene el Senado, sino solamente el Poder Judicial y el presidente de la República. Se trata por tanto de un poder judicial subordinado, y dependiente del ejecutivo chileno, al menos en sus aspectos administrativos los que obviamente tienen repercusiones sobre la independencia judicial.

Respecto al Tribunal Constitucional y los órganos constitucionales autónomos, su creación e introducción en Chile ha obedecido a las políticas neoliberales. Son órganos sin legitimidad democrática de origen, de carácter tecnocrático, instancias contramayoritarias que no se deben a las exigencias y necesidades populares. No tienen por propósito garantizar la libre participación política dentro de procesos democráticos, abiertos y deliberativos, sino fines institucionales que son compatibles con los intereses del statu quo que en muchas ocasiones son opuestos a las necesidades ciudadanas (Jaime, Bassa, 2020, p. 180).

El Estado chileno es además un Estado central, lo que exige la conformación de un Estado regional, en donde las provincias tengan un peso político constitucional independiente y autónomo en la elección de todas sus autoridades y en su funcionamiento respecto de las autoridades del gobierno central para lo cual se requieren competencias específicas para las provincias al igual que mecanismos de coordinación con el gobierno central respecto a las atribuciones que sean concurrentes. Las regiones o provincias deben ser consideradas poderes públicos y no corporaciones autónomas de derecho público. Las competencias de las regiones deberían estar contempladas en la Constitución y no en ley orgánica como sucede ahora. Su legitimidad, al igual que la de las autoridades del Estado, debe provenir directamente del pueblo, sin la intermediación y mediación de las autoridades centrales. Deberían contar con suficientes competencias para atender las necesidades básicas de las poblaciones, en materia de salud, educación, gestión del agua, y vivienda.

VI. Conclusiones

La Convención Constitucional chilena 2021-2022 tiene por delante una gran tarea. Su labor es esperanzadora para la región porque el sujeto constituyente es el pueblo y los movimientos sociales que de manera mayoritaria se expresan en la Convención. Los líderes carismáticos y los partidos políticos no tienen relevancia en la discusión, deliberación y aprobación de la Constitución.

En cuanto a las ideologías constitucionales de la Convención, éstas están por manifestarse, pero podemos señalar que en términos generales alejadas de los intereses oligárquicos de Chile. Hoy en ese país, el discurso a favor de la paridad de género, de los pueblos originarios, de los derechos de la naturaleza, y de los animales está presente. También se significan las propuestas en torno a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, y sus mecanismos de exigibilidad y justiciabilidad. Se proponen modalidades alternativas a la democracia representativa, tales como la democracia directa, deliberativa y comunitaria. Se insisten en una nueva sala de máquinas que sustituya al viejo presidencialismo y centralismo chileno. En general se busca poner fin a la era neoliberal y autoritaria que fue propiciada por la dictadura de Pinochet, y que aquí hemos explicado.

En particular, existe especial atención para revertir los cerrojos o candados que generaron el mantenimiento del statu quo neoliberal y autoritario y que algunos aún están vigentes, tales como: leyes orgánicas constitucionales que exigen hipermayorías para ser aprobadas; establecimiento del sistema electoral binominal —vigente hasta 2017— que sobrerrepresentó a las dos fuerzas mayoritarias y subrepresentó a las demás; el control preventivo de constitucionalidad del que dispone el Tribunal Constitucional para revisar proyectos de ley no aprobados en el Congreso, y los quórums de reforma constitucional que hacían improbable la reforma constitucional para dotar de sentidos sociales, alejados del statu quo, a las reformas constitucionales. También se tiene mucha claridad sobre la indebida prevalencia del derecho de propiedad y de las libertades económicas sobre los demás derechos fundamentales, y se sabe que el principio de subsidiariedad ha impedido que el Estado sea el rector y el motor de la economía chilena.

Sobre las fuerzas armadas existe la convicción de que no deben tener la preponderancia que tuvieron durante la dictadura, y que Chile no debe ser un Estado policíaco—militar. Se sabe que la democracia de partidos —la concertación— es insuficiente porque tiende a oligarquizar la vida política y crear un Estado de partidos. En general, se espera mucho de los movimientos sociales y de los mecanismos de democracia participativa y de control ciudadano.

En cuanto a la sala de máquinas de la Constitución o parte orgánica, se le da la relevancia debida. Algunos juristas de ese país están conscientes que de nada sirve contar con un catálogo amplio de derechos fundamentales si éstos no cuentan con mecanismos sólidos de exigibilidad y justiciabilidad (Francisco Zúñiga, 2014), o si la organización de las instituciones promueve la concentración del poder en pocas manos, por eso se demanda: la revisión de categorías como la de soberanía popular, la discusión en torno a la concepción política amigo—enemigo centrada en la definición jurídica de terrorismo, el fin del hiperpresidencialismo chileno, la descentralización política en la regiones, y se exige una revisión del Tribunal Constitucional y de los órganos constitucionales autónomos para reducir sus principales características contramayoritarias.

