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TRIBUNALES DE DROGAS EN CHILE ¿COMPLEMENTO O ALTERNATIVA AL PUNITIVISMO?*

DRUG COURTS IN CHILE. A COMPLEMENT OR AN ALTERNATIVE TO PUNITIVISM?

Silvio Cuneo Nash**
Paula Medina González***

Boletín Mexicano de Derecho Comparado,
nueva serie, año LIV, número 162,
septiembre-diciembre de 2021.

DOI: 10.22201/iij.24484873e.2021.162.17068

Resumen:

Este trabajo es un estudio crítico sobre los tribunales de drogas (TD) en Chile. Para esto, se analiza el contexto normativo en el que nacen dentro de la legislación penal en materia de tráfico ilícito de estupefacientes. Sin perjuicio de valorar la existencia de tratamientos contra las drogas, cuestionamos que los TD sean una alternativa al encarcelamiento. Más bien, se trata de un aumento de la red punitiva que sirve de complemento al punitivismo extremo en la legislación penal sobre drogas. Asimismo, por los requisitos de elegibilidad establecidos en los TD chilenos, se impide la posibilidad de un tratamiento para muchas personas que podrían requerirlo, toda vez que en la forma actual los TD combinan y confunden criterios de salud pública con nociones de peligrosidad. En las conclusiones recomendamos la mantención y el aumento presupuestario de los tratamientos contra las drogas. No obstante, sugerimos la separación de las valoraciones o imputaciones jurídico-penales de los criterios de salud pública. Asimismo, como política pública en materia penal sobre drogas, recomendamos la despenalización de conductas y la disminución de sanciones para construir un camino real descarcelatorio y respetuoso de la dignidad humana.

Palabras Clave:

tribunales de drogas, tratamiento contra las drogas, voluntariedad, guerra contra las drogas, prevención especial positiva.

Abstract:

This paper is a critical study of the Drug Courts in Chile.To this end, it analyses the regulatory context in which they were created within the criminal legislation on illicit drug trafficking. Without prejudice to the existence of drug treatment, it is questioned whether drug courts are an alternative to incarceration. Rather, they are an increase in the punitive net that complements the extreme punitiveness of criminal drug legislation. Furthermore, the eligibility requirements established in Chile’s drug courts prevent the possibility of treatment for many people who might need it, since in their current structure, drug courts combine and confuse public health criteria with notions of dangerousness. In the conclusions it is recommended the maintenance and budgetary increase of drug treatment. However, it is suggested the separation of criminal law assessments or charges from public health criteria. Likewise, as a public policy in criminal matters on drugs, it is recommended the decriminalisation of behaviours and the reduction of penalties in order to build a real path that is decriminalising and respectful of human dignity.

Keywords:

Drug Courts, drug treatment, voluntariness, War on Drugs, special positive prevention.

Sumario: I. Introducción. II. Tratamiento y pena. III. Aceptación de responsabilidad y necesidad de tratamiento. IV. Los TD en el contexto de la guerra contra las drogas. V. Génesis de los TD en Chile (la curiosa alianza). VI. Funcionamiento de los TD en Chile. VII. Conclusiones y propuestas. VIII. Bibliografía.

I. Introducción

La finalidad de este estudio es analizar críticamente los tribunales de drogas (TD), en especial en Chile. Los TD, lejos de ser una institución de larga tradición nacional, surgen como una arista más en la imposición de regímenes hegemónicos que, en materia de leyes penales de control de estupefacientes, reproducen políticas criminales estadounidenses. Son estas políticas, y específicamente la guerra contra las drogas, las principales causas del encarcelamiento masivo de personas modestas y el aumento del encarcelamiento femenino (Michelle Alexander, 2012; Carmen Antony, 2002).

Sin perjuicio de un análisis crítico que surge de una fundada desconfianza en la intervención, por parte de Estados Unidos, en las políticas criminales latinoamericanas, tras haber conversado con diversos intervinientes de los TD (juezas, fiscales, defensores(as), duplas psicosociales y, especialmente, usuarios y usuarias) rescataremos la idea del tratamiento en sí y analizaremos su potencialidad de suavizar la respuesta penal. Sin embargo, la escasísima posibilidad que tienen los(as) imputados(as) de acceder a estos tratamientos en Chile, ya que deben cumplir con los requisitos de la suspensión condicional del procedimiento (SCP),1 hace que se prefiera a candidatos(as) que en general no presentan un alto compromiso delictivo, lo que muchas veces coincide con un consumo menos problemático de drogas. En cierto sentido, los filtros de los TD pueden ser muy útiles para mostrar niveles exitosos de los mismos en comparación con los(as) imputados(as) que no cumplen los requisitos. El problema de esto, como siempre, es que al mezclar criterios de salud pública con justicia penal, no se atiende a la necesidad de todos los(as) usuarios(as) de un tratamiento desde una perspectiva médica, sino más bien, con base en consideraciones neopositivistas basadas en criterios de peligrosidad.

Pese a las críticas que se evidenciarán a lo largo de este trabajo, en las conclusiones recomendamos la mantención, e incluso el aumento presupuestario y, para casos concretos, de los tratamientos contra las drogas (con o sin forma de TTD). No obstante, lejos de conservar las actuales restricciones de ingreso, sugerimos ampliar los tratamientos para personas que, por su problema de adicción, lo requieran, sin importar un posible elevado compromiso delictivo e incluso para personas condenadas. Recomendamos también la separación de las valoraciones o imputaciones jurídico-penales de los criterios de salud pública. Así, si bien el consumo problemático de drogas puede ser considerado, a la hora de ejercer justicia penal, como un elemento que repercute en la menor reprochabilidad, creemos que no resulta conveniente combinar criterios de salud pública con criterios de justicia penal.

Por otra parte, nos parece pertinente indagar sobre las reales funciones que pueden ocultar los TD y, en general, la creación de nuevas instituciones jurídicas. En este sentido, se podría preguntar si además de los TD, ¿vamos a tener tribunales penales para femicidios?, ¿otros para medio ambiente?, ¿otros para delitos económicos? El problema que podría suscitarse es que si cada uno de estos tribunales no tuviese suficiente trabajo, como toda burocracia, se lo va a inventar porque ninguna burocracia se suicida. Por otra parte, esos tribunales que requieren “especialidad”, sólo pueden funcionar —dado los recursos financieros que involucran— en las grandes ciudades y no en las pequeñas, generando situaciones de desigualdad en su acceso. Además, a medida que vamos subiendo en las instancias judiciales hay menos especialización, o sea, que se requiere “especialización” en la primera instancia, y no en las superiores que revisan lo que éstas deciden. Así, hasta llegar a la Corte Suprema, donde unos poquísimos se supone que saben de todo.

II. Tratamiento y pena

La idea de las penas-tratamiento se vincula con la prevención especial, teoría que supuso un giro antropológico del derecho punitivo. Dicha teoría encuentra su raíz en el positivismo penal lombrosiano y en ella subyace la noción de tratamiento clínico, apreciándose al condenado(a) como un ser de humanidad deficiente, objeto de curación, tanto de sus carencias como de sus comportamientos.

El tratamiento necesita per se la individualización del penado(a), vinculándose necesariamente a un derecho penal de autor, emparentado este con una concepción totalitaria de la sociedad. Dicha individualización se utilizará en miras de modificar comportamiento y valores del individuo penado, permitiendo castigar a personas por lo que son y no por lo que hacen, dando cabida a juzgar con base en prejuicios y estereotipos personales de índole racial, de extracción socioeconómica, de estilo de vida, de orden ideológico y/o político.

El derecho penal se centra, para la prevención especial, en la idea de peligrosidad, de la que el delito no es sino una manifestación o síntoma y la pena un medio, o mejor, un remedio, entre otros, de defensa social. Al individuo peligroso se le aplica la pena-tratamiento, que tendrá por finalidad la transformación de este sujeto desviado en uno no peligroso para la sociedad. Por ende, será la peligrosidad el criterio para determinar qué pena y por cuánto tiempo la requiere el(la) condenado(a). Es decir, la prevención especial supone una indeterminación de la punición.

