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Boletín Mexicano de Derecho Comparado,
nueva serie, año LVI, número 166,
enero-abril de 2023.
ISSN: 2448-4873
CC
DOI: doi.org/10.22201/iij.24484873e.2023.166.18906

La cultura como derecho humano y sus implicaciones

Culture as a Human Right and its Implications

Enoc Alejandro García Rivera

orcidhttps://orcid.org/0000-0002-4318-8571

CONAHCYT-UAT, México

Correo: enocalejandrogarcia@gmail.com

Alejandro Espinoza Tenorio

orcidhttps://orcid.org/0000-0002-0211-2976

El Colegio de la Frontera Sur, México

Correo: aespinoza@ecosur.mx

Recibido: 30 de agosto de 2023

Aceptado: 3 de noviembre de 2023


Resumen: La cultura como parte integrante de la humanidad produce elementos y dinámicas que actúan en correspondencia con acciones que inducen y moldean destrezas individuales y colectivas que permiten producir, acumular y transmitir experiencias y conocimientos generacionales vinculados a los distintos entornos y estructuras sociales en los que sus miembros se desenvuelven. Aprendizajes y habilidades que propician a su vez las capacidades necesarias para descifrar y adaptarse a cualquier hábitat de la faz de la tierra; para organizarse comunitariamente sin importar la escala o tamaño del grupo humano, y, sobre todo, para comprender y adoptar el rol que tiene cada uno en el mundo con respecto a sí mismos. Cualidades que le proporcionan un valor de inmensurable para la humanidad y por las que se estimó necesario revestirla bajo el carácter de derecho fundamental para preservarla y protegerla. A partir de lo anterior, el presente trabajo académico pretende aproximarse al análisis de las implicaciones constitucionales que se establecen con motivo del ascenso de la cultura como derecho humano a fin de abonar a su noción y discusión jurídica.

Palabras clave: cultura, derechos humanos, obligaciones, Estado.

Abstract: Culture as an integral part of humanity produces elements and dynamics that act in correspondence with actions that induce and shape individual and collective skills that allow the production, accumulation and transmission of experiences and generational knowledge linked to the different environments and social structures in which they its members develop. Learning and skills that in turn promote the necessary capacities to decipher and adapt to any habitat on the face of the earth; to organize community regardless of the scale or size of the human group; and, above all, to understand and adopt the role that each one has in the world with respect to themselves. Qualities that provide immeasurable value for humanity and for which it was deemed necessary to cover it under the character of a fundamental right to preserve it and protect her. Based on the above, the present academic work intends to approach the analysis of the constitutional implications that are established due to the rise of culture as a human right in order to contribute to its notion and legal discussion.

Keywords: culture, human rights, obligations, State.

Sumario: I. Introducción. II. La cultura. III. El reconocimiento de la cultura en el ámbito convencional. IV. Deberes e implicaciones nacionales de los derechos humanos culturales. V. Reflexiones finales. VI. Bibliografía.

I. Introducción

La cultura es uno de los instrumentos más importantes que ha forjado la especie humana a consecuencia de su evolución y convivencia como especie en el planeta. Su aportación radicada en propiciar el asentamiento, permanencia y desarrollo de los grupos sociales en los distintos espacios geográficos de la tierra es, y sigue siendo, uno de los mayores avíos que ofrece en su provecho. En gran medida, porque en función de su dinámica se configuran y entretejen elementos que construyen los rasgos colectivos e individuales con los que no sólo se distingue socialmente una comunidad de otra, sino también mediante los que sus miembros logran alcanzar las condiciones individuales propicias y suficientes para afrontar, en conjunto, las circunstancias cambiantes que les arroja el entorno natural y el contexto social en el que cotidianamente gravitan.

Desde luego, la cultura como parte integrante de la humanidad produce elementos y dinámicas que actúan en correspondencia con acciones que inducen y moldean destrezas individuales y colectivas que permiten producir, acumular y transmitir experiencias y conocimientos generacionales vinculados a los distintos entornos y estructuras sociales en los que sus miembros se desenvuelven. Aprendizajes y habilidades que propician a su vez las capacidades necesarias para descifrar y adaptarse a cualquier hábitat de la faz de la tierra; para organizarse comunitariamente sin importar la escala o tamaño del grupo humano, y, sobre todo, para comprender y adoptar el rol que tiene cada uno en el mundo con respecto a sí mismos, los demás miembros de su comunidad y el resto de los conjuntos sociales con los que interactúan de forma directa o indirecta.