Es probable que también en Chile, por la influencia de convencionales constituyentes como Fernando Atria (2016), se reflexione y debata sobre el modelo ideológico del Estado Constitucional. Nosotros estimamos que el neoconstitucionalismo tiene fisuras porque se trata de una construcción jurídica que desea el noble sueño de la realización de los derechos humanos, pero que se enfrenta a la amarga pesadilla de la realidad, pues algunos de esos derechos —los de igualdad— no pueden ser realizados sin trastocar el modelo capitalista de dominación. Sus planteamientos desconfían de las posibilidades de una democracia radical, de la importancia de un nuevo diseño de las instituciones, no se atiende al modelo de dominación vigente —el neoliberal globalizador—, se ve por encima del hombro a las concepciones comunitarias y multiculturalistas, e ingenuamente se piensa que el concepto de democracia constitucional es para salvaguardar los derechos de los débiles, cuando en realidad con él, protegen los derechos de los poderosos, que son la minoría en las naciones y en el planeta. Es una concepción profundamente elitista, oligárquica y antidemocrática, porque confía a grupos tecnocráticos de expertos en derechos humanos la determinación y el alcance de estos. En fin, la ideología del Estado constitucional no toca el nervio de los modelos de dominación capitalista neoliberal y globalizadores vigentes, pero tristemente les brindan un servicio de legitimación jurídica para mantener la ilusión de que a través del derecho son posibles las transformaciones (Jaime Cárdenas Gracia, 2017, pp. 164 y 165).

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Notas
* Recibido el 20 de septiembre de 2021; aceptado el 16 de marzo de 2022.
** ORCID: 0000-001-7566-2429. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas UNAM. Correo electrónico: jaicardenas@aol.com
1 La reforma se contiene en la Ley número 21.200 publicada en el Diario Oficial de Chile de 24 de diciembre de 2019 —artículos 130 a 143—. En el Diario Oficial de 26 de marzo de 2020 se publicó el nuevo calendario electoral para la elección de los integrantes de la Convención Constituyente.
2 Desde mi punto de vista, una democracia representativa tradicional, sin mecanismos complementarios de democracia directa, deliberativa y comunitaria, tiene hoy en día, los siguientes inconvenientes: alienta el modelo neoliberal que genera profunda desigualdad, exclusión y neocolonialismo; los diseños institucionales se emplean para favorecer a las élites económicas y políticas; existen profundas limitaciones a la democracia participativa, deliberativa y comunitaria; los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales no suelen contar con garantías efectivas de protección; se estimula una gran corrupción en las élites económicas y políticas; la soberanía interna es vapuleada por intereses geopolíticos; los medios de comunicación transmiten el discurso de las clases dominantes; existen dificultades agravadas para la resistencia civil en contra del orden establecido, y hay una producción de sociedades sin destino, sin futuro.
3 Igualmente ver a: Carlos de Cabo Martín (2017); Carlos de Cabo Martín (2014); Roberto Gargarella (2008, pp. 249- 262); Larry D. Kramer (2011); Pedro Salazar Ugarte (2007);  Jeremy Waldron (1999).
4 Marcos Roitman dice que cuando Friedrich Hayek visitó Chile en 1977 señaló que prefería un dictador liberal antes que un gobierno democrático sin liberalismo.
5 El principio de subsidiariedad fue incluido por primera vez en la “Carta Encíclica Quadragesimo Anno” de la Iglesia Católica, publicada en 1931. Deriva de la obra de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) y a su vez del pensamiento de Aristóteles. Se le conoce como principio de “solidaridad entre desiguales”. En Chile ha implicado que, al individuo, a la familia, a las organizaciones de la sociedad, les corresponde en primera instancia la atención de necesidades individuales y colectivas. Si estas instancias sociales carecen de la capacidad para hacerlo, es entonces el Estado el que debe intervenir para resolverlas. El principio de subsidiariedad entraña que el Estado no es el primero de los garantes de los derechos fundamentales, principalmente de los económicos, sociales, culturales y ambientales.
6 El Estado policíaco-militar es una construcción teórica que explica la constante militarización en el mundo, sobre todo, aunque no exclusivamente, en regímenes no democráticos. Este tipo de Estado es una faceta del análisis geopolítico del Estado neoliberal. Se ha incrementado inmensamente el poder de los ejércitos y policías para tutelar el modelo económico del Estado neoliberal y proteger sus vastos intereses supranacionales que tienen relación desde la reproducción constante del capital hasta la actuación en contra de la inmigración ilegal. Las grandes potencias, como los Estados Unidos, se asumen responsables del proceso para mantener condiciones aceptables de reproducción del capitalismo contemporáneo en beneficio de las grandes empresas transnacionales, y para apuntalar sus áreas de influencia en la lucha por la hegemonía mundial. Por eso, países de América Latina han recibido el impacto de esta concepción geopolítica —sobre todo porque constituimos la frontera sur de los Estados Unidos— y, sin importar nuestras estructuras políticas formales o las necesidades domésticas, el modelo del Estado policiaco-militar se impone y, los gobiernos cómplices lo reciben con agrado y sin oponerse, para no agraviar a la potencia. Sin embargo, es tan nociva esta nueva estructuración del Estado que, en los propios Estados Unidos, la violencia policiaca militar ha provocado en muchas ciudades reacciones contrarias y de oposición por parte de la sociedad civil.
7 El último párrafo del artículo 10 de la Constitución de 1925 decía: “El ejercicio del derecho de propiedad está sometido a las limitaciones o reglas que exijan el mantenimiento y el progreso del orden social, y, en tal sentido, podrá la ley imponerle obligaciones o servidumbres de utilidad pública en favor de los intereses generales del Estado, de la salud de los ciudadanos y de la salubridad pública”.