En estas doctrinas suelen utilizarse los nombres de reeducación, resocialización, readaptación, reincorporación o reinserción social, que “con su sofisticada apariencia de altruismo y filantropía, constituye el peligro más temible y refinado de nuestros días en el ámbito de lo penal para la libertad y la dignidad del hombre” (Manuel Rivacoba, 2012, p. 44).

Dichos propósitos, la mayoría de las veces son sólo declamaciones que nada tienen que ver con la realidad, toda vez que pensar que una cárcel pueda ser rehabilitadora sólo evidencia el desconocimiento de lo que pasa dentro de sus paredes. Además, resulta inapropiada la utilización de los prefijos “re” (rehabilitar, reeducar, reinsertar, etcétera), puesto que, por una parte, existen personas que cometen delitos perfectamente educadas (en la política y en el mundo empresarial, por ejemplo) y, por otra parte, la mayoría de los(as) condenados(as) a prisión han crecido en sectores marginales y carentes de reales alternativas de educación o habilitación social, por ende, resulta paradojal que puedan ser “re” educados o “re” habilitados. Más bien estos conceptos aluden a una intervención que pretende adecuar a estas personas a una determinada “forma de ser”, respetuosa del orden social/legal imperante. Lo cual es aún más contradictorio, dado que con ese fin se somete a las personas a un “orden carcelario” que está muy lejos de dicho orden social/legal ideal, ya que se caracteriza por la “inobservancia generalizada de la ley”.2 Otra cuestión que prácticamente no se considera por quienes apoyan estas teorías, es el costo y los medios necesarios que se necesitarían para aplicar realmente penas rehabilitadoras. En los hechos, la prisión, pese a sus elevadísimos costos, no sólo no logra brindar las herramientas necesarias para esa pretendida rehabilitación, sino que incluso aumenta los factores criminógenos de quienes sufren el encierro. Por lo mismo, convendría preguntar a la misma sociedad que pretende rehabilitar a sus condenados aquello de que cada sociedad tiene los delincuentes que se merece, o sea, los que es capaz de producir, y si acaso no será esa sociedad la que haya de ser resocializada y con qué títulos y aptitud puede pretender entonces resocializar a los individuos (Manuel Rivacoba, 2012, pp. 44 y ss.; 1995; 1993).

Con la aparición de trabajos de campo desde los años cuarenta de la pasada centuria,3 la prevención especial positiva, no pudiendo mantener una desconexión total con la realidad, cambia su perspectiva original y abandona una visión puramente centrada en la necesidad de tratamiento clínico del sujeto infractor de ley, para centrarse en carencias de tipo social que motivarían o explicarían el comportamiento delictivo.

Estas nuevas concepciones rehabilitadoras ocuparon un sitial primordial en el sistema penal estadounidense hasta los años setenta del siglo pasado (David Garland, 2005), toda vez que podrían presentar múltiples ventajas en comparación con una retribución que no pretendía cumplir ningún fin social. Sin embargo, el debilitamiento del Estado social supuso una transformación del sistema penal dejando atrás el ideal rehabilitador. Esta mutación vino acompañada de la adopción de regímenes neoliberales, en los cuales la desregulación social, el incremento de la precariedad salarial y de la desestabilidad laboral fueron de la mano con el auge del Estado punitivo o autoritario que se desentiende de los fines rehabilitadores (Loïc Wacquant, 2000a; 2000b).

Beckett y Western arguyen que el gasto social y el gasto en el sistema penal están inversamente relacionados, pues son formas de manejar los sectores excluidos del mercado laboral, y esta relación se demuestra empíricamente a partir de 1995 en Estados Unidos (Elena Larrauri, 2009). El sistema neoliberal que profesa la desregulación económica genera una sobrerregulación penal. Las consecuencias creadas por el desmantelamiento del Estado social, principalmente la inseguridad material en las clases más bajas, produce una sobreinversión carcelaria como instrumento de opresión y de control social.

Para Garland (1999; 2005), el sistema penal propio del Estado de bienestar (penal welfare complex) no ve en el delito una amoralidad del autor, sino una manifestación de un problema social que sería resultado de una sociedad industrial, clasista y desigual (David Garland, 1999). Este sistema de castigos welfarista busca, más que reprochar el actuar individual de quien perpetra un delito, la corrección del delincuente, entregándole herramientas tendientes a reinsertarlo socialmente. La idea misma de resocialización encierra la de tratamiento, la que con el avance del siglo XX va adquiriendo mayor cientificidad y contribuye a desarrollar un lenguaje penal. “Es el caso de los reformatorios, institutos y asociaciones correccionales, terapias, terapeutas y guardianes de prisión” (Diego Zysman, 2012, p. 231). Tanto el ideal rehabilitador, como su necesaria consecuencia de penas indeterminadas, tuvieron gran extensión y fuerza en Estados Unidos, no así en Europa continental (Diego Zysman, 2013).

El welfarismo se caracterizaba por tener una confianza enorme en los operadores del sistema penal a quienes se consideraba especialistas en políticas tendientes a la rehabilitación de los condenados. Por lo mismo, dichos operadores tenían amplísimas facultades para determinar el tipo de condenas, clasificar a los(as) condenados(as), evaluar la posibilidad de una liberación anticipada, ver la necesidad de una supervisión más o menos intensa, etcétera. La opinión de los(as) operadores(as) expertos(as) del sistema penal llegaba a ser más decisiva que la autoridad judicial. El tipo de condena y beneficios de los(as) condenados(as) estaban en manos de funcionarios(as) de la probation,4 trabajadores(as) sociales, psicólogos(as), psiquiatras, educadores(as) y reformadores(as) sociales, etcétera (David Garland, 2005).

En el contexto del welfarismo primaba la opinión de aquellos sectores liberales que entendían que el castigo era menos útil que el tratamiento; que la prisión era contraproducente y que la pena de muerte era irracional, contra la opinión conservadora que se refería al poder disuasivo de las condenas duras y a la necesidad de penas privativas de libertad más prolongadas y de la pena de muerte (David Garland, 2005). Este Estado de bienestar y las pretensiones de rehabilitar a los delincuentes se basaban en un discurso conocedor de las desigualdades sociales que entendía que las verdaderas causas de la delincuencia se encontraban en un contexto social, especialmente en las carencias que sufrían los sectores más vulnerables.

Con el desmoronamiento del Estado de bienestar y la pérdida de seguridad laboral nace una nueva pobreza consecuencia del desempleo masivo y de amplios sectores que oscilan entre la precariedad laboral y el trabajo ilegal (muchas veces constitutivo de delito). Con la pérdida de la estabilidad se eleva la inseguridad y el “riesgo” cobra un papel primordial. Este ya no será erradicable y, por ende, habrá que buscar mecanismos de gestión que minimicen o distribuyan sus efectos (José Brandariz, 2014). En el ámbito penal, se deja de lado la idea de una corresponsabilidad social en la gestación del delito (co-culpabilidad), para centrarse primordialmente en la culpa individual. Ahora la prevención (real o ideal) ya no buscará la transformación del infractor, sino que se concentrará en hacer menos “rentable” el delito para su autor, al que se supone capaz de una elección racional.

Obviamente este desmantelamiento del ideal de rehabilitación no vino de la nada. Las políticas penales que buscaban la rehabilitación o resocialización siempre tuvieron detractores. Los sectores más conservadores y reaccionarios constantemente plantearon que la cárcel debía cumplir la función de castigar y no de rehabilitar, puesto que, si en nuestra sociedad existen sujetos honestos e inocentes, por una parte, y malvados y deshonestos, por otra, la prisión debía servir para proteger a los primeros de los segundos, encerrando a estos últimos dentro de cuatro paredes por el mayor tiempo posible (James Wilson, 1983). Con la llegada al poder de Margaret Thatcher5 en el Reino Unido (1979) y de Ronald Reagan (1981) en los Estados Unidos se produjo un decisivo viraje que desarticuló el estado intervencionista y las políticas welfaristas, dando paso a una legislación criminal más dura alejada de ideas correccionalistas. Estas corrientes conservadoras (realismo de derecha), críticas con el ideal de rehabilitación, se identifican con la idea de “ley y orden” y con la “criminología del otro” (Diego Zysman, 2012).