Cualidades de la cultura que han alentado un ineludible interés de estudio desde diferentes campos del conocimiento destacándose entre estos la antropología, la sociología y el derecho, por mencionar algunas; interés que ha arrojado una diversidad de conceptos en los que se exponen las características y atributos con los que la cultura contribuye al logro de los propósitos que se han fijado un sinfín de colectividades humanas a lo largo de su evolución social como especie. Rasgos y cualidades que han aquilatado en las últimas décadas un valor de inmensurable significancia universal, al punto de considerar necesario revestirla bajo el carácter de derecho fundamental para preservarla y afianzarla en cada uno de los cosmos de las comunidades que se encuentran esparcidas a lo largo del planeta. A partir de lo anterior, el presente trabajo académico pretende aproximarse al análisis de las implicaciones constitucionales que se establecen con motivo del ascenso de la cultura como derecho humano a fin de abonar a su noción y discusión jurídica.

II. La cultura

Las primeras nociones modernas que se encuentran sobre la cultura son aquellas que germinaron de modo particular en el campo de la antropología. Ciencia social que se sitúa como la mayor precursora contemporánea en su estudio. Thompson (2002) destaca la trascendencia de este campo del conocimiento en la concepción de la cultura, al precisar que, aun cuando su primera definición se haya gestado en el seno de la filosofía y la historia, no es hasta la intervención de la ciencia antropológica cuando su comprensión acoge un giro importante con respecto a su estudio, desarrollo, conocimiento y definición, esto es, se produce un conocimiento más profundo sobre ella y su papel en la vida del ser humano.

Conforme al autor, la cultura a la vista del enfoque antropológico sería objeto de un estudio de mayor extensión debido a que en su examen se empezaría a incluir a las fibras más profundas de las sociedades. Con la antropología, la cultura ya no sólo sería contemplada para su estudio desde las cualidades y valores provenientes de las manifestaciones artísticas y obras superiores, sino desde las costumbres, prácticas y creencias que se cultivaban en la cotidianidad e interacción de los miembros de un grupo social. Enfoque por el que a la postre se posicionaría a la antropología como la ciencia social más notable e influyente en cuanto a su análisis y comprensión (Thompson, 2002, pp. 189-190).

Es tan amplio el cúmulo de estudios de índole teórico que se han formulado sobre la cultura desde la perspectiva de la ciencia antropológica, que estudiosos como Keesing (2010) se harían a la tarea de sistematizarlos en tres grandes enfoques para su análisis y estudio conceptual: evolutivo, ideacional, y sociocultural; ópticas que se agruparían a la vez en énfasis de diversos matices. Sin lugar a duda, estos enfoques y sus modelos han contribuido al enriquecimiento de las causas dogmáticas propuestas por esta disciplina social, sin embargo, y para efecto del tema que se trata, su referencia se plantea con el único propósito de presentar las definiciones antropológicas que exhiben las cualidades de la cultura que tienen mayor trascendencia en la subsistencia del ser humano (p. 16). Rasgos que posteriormente se identificarían como bienes de la humanidad de necesaria salvaguarda universal.

Harris (1968), en el contexto de la perspectiva evolutiva, define a la cultura como un sistema de patrones y normas asociadas a grupos particulares de personas que les hace posible implementar procesos de adaptación en sus entornos, el cual se constituye de costumbres, formas de vida, tecnologías y modos de organización política, social y económica, pautas de asentamiento, creencias y prácticas religiosas. Conforme a él, la cultura es un sistema de pautas de conducta socialmente transmitidas que actúa en función de facilitar el acoplamiento generacional de los miembros de las comunidades humanas con los entornos ecológicos donde se desenvuelven y subsisten. La cultura sería entonces un sistema de conductas característico a cada población, a través del que se dispersan e intercambian los elementos somáticos que requieren para adaptarse y sobrevivir ante la naturaleza (p. 16).

La óptica ideacional, por su parte, traza a la cultura como un sistema de ideas mediante el que los individuos de una comunidad intentan operar de forma aceptable su vida en sociedad. Goodenough (1957), uno de los exponentes de esta perspectiva, señala que la cultura no es tanto como un fenómeno material debido a que no está fundamentada en cosas, gente, conducta o emociones, sino más bien un fenómeno ideal fundamentado en la organización que recae sobre todos esos elementos. Para él la cultura es en esencia “la forma de las cosas que la gente tiene en su mente, sus modelos de percibirlas, de relacionarlas o de interpretarlas” (p. 167). Por consiguiente, ésta se constituye por normas para decidir qué es, qué puede ser, qué es lo que cada uno piensa acerca de, qué hacer con y de qué manera se pondrá hacerlo (Goodenough, 1961, p. 34).