A partir de los años sesenta surgen también críticas de sectores más progresistas. Estas se basan en la ineficacia de los tratamientos que pretendían la reinserción de los condenados y que terminaban otorgando legitimidad a la cárcel la que, como institución total —sostienen— produce efectos nefastos en quien la sufre. Asimismo, entendían que las penas indeterminadas encubren un sistema de injusticia total que castiga más duramente a los sectores más vulnerables de la sociedad, especialmente a los pobres y a los negros. Lo que esta crítica buscaba era limitar la discrecionalidad y denunciar la hipocresía que envuelve el paradigma “correccional”. Así, la reprobación del “ideal de rehabilitación” comenzó rápidamente a expandirse en los circuitos académicos estadounidenses, esencialmente porque la propia fundamentación de la rehabilitación evidenciaba una contradicción insalvable, ya que las respuestas rehabilitadoras inevitablemente fracasarían en el intento de llegar a sus causas profundas, porque intervienen después de la producción del daño. Es decir, responden a consecuencias más que a causas (Silvio Cuneo, 2019; David Garland, 2005; John Monahan, 2003).

Lo anterior no significa, como tendremos oportunidad de ver más adelante, que nos opongamos a la existencia de tratamientos en general y tratamientos contra las drogas en particular. Más bien, todo lo contrario. Creemos que dichos tratamientos son profundamente necesarios y que las ventajas que pueden obtenerse de ellos son invaluables. Sin embargo, creemos que la mezcla de la justicia penal y el sistema de salud tiene consecuencias complejas. Entre otras, que la eficacia de estos tratamientos usualmente termina siendo evaluada más en función de la no reincidencia delictiva y de los menores costos que supone en comparación a la pena privativa de libertad, que en relación con la mejora de los indicadores de salud física y mental de las personas que acceden a ellos (Fundación Paz Ciudadana, 2018). En síntesis, nos parece peligroso unir o confundir criterios jurídico-penales, que no deberían prescindir de la culpabilidad como reprochabilidad, con aquellos de orden clínico que deben fundarse en la necesidad individual del tratamiento. En el mismo sentido, lúcidas son las palabras de Morris, para quien: “[l]a injusticia y la ineficiencia invariablemente fluyen de toda mezcla de la ley penal y los poderes de salud mental del Estado. Cada una es suficiente por sí misma para alcanzar un balance justo entre libertad y autoridad; cada una tiene su propio interés en electores potenciales; cuando se mezclan, sólo se suma la posibilidad de injusticia” (John Monahan, 2003, p. 237).

III. Aceptación de responsabilidad y necesidad de tratamiento

Examinamos anteriormente cómo las teorías rehabilitadoras y los tratamientos que ellas propugnan, con independencia de las intenciones de quienes las apoyen, buscan modificar formas de vida, hábitos y costumbres. Por muy altruistas que quieran parecer, este cambio de comportamientos no lo elige el(la) imputado(a) de manera libre, toda vez que no se puede hablar de libertad cuando la alternativa al tratamiento consiste en la respuesta penal.

Los tratamientos contra las adicciones de drogas muchas veces no son completamente voluntarios, toda vez que quienes siguen un tratamiento suelen haber sido fuertemente presionados para su ingreso. Sin embargo, resulta muy distinto cuando la aceptación de este es consecuencia de presiones por parte de los padres, parejas, otros familiares o amigos(as),6 que cuando dicha presión viene ejercida por el Estado, donde la aceptación al tratamiento responde al temor hacia una respuesta penal y, eventualmente, al encarcelamiento.

Sabemos que la cárcel es altamente riesgosa para la seguridad personal. Los estudios sobre violencia intracarcelaria confirman la opinión de Elías Neumann, que a las cárceles latinoamericanas “no se va a cumplir un castigo, sino a ser castigado diaria y continuamente” (Elías Neuman, 2006, p. 54). Bajo una amenaza penal resulta al menos cuestionable hablar de voluntariedad en la aceptación del tratamiento.7

Por otra parte, la falta de acceso a tratamientos para el consumo problemático de drogas resulta especialmente grave en Estados Unidos. Según un estudio de 2016, habría casi siete millones y medio de personas con problemas de dependencia de drogas ilícitas y sólo un 28% reciben tratamiento (Social Science Research Council [SSRC], 2019), lo que genera un resultado perverso, toda vez que la manera más simple y barata de acceder a un tratamiento es justamente el tribunal de drogas (Physicians For Human Rights, 2017), lo que fomentaría aceptar responsabilidad penal, esto es, renunciar a derechos fundamentales —como la presunción de inocencia— para poder tratar una adicción (Douglas Marlowe y William Meyer, 2011).  

Si bien muchas veces la aceptación de participar de los tratamientos de drogas no supone una alternativa a la cárcel (en los TD chilenos, por ejemplo), la creencia o desconocimiento hace que sea precisamente el temor al encarcelamiento lo que motive la aceptación de la participación en dichos tribunales en un elevado número de participantes. Por lo mismo, la voluntariedad en la participación de los TD no es tal.8 Un estudio realizado en Chile en 2011 demostró que muchos participantes de los TD lo hacían sin tener claridad de que por sus delitos no arriesgaban pena de cárcel y que la aceptación del tratamiento muchas veces se basaba en la errónea idea de que de esta forma evitaban el encarcelamiento (Diego Piñol et al., 2011).

Asimismo, el espíritu disciplinador de los TD, muestra a un Estado que se entromete en las vidas de los(as) infractores(as), ejerciendo presiones tendientes a normalizar los comportamientos a través de la imposición de cánones morales (Michael Foucault, 2002). Refiriéndose a esta concepción paternalista, Isaiah Berlin plantea que lo que el Estado desdeñosamente hace es referirse a un(a) infractor(a) de la siguiente manera: “Si no se disciplina a sí mismo, debo hacerlo por usted; y no puede quejarse de la falta de alimentación, porque el hecho de que esté en la corte es evidencia que, como un niño, un salvaje, un idiota, no estás maduro para la autodirección” (citado en Eric Miller, 2009, p. 132).

La situación de los TD resulta diferente según el contexto. Así, en varios estados de Estados Unidos, la única forma de ingresar a los TD es en calidad de condenado(a), lo que, como vimos, puede impulsar a un(a) infractor(a) a aceptar responsabilidad. En Chile la situación es diferente ya que los TD operan sólo respecto de imputados(as) que aceptan una suspensión condicional del procedimiento, lo que no supone una condena penal. Si bien, resulta positivo que no sea necesaria una condena para acceder a los TD, puesto que así no se estimula la aceptación de una condena, esta es también una limitación, toda vez que el criterio para el ingreso a un tratamiento debiera ser la necesidad médica del mismo y no consideraciones jurídicas como la presencia o no de antecedentes penales. Por lo mismo, debieran existir posibilidades de TD tanto para imputados(as), como condenados(as) e incluso reincidentes.

En Estados Unidos, la agrupación Médicos por los Derechos Humanos (Physicians for Human Rights) denuncian que el fracaso de los TD se debe a que proveen tratamientos para quienes no necesariamente los necesitan, lo que, a su vez, deja sin vacantes a pacientes que sí necesitan de dichos tratamientos. Por lo mismo, los Médicos por los Derechos Humanos de manera crítica se refieren a los TD con la consigna “ni justicia ni tratamiento”, toda vez que con este sistema no se consigue ninguno de dichos fines (Ibán de Rementería, Eduardo Sepúlveda y Juan Barra, 2018; Physicians For Human Rights, 2017).

Para Miller, la combinación de criterios de justicia penal con aquellos médicos del tratamiento, esencialmente incompatibles, impide el cumplimiento de fines en ambos sentidos. La terapia, en otras palabras, ignora el pantano bélico y político que estructura la situación de quien comete un delito en favor de un modelo personalizado, exhortivo, de persuasión individualizada (Eric Miller, 2009). En sentido similar, Nolan nos advierte que la índole médica del tratamiento contra las drogas puede recomendar, sin importar el delito, un régimen de tratamiento prolongado, invasivo y potencialmente arduo (James Nolan, 2003).

IV. Los TD en el contexto de la guerra contra las drogas

La implementación de la guerra contra las drogas, primero en Estados Unidos y luego en América Latina, ha sido social y racialmente selectiva. En Estados Unidos “nada ha contribuido más al internamiento sistemático y masivo de la gente de color en Estados Unidos que la Guerra contra las Drogas” (Michelle Alexander, 2012, p. 12).9 El origen de esta política criminal no tiene tanto que ver con evidencia científica que pueda respaldar su eficacia, sino más bien, con decisiones populistas que dieron gran rédito electoral a sus impulsores. Como estrategia bélica centrada en los barrios pobres hace fácil las condenas de los involucrados, pero resulta sumamente ineficiente en su lucha contra el tráfico de drogas, puesto que al encerrar a pequeños(as) vendedores(as) (o consumidores) éstos rápidamente son sustituidos por otros(as) debido a la enorme demanda de drogas ilegales.10

En 1971 el presidente Nixon declaró la guerra contra las drogas, anunciando la necesidad de restaurar la denominada política de ley y orden (Jonathan Simon, 2011, p. 10), declarando que la droga era una “maldición moderna de la juventud estadounidense” (Ted Galen, 2003, p. 11). Al poco andar, la guerra contra las drogas se impuso en América Latina, primero en los países productores de cocaína, como Bolivia, Perú y Colombia, luego en el resto del continente con normas desproporcionadamente punitivistas, contrarias a los principios liberales del derecho penal (Silvio Cuneo y Nicolás Oxman, 2021).11

Los efectos obtenidos no han sido, como ya hemos señalado, la disminución de las conductas de tráfico, pero sí el encarcelamiento de los últimos eslabones en la cadena de tráfico y de drogodependientes.12 Resulta paradójico que una legislación que busca justificarse en la protección de la salud pública tenga efectos que van en la dirección contraria. Muchas veces pequeños tráficos se enmarcan en actividades propias de los consumidores adictos, especialmente aquellos que tienen problemas para financiarse la adicción. Sin embargo, las propias leyes presumen el tráfico a quien posea o transporte droga, invirtiendo la carga probatoria y vulnerando la presunción de inocencia.  

Usualmente en la actividad política, y en la legislación de modelos de políticas criminales, resulta más importante mostrarse como preocupados que ocuparse debidamente de los problemas. De ahí que se legisle sin pensar en los efectos reales de la propia legislación. Seguramente nadie reconocería expresamente a la hora de votar una ley de control de estupefacientes, que espera que esta aumente el encarcelamiento de la pobreza y que, en cambio, se mantenga la impunidad generalizada respecto de quienes se enriquecen de la actividad del tráfico. Tampoco pareciera que los impulsores de la política criminal se hagan cargo de los efectos nefastos que genera el encierro, entro otros, el nivel de consumo de drogas, la violencia intracarcelaria y los índices de reincidencia.13

Un tema especialmente sensible de los efectos de esta guerra es el encarcelamiento femenino (Meda Chesney-Lind, 2003; Iñaki Rivera, 2009, p. 264). La selectividad en las mujeres reclusas opera al encerrar muy especialmente a un grupo vulnerable que en su mayoría comparte tres características: son mujeres sin poder ni influencias, generalmente encarceladas por delitos vinculados al tráfico de drogas; han vivido en la pobreza, y en una elevada proporción pertenecen a grupos étnicos minoritarios (Pat Carlen, citado en Iñaki Rivera, 2009, p. 264).

Para Antony, las limitaciones derivadas de la maternidad impiden a las mujeres conseguir o conservar sus trabajos, lo que explica porqué algunas veces deciden participar en actividades de tráfico de drogas (Carmen Antony, 2002, p. 512). Por la propia condición desfavorecida que sufren las mujeres, lo normal es que su actividad en el tráfico corresponda a tareas subalternas y de gran visibilidad (María Luisa Maqueda, 2014, p. 247), lo que las hace sustituibles y fácilmente apresables.

En este contexto de punitivismo sin respeto por principios básicos como la proporcionalidad, la presunción de inocencia y el respeto por libertades fundamentales, en la legislación sobre tráfico ilícito de estupefacientes, resulta curioso que el legislador, de nuevo imponiendo políticas criminales estadounidenses, plantee un camino supuestamente alternativo como la existencia de tribunales de drogas para un insignificante número de casos en relación con el alto número de personas procesadas y encarceladas por la guerra contra las drogas.14 Su implementación y funcionamiento será lo que abordaremos a continuación.

V. Génesis de los TD en Chile (la curiosa alianza)

Antes de analizar la génesis de los TD en Chile, quisiéramos plantear varias interrogantes con la pura finalidad de cuestionar las intenciones declaradas por los impulsores de los TD y sugerir posibles justificaciones no declaradas a la hora de su implementación.

Resulta difícil entender qué es lo que se pretende con la instalación de los TD en Chile. Como ya venimos señalando, se trata, de nuevo, de imposiciones de sistemas nacidos en Estados Unidos. Los TD puede que cumplan principalmente el rol simbólico de mostrar que no sólo se trata de castigar sino también de acoger y proteger a autores(as) de delitos con problemas de dependencia a las drogas. Aun cuando se trate, principalmente por el filtro de elegibilidad, de una posibilidad muy reducida y cuya implementación sea excesivamente onerosa, de lo que se trata es de mostrar un lado amable en la legislación antidrogas.15

Para Jonathan Simon (2011), los TD, más que una alternativa al encarcelamiento, han logrado expandir el control judicial adaptándose a una nueva métrica de “gobernar a través del crimen” y la estrategia de responsabilización. Para David Garland se trata de una característica asociada con la nueva penología en la que los tribunales participan en asociaciones público-privadas con varios proveedores de tratamiento y fuentes de fondos (David Garland, 2005).

Todas las cuestiones planteadas precedentemente buscan cuestionar la realidad de las intenciones expresadas por los promotores de los TD en Chile. Así como nadie debiera confiar en las buenas intenciones de la participación estadounidense en la gestación de leyes de control de estupefacientes en América Latina, tampoco a nivel nacional debiéramos ser ingenuos al constatar que la intervención de la Fundación Paz Ciudadana (FPC) tenga un rol tan esencial en la creación de políticas públicas en materia criminal y de control de drogas en particular. En efecto, los TD en Chile nacen en 2004, en un proyecto piloto en Valparaíso con la participación de la Embajada de Estados Unidos y la FPC (SSRC, 2019).16 Resulta imposible no vincular la participación en este acuerdo entre la FPC y el gobierno de los Estados Unidos, con el rol que jugaron El Mercurio y la CIA en el golpe de Estado en Chile en 1973.17

Para concluir este apartado, y sin querer poner en tela de juicio los TD sólo por sus promotores, nos genera dudas por qué en la elaboración del Convenio que crea los TD en Chile firman organismos públicos cuya participación nos parece justificada, junto a dos entes (la Embajada de los Estados Unidos y la FPC) que arrastran grandes manchas de su pasado.  

VI. Funcionamiento de los TD en Chile

Ante todo, valoramos positivamente que los TD en Chile, a diferencia de lo que ocurre en muchos estados en Estados Unidos, no requieren de la aceptación de responsabilidad o de una condena previa, lo que evita que un(a) imputado(a) se vea presionado(a) a aceptar responsabilidad para poder beneficiarse con un tratamiento. Sin embargo, y por razones que ya hemos señalado, es posible que condenados(as) e imputados(as) que no hayan podido acceder a los TD sean los que más necesiten un tratamiento.  