Levi-Strauss (1985), en esa misma línea teórica, concibe a la cultura como una estructura constituida de símbolos que han sido creados por el ser humano a través de procesos que ocurren en su mente, y en el que su propósito es organizar cognitivamente a cada individuo dentro de la comunidad en función de crear orden y orientación en sus relaciones. Para Levi-Strauss, la cultura es un sistema de signos que se va estructurando como resultado de los hechos sociales y los elementos culturales que se procesan en la mente de los individuos de un conjunto social, cuyo cometido estriba en fijar un orden a partir de pautas que están orientadas a construir modelos sociales que permitan organizar los espacios vitales en los que estos cohabitan.

Esas estructuras de índole mental concebidas por el autor son las que están inmersas y dan sustento a los procesos culturales que propician el orden que actúa en función de preservar el sistema social en todos y cada uno de sus aspectos; estructuras que operan a su vez bajo tres principios universales: el requerimiento de normas; la correspondencia que sobrelleva la resistencia entre los miembros de la sociedad, y la sinergia mediante la que se transfieren valores de un individuo a otro. De esta manera, precisa, este conjunto de elementos, estructuras y principios son los responsables de propiciar los procesos culturales mediante los cuales se genera el orden con el que el ser humano es capaz de convivir socialmente (pp. 36 y 56).

Por último, y desde la perspectiva sociocultural de la antropología, McGoodwin (2002), refiere a la cultura como un sistema complejo e indisociable conformado por elementos personales, económicos, políticos y religiosos que emana de los conocimientos e ideas prácticas que han acumulado los individuos a lo largo de su convivencia social en un entorno concreto, es decir, de la experiencia a la vida de la región que ha desarrollado un grupo social durante un periodo de tiempo determinado y las adecuaciones que formulan cotidianamente por causa de las circunstancias contemporáneas que se les van presentando en su día a día. Bagaje que asimilan los miembros más jóvenes de la comunidad para transmitirlos posteriormente a las nuevas generaciones.

Conforme a McGoodwin, este cúmulo intelectual es englobado y proyectado a través de símbolos como el lenguaje; las pautas de comportamiento; la visión del mundo; los valores e historia; los modos consuetudinarios de organización social, económica y política; los mitos y creencias, así como las técnicas para obtener, elaborar y utilizar artículos materiales característicos a sus actividades de subsistencia más predominantes. Bagaje cuyo propósito fundamental estriba en “satisfacer distintas necesidades humanas, incluida la de encontrar respuestas a preguntas que el ser humano es capaz de formular, desde las más prácticas y concretas hasta las más filosóficas y cósmicas” (pp. 9 y 10).

Un segundo grupo de conceptos cincelados en la contemporaneidad, que de igual forma contribuye a la noción de la cultura y, por consiguiente, al discernimiento de otras cualidades de invaluable valor para la pervivencia del ser humano, es el que se aprecia en el seno de la sociología. Este campo de estudio, a diferencia de la antropología, proyecta su análisis desde la óptica de la sociedad ya que la examina a partir del papel que tienen los elementos sociales en su procesos, vínculos y sinergias que surgen por virtud de su encuentro. Este enfoque científico aplicado por la sociología se encauza hacia el estudio de las manifestaciones materiales que la cultura manifiesta en la vida individual y colectiva del ser humano, así como el modo en el que sus símbolos se insertan y actúan en sus contextos y procesos socialmente estructurados. Entendiéndose a estas estructuras como rasgos internos de esos contextos y procesos sociales y no como métodos o doctrinas vinculados a la ciencia antropológica (Thompson, 2002, p. 216).

Williams (1994) pone de relieve esta contribución de la perspectiva sociológica a la conformación teórica de la cultura, al destacar que esta la examina desde las instituciones, prácticas, relaciones y procesos sociales que la producen y asimilan. De acuerdo con Williams, la sociología se centra en el estudio de las tensiones, conflictos, resoluciones, irresoluciones, innovaciones y cambios reales que surgen al interior de la sociedad como producto de los estados y dinámicas que se presentan con motivo de la convergencia entre la cultura y la sociedad (pp. 27-28). Como es posible apreciar, esta rama científica, al igual que la antropología, construye definiciones en torno de la cultura en las que también se exhiben cualidades de alta relevancia para la existencia y desarrollo del ser humano.