Por otra parte, un problema de origen de los TD es la dificultad de establecer un vínculo entre la comisión del delito y el consumo de drogas. Si bien existe evidencia que demuestra la asociación entre ambas variables (Alex Stevens, Mike Trace y Dave Bewley-Taylor, 2005), subsisten dudas respecto a cómo interpretar dicha asociación. Algunos modelos señalan que la droga causa la conducta delictiva o viceversa. Otros indican que tanto el consumo de drogas como el delito, son el resultado de otros factores subyacentes como la pobreza y la exclusión social. Y también se ha planteado que en realidad es una relación espuria, es decir, simplemente coexisten, pero no hay una relación de causalidad. También es evidente que hay muchas personas que consumen drogas y no delinquen y existen otras que delinquen sin haber consumido nunca drogas (Paul Goldstein, 1985).

Pero más allá de lo que puedan demostrar los estudios en general sobre la relación entre ambas variables, otra cosa es demostrar en un sujeto en particular el cómo ha operado dicha relación al momento de cometer un delito. Esto reviste gran complejidad forense y tiene implicaciones en la forma en que se juzgue dicha conducta, dado que, “si bien la mayoría de los adictos son responsables penalmente de las conductas delictivas cometidas relacionadas con la adicción, la adicción puede en algunos casos socavar la libertad de la persona para controlar su conducta”.18 Este tipo de consideraciones son parte de las que se ponen en juego para decidir la pertinencia de la derivación a un TD, y es lo que hace que se requiera de profesionales especializados en la materia.

En Chile no existen tribunales de drogas “especializados”, sino que funcionan como un programa dentro de la justicia común en los Juzgados de Garantía19 a través de una forma especial de salida alternativa, la cual es la suspensión condicional del procedimiento, que sólo es posible aplicar a infractores sin antecedentes penales, ni suspensiones condicionales pendientes, respecto de delitos con una pena que no supere los tres años de prisión. Es decir, los requisitos de elegibilidad hacen que un número muy reducido de imputados(as) puedan acceder a los TD.

Los TD en Chile incluyen a un(a) juez(a), quien cumple el rol primordial, un(a) fiscal del Ministerio Público, un(a) abogado(a) defensor(a), un equipo psico-social y un coordinador a cargo del programa (Lorena Rebolledo, 2010). Es el(la) fiscal o el(la) defensor(a) quien detecta al posible candidato. Luego, eventualmente, un(a) psiquiatra realiza una evaluación sobre el consumo problemático de drogas y su nexo con el delito investigado. Más tarde, el/la fiscal junto a la dupla psico-social y el/la defensor(a) discuten un plan donde se analiza tanto el posible tratamiento como el cumplimiento de los requisitos de elegibilidad del/la paciente. Lo que se discute en dicha reunión será clave para la determinación de las condiciones en la audiencia en la que se declarará la suspensión condicional del procedimiento. Tras la audiencia de suspensión condicional, el(la) participante recibe un plan de tratamiento que otorgará un centro público o privado. Dicho centro proporciona información a la dupla psico-social y mensualmente se realizan audiencias, presididas por un(a) juez(a), para analizar el tratamiento y determinar nuevas metas. Concluido el programa, se realiza una audiencia final (Diego Piñol et al., 2011, p. 76).

La elegibilidad de los candidatos se reserva exclusivamente para autores(as) primerizos de delitos de baja lesividad, dejando fuera posiblemente a quienes más requieren de un tratamiento contra las drogas. Esto sucede, precisamente, porque la elegibilidad de los(as) candidatos(as) a tratamiento no responde solo a criterios clínicos, sino también, y como filtro inicial, a requisitos vinculados con la peligrosidad. Así, por una parte, el perfil de las personas que participan de los TD resulta incoherente con quienes realmente necesitan seguir dichos tratamientos y, por otra parte, el perfil de los participantes no es el más idóneo en relación con los propósitos de los TD (Diego Piñol et al., 2011, p. 57). Es en este punto donde queda en evidencia uno de los principales problemas de combinar criterios de justicia penal con aquellos de salud.

En definitiva, se trata de un sistema costoso que, a lo sumo, consigue modestos resultados y que no necesariamente se dirige a quienes más requieren tratamiento desde una perspectiva de salud. Por ende, “es válido preguntarse cuanto aporta efectivamente a la reducción de la reincidencia y cuan real es la vinculación droga-delito cuando los casos abordados corresponden a delitos menores cometidos por personas carentes de habitualidad delictiva” (Diego Piñol et al., 2011, p. 33).

Sin perjuicio de que es posible que los usuarios del TTD sí requieran de dicho tratamiento, desde un punto de vista clínico, el problema se genera al establecer filtros que dejan fuera a otras personas que también lo necesitan. Desde una perspectiva de política pública de salud, todo el que lo requiera (y quiera) debiera tener acceso a esos tratamientos,20 y si se trata de priorizar (con base en recursos limitados), esa priorización debiera ser también basada en criterios de salud (gravedad del consumo, riesgo vital, otros problemas de salud concomitantes, historia de adherencia, etcétera) y no en consideraciones de peligrosidad. Por otra parte, pensar que se podría identificar (independiente de la gravedad del delito y/o pena) a aquellos en que se demuestre una relación positiva entre el consumo de droga y la comisión del delito, es absurdo, porque no solo esta relación es muy discutida, sino porque la causalidad delictiva es un asunto demasiado complejo como para poder determinarla sólo con base en la variable consumo de drogas.

Según los datos que recopila el Informe Regional del PNUD (2013), la vinculación entre el consumo de drogas y el crimen es más bien marginal. Por ejemplo, allí se señala que “el consumo tiende a ser alto entre quienes han cometido delitos, pero no puede afirmarse que la comisión de delitos sea alta entre quienes consumen drogas” (PNUD, 2013, p. 51).21

Otro problema del tratamiento es que no brinda asistencia a los participantes para encontrar empleo ni capacitarlos. Muchos de los participantes están en situación de vulnerabilidad social y carecen de redes de apoyo (Diego Piñol et al., 2011, p. 92). Pensar que sólo con base en el tratamiento de drogas se puede reducir la reincidencia es no comprender la complejidad psicosocial que rodea a la mayor parte de los consumidores de drogas. 

Si bien es cierto que los objetivos de los TD en Chile de disminuir el consumo de drogas y la reincidencia son más bien modestos, no por eso dejan de ser importantes. Incluso cuando el tratamiento sirva para rehabilitar a una sola persona, podemos sostener que habrá valido la pena.22 Sin embargo, desde un punto de vista de la salud pública, el acceso a tratamientos para el consumo problemático de drogas debiera ser un derecho universal y garantizado por el Estado, y no mediado por criterios de priorización o focalización con base en el costo que representan.

VII. Conclusiones y propuestas

Si bien los TTD se han promovido como una alternativa al encarcelamiento y una política pública que reduciría el hacinamiento carcelario y, al mismo tiempo, trataría a consumidores de drogas más como pacientes que como infractores, lo cierto es que más que una real alternativa al encarcelamiento, se han mostrado como un complemento del mismo.

Tampoco resulta adecuado, por la propia formación que reciben, que quienes dirijan dichos tratamientos sean jueces(as) y que se les otorguen amplias facultades a fiscales del Ministerio Público. Pues ni jueces(as) ni fiscales tienen las herramientas necesarias para cumplir dicha tarea. Sin poner en duda que muchas veces participan con gran motivación y preocupación sincera por los pacientes, las decisiones relevantes y la dirección de dichos tratamientos deberían competer a profesionales de la salud con conocimientos específicos en temas de adicción a las drogas. Además, ceñir los tratamientos a plazos jurídicos puede llevar a tener que poner fin a los tratamientos antes de lo recomendable o extenderlos más allá de lo necesario.  

Los TD en su versión estadounidense no son una alternativa al encarcelamiento, toda vez que los acusados y acusadas siguen inmersos en procedimientos penales mientras dure el tratamiento, pudiendo, en no pocos casos, permanecer encarcelados por más tiempo del que les correspondería si hubieran elegido el proceso penal ordinario. Por otra parte, los TD pueden incrementar la red punitiva al exigir la declaración de culpabilidad como condición para acceder a estos (SSRC, 2019, p. 45).

En la versión chilena, los TD no pueden ser un instrumento eficaz contra el encarcelamiento. Su aporte es mínimo sin tener un real impacto en la política criminal y su existencia resulta más bien útil y funcional a quienes implementan políticas públicas queriendo mostrar una faceta humana dentro de un sistema cruel que fomenta el encarcelamiento masivo, aumentando particularmente el encierro de mujeres. Además, los elevados costos que suponen los TD hacen de este un sistema ineficiente en relación con sus resultados (SSRC, 2019, pp. 2 y 3), dado el bajo número de ingresos a los TTD, no los justifican como una política pública (Diego Piñol et al., 2011, p. 120).23

Todo intento de alternativa al encarcelamiento masivo no se encuentra ni en la creación de penas “alternativas” ni en la creación de una justicia terapéutica, sino más bien en la descriminalización de conductas. Por ejemplo, despenalizando el consumo y la posesión de algunas drogas, o la flexibilización en la sanción de conductas y la comprensión de que muchas veces la venta de drogas es constitutiva de una actividad vinculada al propio consumo, necesaria para poder financiarlo. Varios estudios concluyen que el problema del consumo no debe ser considerado delito (Catalina Pérez, 2012). Sin embargo, en Chile, en virtud de la presunción de responsabilidad penal que conlleva la Ley núm. 20.000 de control de estupefacientes, el consumo se considera también una actividad de tráfico, toda vez que la posesión de droga se presume que es para el tráfico, recayendo en el/la imputado(a) la necesidad de acreditar su consumo personal y próximo en el tiempo, el que, en todo caso, también es sancionado por el derecho penal como una falta. Además, insistimos, cuando el(la) consumidor(a) de drogas no tiene una situación económica que le permita solventar su adicción, la venta de droga, en muchos casos, debe considerarse como una acción propia de la adicción y no como una actividad de tráfico. Lo contrario conlleva que más que protegerse el bien jurídico “salud pública”, se termine sancionando precisamente a las principales víctimas de las drogas. Y, dada la esencia selectiva del derecho penal, la legislación será más dura con quienes sean más vulnerables y permisivas con quienes gozan de una mejor situación económica.

Como propuesta quisiéramos plantear, en primer término, que no es conveniente confundir criterios de justicia con aquellos de salud pública. Esto no significa que no deban buscarse ambos propósitos (realizar la justicia y proteger la salud pública), pero siguiendo los caminos más idóneos para la obtención de cada uno de los objetivos. Asimismo, en la evaluación e implementación de políticas públicas, deben considerarse instrumentos internacionales como la Agenda 2030 (particularmente en lo que dice relación con salud y bienestar basado en los principios de: a) universalidad, b) integración, y c) que nadie quede atrás), las 100 Reglas de Brasilia que consagran los estándares básicos para garantizar el acceso a la justicia de las personas en condición de vulnerabilidad, las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos, y todos los demás instrumentos internacionales que sean pertinentes tanto los que buscan asegurar un tratamiento de salud universal como aquéllos tendientes a garantizar el respeto de la dignidad de todas las personas sometidas a procesos penales o condenadas.

Nuestra propuesta, a grandes rasgos, recomienda menos castigos y más tratamientos, pero ambos objetivos deben buscarse por cuerdas separadas. Deben aumentarse los tratamientos contra las drogas, pero éstos no deben depender de un juicio penal ni deben ofrecerse como una alternativa al mismo.24 Para concluir, quisiéramos sintetizar nuestra propuesta en tres puntos centrales:

1. Despenalizar conductas

Se deben despenalizar conductas de consumo y de tráfico, especialmente cuando éstas puedan consistir en una actividad accesoria del mismo consumo.

Este primer punto pertenece a una teoría más global que busca la despenalización de diversos delitos y la búsqueda de respuestas no penales para situaciones de menor lesividad. Asimismo, se espera que para los delitos la pena de encarcelamiento se reserve sólo para aquellos comportamientos que supongan una enorme lesividad para los bienes jurídicos protegidos, priorizando otro tipo de sanciones cuando sea posible. El encarcelamiento masivo y el hacinamiento no son una fatalidad natural. Son el resultado de políticas equivocadas que, con sesgos sociales y muchas veces raciales, encierran masivamente a seres humanos en condiciones indignas sin obtener, con esto, una disminución de los niveles de delitos, más bien, generando conductas criminógenas en las personas encarceladas. Por lo mismo, múltiples son las alternativas que pueden implementarse para disminuir el encarcelamiento masivo y, con esto, construir una sociedad más humana (Iñaki Rivera, 2018 y 2009; Silvio Cuneo, 2018 y 2017).

Los problemas vinculados al consumo de drogas, incluido el de la venta por parte de consumidores, debe ser tratado como un problema de salud pública, con criterios de salud pública, atendiendo a necesidades específicas relativas al género, la edad, la cultura, etnia, las carencias de los pacientes, etcétera.25

Tratándose de delitos perpetrados por menores con consumo problemático de drogas, debe evitarse la intervención penal por los efectos estigmatizantes que genera (Elena Larrauri, 1992), y deben derivarse a tratamientos de drogas fuera del sistema penal.

2. Disminuir las sanciones

Proponemos modificaciones radicales tendientes a establecer un sistema de penas menos duro, especialmente para aquellas conductas vinculadas al consumo y venta de drogas. Se deben desmitificar los mitos de la guerra contra las drogas como una solución al problema del tráfico. Para esto bien podría observarse cómo en Estados Unidos los efectos de dicha guerra no han sido la disminución del tráfico o del consumo y sí, en cambio, el aumento del encarcelamiento que no se ha mostrado eficiente como herramienta tendiente a disminuir los delitos ni los índices de violencia.

3. Aumentar la oferta de tratamientos contra las drogas

Se debe aumentar la oferta de tratamientos contra las drogas para quien lo necesite sin utilizarlos como supuestas alternativas al sistema penal. Sin perjuicio de esto, puede ser la justicia penal un espacio idóneo para detectar problemas de consumo de drogas, tratándose tanto de imputados(as) como condenados(as) e incluso víctimas. No debe utilizarse, en caso alguno, el consumo problemático de drogas como criterio para la agravación de pena o un impedimento para obtener beneficios penitenciarios. De manera subrepticia, muchas veces el consumo problemático de drogas se traduce en una mala calificación a la hora de obtener la libertad condicional u otros beneficios penitenciarios. Los tratamientos de drogas deben ser un derecho de quien los necesite, considerados una prestación esencial de salud y un derecho social, y el criterio de ingreso no puede ser otro que la necesidad del tratamiento, según un enfoque de salud pública, y no el cumplimiento de requisitos de elegibilidad que se relacionen con una pura baja peligrosidad.

VIII. Bibliografía

Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2013). Informe Regional de Desarrollo Humano 2013-2014. Seguridad ciudadana con rostro humano: diagnóstico y propuestas para América Latina. Nueva York. https://www.latinamerica.undp.org/content/rblac/es/home/library/human_development/informe-regionalde-desarrollo-humano2013-2014-.html

Notas
* Recibido: 1 de octubre de 2021; aceptado: 26 de abril de 2022. Este trabajo se inscribe en el proyecto “Tribunales de Drogas. ¿Complemento o alternativa al punitivismo? Análisis crítico y propuestas de mejora para Chile”, patrocinado por la Universidad Central de Chile, Proyecto I+D, CIP 2021013, concurso 2021 y su investigador responsable es el doctor Silvio Cuneo.
** ORCID: 0000-0003-1072-745X. Doctor en Derecho, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona y Universitá degli Studi di Trento, Italia. Docente e Investigador de la Universidad Central de Chile. Correo electrónico: silvio.cuneo@ucentral.cl
*** ORCID: 0000-0001-8356-3025. Magíster en Criminología, Universidad Central de Chile; Magíster en Métodos para la Investigación Social, Universidad Diego Portales. Docente e Investigadora de la Universidad Central de Chile. Correo electrónico: pmedinag@ucentral.cl
1 En Chile, la Suspensión Condicional del Procedimiento es una salida alternativa que está regulada en los artículos 237 al 240 y 245 y 246 del Código procesal penal. Implica la interrupción de la pretensión punitiva del Estado durante el proceso, ocasionando la suspensión de este, a cambio de la aceptación voluntaria por parte del imputado(a) de ciertas condiciones que importan la afectación de algunos de sus derechos por un periodo de tiempo. Los requisitos formales de procedencia de la SCP (artículo 237, inciso segundo) son: a) que la pena que se pueda imponer al imputado en caso de condena no exceda de tres años de privación de libertad; y b) que el imputado no haya sido condenado previamente por crimen o simple delito.
2 Al respecto, Bovino (2004) señala que suele afirmarse que la cárcel es un espacio “sin ley” y que esto puede significar al menos dos cosas, que se trata de un ámbito no regulado por la ley o bien, que se trata de un ámbito de inobservancia generalizada de la ley. El autor se inclina por la segunda.
3 Los pioneros análisis pertenecen a Donald Clemmer (1958) y su concepto de prisionización. Posteriormente destacan los trabajos de Erving Goffman (1992; 1968). Luego los de Mario Gozzano (1971) y más recientemente los de Daniel Gonin (2000) y de Alison Liebling y Shadd Maruna (2005).
4 Para nosotros, libertad condicional. Esta tiene lugar cuando a un condenado se le permite cumplir su pena en libertad en condiciones determinadas.
5 Margaret Thatcher, tras ser elegida, encabezó una campaña para reintroducir la pena de muerte y endurecer las sanciones penales.
6 López (2009) ilustra sobre lo que puede ser un aspecto diferenciador entre ambos tipos de presiones. Cuando la persona está sometida a la presión de familiares, esto no cierra la dimensión de la elección por parte del sujeto, siempre y cuando desde el espacio terapéutico se ofrezca la posibilidad de abordar esta tensión. El proceso de acompañamiento supone permitir que el paciente tome la responsabilidad sobre su posición subjetiva en relación a su consumo de sustancias, lo que requiere un tiempo de decantación y diálogo al interior del sistema. Así, el sujeto podrá escoger cualquiera de las alternativas que se le presentan, incluyendo la desestimación de la demanda proveniente de los terceros significativos.
7 Existe contundente evidencia que señala la importancia de la motivación intrínseca (hacer algo porque es valorado en sí mismo y no por motivaciones o presiones externas) en relación a este tipo de tratamientos, ya que está asociada con una mejora en la participación en el cambio de comportamiento, el desempeño, la salud y el bienestar (Edward Deci y Richard Ryan, 2008). En esa línea, la teoría de la autodeterminación propone que la motivación intrínseca se facilita cuando los contextos sociales apoyan la necesidad de autonomía de las personas considerando su perspectiva, minimizando los controles externos y proporcionando oportunidades para ejercitar la elección (Cameron Wild, John Cunningham y Richard Ryan, 2006).  Algunos autores señalan que, en el mejor de los casos, dicha volutariedad podría construirse como parte del proceso, pero siempre dependiendo de la forma en que este se lleva a cabo (David Wexler y Michael King, 2012).
8 Esta falta de voluntariedad es comparable con la justicia negociada en la que se fuerza a los(as) imputados(as) a aceptar responsabilidad para así no arriesgar penas excesivamente severas. Langben establece una vinculación entre este tipo de acuerdos que suponen la renuncia a un juicio contradictorio y la tortura medieval: “En los Estados Unidos del siglo XX hemos duplicado la principal experiencia del procedimiento penal de la Europa Medieval: hemos abandonado un sistema contradictorio de atribución de culpabilidad para adoptar un sistema no contradictorio de concesiones. Forzamos al acusado contra quien se ha establecido causa probable a confesar su culpabilidad. Para asegurarnos, nuestros medios son mucho más considerados; no usamos el potro, la bota española, ni otros instrumentos de tormento para dañar las piernas. Pero como los europeos de hace siglos que sí utilizaban estas máquinas, hacemos terriblemente costoso para un acusado reclamar el ejercicio de su derecho a la garantía constitucional de juicio previo“ (citado en: Diego Zysman, 2012, p. 223).
9 En el mismo sentido, Tonry (1995) entiende que el aumento del encarcelamiento masivo de negros es consecuencia directa de las políticas de “Guerra a las Drogas” impulsadas primeramente por Ronald Reagan y ampliadas por sus sucesores. Para Alexander, “desde el principio la guerra contra las drogas tenía poco que ver con la preocupación pública con los estupefacientes y más que ver con la preocupación pública con el tema de la raza”. Para esta autora el encarcelamiento masivo es un sistema de control racial que no resulta incompatible con las sensibilidades actuales por su invisibilidad. La premisa gatopardesca formulada por Giuseppe Tomasi de Lampedusa nos ayuda a comprender la segregación racial estadounidense: que todo cambie, para que todo siga igual. Primero fue la esclavitud, luego la era de la segregación y hoy es el régimen penal el que subrepticiamente mantiene el sistema de castas raciales en la sociedad estadounidense. Que el racismo no sea explícito no significa que no exista. Los argumentos y las racionalizaciones de la discriminación y exclusión racial han mutado, pero los resultados han sido prácticamente los mismos (Michelle Alexander, 2012, p. 86). Sobre la Guerra contra las Drogas, fundamental resulta la lectura de Rosa del Olmo, 2018 y Rosa del Olmo, 1990).
10 Sobre la sustitución de traficantes, véase: Robert MAcCoun y Peter Reuter, 2001.
11 Sobre la guerra contra las drogas en Estados Unidos, además de la bibliografía citada, pueden consultarse los documentales: Enmienda XIII, de 2016, dirigido por Ava DuVernay y Crack: Cocaine, Corruption & Conspiracy, de 2020, dirigido por Stanley Nelson. Ambos se encuentran disponibles en Netflix y Youtube.
12 Muy ligado con la rentabilidad electoral que otorga el punitivismo en materia de legislación contra las drogas, la figura de “el narco” sirve para justificar la imposición de políticas públicas ineficientes. En general, el delito de narcotráfico en la parte final de la cadena resulta exageradamente llamativo y bullicioso. A diferencia de otros delitos en los que los autores buscan pasar desapercibidos, no es extraño que en el delito de narcotráfico se dispare al aire e incluso se tiren fuegos artificiales con distintos simbolismos. De esta forma, los delitos de narcotráfico generan una visibilidad enorme lo que se traduce en que muchas personas, especialmente quienes conviven con “narcos” se sienten, con razón, cansadas e intimidadas. Sin embargo, la persecución de los sujetos sustituibles hace que el tráfico no decaiga, haciendo más peligroso todo y convirtiendo al tráfico mismo en una actividad mucho más letal que las propias drogas. Así, la Guerra contra las Drogas, más que solucionar problemas de políticas públicas, genera más violencia y las sanciones drásticas que se aplican en virtud de estas leyes no merman la actividad, puesto que la fila de espera de candidatos al negocio del tráfico parece infinita. Sobre el particular, ilustrativa es la columna de Lucia Dammert (2020) que invita a cambiar el foco de la persecución penal en delitos de tráfico ilícito de estupefacientes.
13 En Chile, los estudios que han medido el nivel de consumo de drogas por parte de la población penal, buscan en su mayoría determinar las probabilidades de riesgo delictual que traen consigo las drogas. Para ello, indagan, por ejemplo, si los(as) condenados(as) consumieron drogas el mismo día que cometieron el delito; o bien, intentan determinar la prevalencia del consumo durante la vida de los sujetos previo al ingreso a la cárcel (Eduardo Valenzuela y Pilar Larroulet, 2020; Javiera Cáceres, 2010; CONACE, 2007). Por el contrario, son escasos los estudios chilenos que han examinado el nivel de consumo dentro de las unidades penales. Entre estos, Mauricio Sánchez y Diego Piñol (2015), afirman que un 20.5% del total de personas encuestadas privadas de libertad en Chile, declararon haber consumido drogas o alcohol durante el último mes de encierro (siendo la Marihuana la sustancia con mayor nivel de prevalencia), cifras considerablemente mayores que las que reportó el estudio en las muestras de países como Argentina, Perú, Brasil y México. A nivel comparado, en cambio, existe amplia evidencia respecto al impacto de la cárcel en el consumo de drogas, en la iniciación a nuevas drogas y en una serie de dinámicas y delitos asociados al tráfico y la corrupción dentro de prisión (Ben Crewe, 2005; Annabel Boys et al., 2002).
14 Según la Fiscalía Nacional (2020), solo en el año pasado, hubo 29,010 imputados por la Ley de drogas por parte del Ministerio Público, de los cuales, 7.691 tuvieron sentencias condenatorias (26%) y 1,330 (4.6%) fueron objeto de una suspensión condicional del procedimiento. 
15 Conversamos con dos juezas de TTD en Chile y ambas coinciden en que, si bien se obtienen buenos resultados en casos puntuales, el programa resulta sumamente incompleto y ambas preferirían que los tratamientos se llevaran por organismos médicos dirigidos por profesionales con conocimientos técnicos sobre problemas vinculados con la adicción.
16 En 1992, esto es en los inicios de la nueva democracia, bajo la presidencia de Agustín Edwards, nació una institución sin fines de lucro, llamada Paz Ciudadana. Edwards fue un poderoso empresario y periodista, propietario de El Mercurio Sociedad Anónima y tuvo un rol fundamental en el derrocamiento del gobierno del presidente Salvador Allende. De la desclasificación de cables secretos en 2014 por Estados Unidos se ha comprobado que Edwards fue financiado por la CIA para colaborar con la creación de un ambiente que desestabilizara la democracia y el gobierno constitucional. De este modo, el empresario facilitó el montaje de un clima tendiente a justificar el golpe de Estado. Uno de los informes desclasificados se refiere a la Acción encubierta (de Estados Unidos) en Chile 1963-1973 y reconoce que: Además de financiar a los partidos políticos... el comité cuarenta aprobó grandes sumas para sostener a los medios de oposición y para mantener así una campaña de oposición implacable. La CIA gastó un millón y medio de dólares para apoyar a El Mercurio, el principal periódico del país y el canal más importante de propaganda contra Allende. Tras conocer el oscuro pasado del presidente y fundador de Paz Ciudadana, genera escalofríos ver cómo de nuevo participa junto a los Estados Unidos (antes la CIA, ahora la embajada) para definir el futuro de chilenos y chilenas. Un análisis completo sobre los primeros años de la FPC véase en: Marcela Ramos y Juan Guzmán, 2000.
17 Llama también la atención el celo que en sus inicios tuvo dicha Fundación en la estigmatización del delincuente como un estereotipo de joven pobre y de baja cultura con rasgos lombrosianos. Bien podría dicha agrupación dedicarse al estudio de otros delitos más complejos que por la propia experiencia de sus miembros debieran conocer, como Carlos Delano (empresario condenado por fraude al fisco), Bernardino Piñera (sacerdote acusado de abusos sexuales), Enrique Montero (exsubsecretario en dictadura), etcétera. Con el paso de los años la Fundación se fue arropando de estudiosos para ocultar su esencia de plataforma comunicacional al servicio de intereses empresariales, para travestirse de un centro de estudios de la delincuencia (algo parecido pasa en EE. UU. con el Manhattan Institute, las doctrinas de las Broken Windows, etcétera). De alguna manera, este vínculo de marginalidad y delincuencia resulta funcional para que sus propios miembros desvíen la atención de crímenes millonarios. No es coincidencia que en los altos puestos directivos de la fundación figuren poderosos políticos que han ostentado importantes cargos en los gobiernos de los últimos 30 años como la exministra Javiera Blanco, el exparlamentario y ministro Alberto Espina, el expresidente Ricardo Lagos, entre otros.
18 Es necesario diferenciar entre la persona drogadicta (intoxicación, abstinencia, adicción) que delinque como resultado directo de los efectos de la droga (supuesto farmacológico) o por su ausencia (delincuencia funcional) del delincuente-drogadicto, que con frecuencia presenta como causa subyacente un trastorno antisocial o narcisista, así como un historial delictivo, en el que el consumo de drogas es un hecho incidental (Enrique Esbec, 2005; Enrique Echeburúa y Javier Fernández-Montalvo, 2007).
19 En Chile, los Juzgados de Garantía son Tribunales penales creados por la Reforma procesal penal del año 2000.
20 En 2018, respecto a los adultos entre 18 y 64 años de edad, sólo se logró otorgar tratamiento efectivo a 66.986 (10%) de la población total chilena que declaró tener un consumo problemático de alcohol y otras drogas. En 2019, 649.160 personas declararon consumo problemático de alcohol y otras drogas, sin embargo, durante el año 2020 se atendió un total de 28,300 personas en programas de tratamiento a nivel nacional (Ministerio del Interior y Seguridad Pública, 2021).
21 En este sentido, el PNUD también aporta datos sobre un estudio de metaanálisis que consideró a más de 30 estudios a nivel mundial y que concluye que la probabilidad de cometer un delito y de reincidir efectivamente es mayor cuando se asocia al consumo de diversas drogas, no obstante, este tipo de análisis no toma en cuenta el entorno de riesgo que caracteriza este tipo de mercados ilegales, las vulnerabilidades propias de esta población, y la falta de mecanismos de protección y asistencia a personas que consumen drogas por parte del Estado (PNUD, 2013, p. 51).
22 Entrevistado un usuario que egresó con éxito del TTD de Viña del Mar, nos cuenta que valora mucho la oportunidad que tuvo y, más que el TTD en sí, la posibilidad de poder recibir una terapia psicológica. El usuario tenía un problema de adicción a la marihuana. Posiblemente, según sus propias palabras, él no requería un tratamiento para su adicción. Sin embargo, el TTD le permitió tener apoyo psicológico lo que representó para él una posibilidad de comprender muchas cosas y de refuerzo positivo. Cuando le preguntamos sobre qué piensa él de los requisitos de elegibilidad señala estar de acuerdo porque “si bien se ayuda a quienes menos ayuda necesitan, se ayuda a quienes tienen más chance de tener un tratamiento exitoso”. Asimismo, nos señala, que “un adicto más complicado no podría salir de las drogas tan fácilmente”. En conclusión, entiende el usuario que está bien diseñado el TTD porque se prioriza modificar lo que es posible de modificar.
23 Diversos estudios han demostrado que otro tipo de tratamientos contra las drogas resultan más eficaces que los TTD, véase: Stephanie Lee et al., 2012; Eric Sevigny, Brian Fuleihan y Frank Ferdik, 2013.
24 Interesante resulta lo señalado por Miller, quien propone incorporar un jurado a los TD. De esta manera, entiende Miller, se reemplaza la relación entre, por una parte, un juez y, por otra, un ofensor-consumidor y la comunidad, por un sistema con participación democrática de la comunidad con el ofensor que debe rehabilitarse. Además, de esta forma, para Miller se podría contribuir en un empoderamiento de la participación comunitaria (Eric Miller, 2009, pp. 135 y 136; Archon Fung, 2005). Sobre los costos excesivos, por sobre la justicia tradicional, véase: Tamar Meekins, 2007, pp. 75-126; y 2006, pp. 1-55.
25 Fundamental resulta establecer políticas penales que se traduzcan en la reducción del encarcelamiento de mujeres madres que están a cargo de sus hijos e hijas, toda vez que, en Chile, por regla general, son mujeres las que cuidan a los(as) hijos(as) y el encarcelamiento supone el encierro o el abandono de los menores. También podría contemplarse dicha excepción tratándose de padres que estén al cuidado de sus hijos e hijas.