Bauman (2002), por ejemplo, identifica a la cultura como un modo de praxis humana en el que el conocimiento y el interés se integran en uno solo para hacer posible la vida social de la especie humana (p. 336). Conforme a Bauman, la cultura actúa en función de albergar las respuestas humanas a las contingencias cotidianas de la vida en comunidad, lo que le permite desarrollar su vida en sociedad. Respuestas que provienen de los estímulos o reacciones que germinan en el plano de la experiencia que adquiere tanto en el ámbito subjetivo como objetivo de su existencia. De ahí que determine que la cultura está inmersa entre los dos polos de la experiencia básica del hombre, motivo por el que la noción de la cultura siempre debe estar asociada al de la praxis humana (Bauman, 2002, p. 259).

En esencia, la teoría de Bauman sostiene que cada sistema cultural ordena el mundo en el que viven los miembros de la comunidad en cuestión, mediante una función que opera en dirección de moldear los universos colectivo e individuales inherentes a cada uno de ellos; a nivel del universo colectivo, el sistema cultural informa el esquema de acciones bajo el cual cada ser concreto de la comunidad debe conducirse hacia el interior de la estructura social que se ha tejido a partir de la red humana de interdependencias; mientras que, a nivel del universo individual, el sistema cultural indica qué posición debe asumir cada uno de ellos en dicha estructura. Es así, mediante esta función de la cultura, que modela el mundo de los integrantes de una comunidad como ésta, favorece la aspiración del ser humano por ordenar, organizar y hacer predeciblemente manejable el espacio vital donde habita y convive (Bauman, 2002, pp. 222 y 228).

Thompson (2002) incorpora la perspectiva sociológica a las ideas antropológicas vertidas sobre la cultura. En el caso concreto, él suma al enfoque antropológico que concibe a la cultura como un sistema de símbolos el contexto social que emplea la sociología como elemento base de sus estudios, pues considera que es el plano donde al final se insertan y reproducen las acciones simbólicas de la cultura junto con sus formas. De acuerdo con Thompson, incorporar los contextos estructurados socialmente a la noción simbólica de la cultura ofrece una visión más clara de las aportaciones que realiza la cultura a la subsistencia social del ser humano, ya que en ese plano se llevan a cabo los procesos culturales que reproducen las formas simbólicas con las que los individuos orientan el curso de su vida diaria (pp. 184 y 204).

Thompson (2002), refiriendo a Bourdieu, indica que los contextos sociales en los que se introducen las formas simbólicas de la cultura representan escenarios espaciales temporalmente específicos y socialmente estructurados. Espacios en los que se conjugan posiciones y trayectorias individuales a partir del lugar y dirección de vida que asume cada individuo del conglomerado social y de las que surgen, como resultado de su historia y vínculos activos, una interacción social que acoge y reproduce las formas simbólicas de la cultura. Acciones que se destacan por dar paso al proceso que pone de manifiesto a los medios con los que cultura contribuye de modo trascendental al desarrollo de la vida social del hombre (p. 221).

Sobre ese proceso, Thompson explica que la cultura actúa en el contexto social; en primer término, guiando la manera en la que sus individuos eligen, enfocan y expresan las formas simbólicas con las que van a entrar en contacto y trayecto para vincularse entre ellos, lo que configura un catálogo de formas simbólicas en común que da pie a la conformación de las estructuras sociales; posteriormente, determinando contextos sociohistóricos que, si bien, son parte de una eslabonamiento en común en esos campos de interacción, fijan etapas en esos procesos sociohistóricos continuos, los cuales a la postre encarnan el pasado y los conocimientos en común de ese espacio y sus miembros; y por último, estimulando procesos de valoración e intercambio mediante los cuales sus formas simbólicas son valoradas, evaluadas, aprobadas, refutadas e intercambiadas de forma constante por esos individuos que las reciben y reproducen (pp. 216-220).

Estas aproximaciones teóricas contenidas en las definiciones de la cultura, además de ofrecer una noción sobre sus rasgos, cualidades y componentes, proporcionan la posibilidad de identificar los efectos de condición esencial que se imprimen en provecho de la existencia humana como consecuencia de la dinámica de sus procesos. Está claro que las referidas tesis teóricas exhiben un conjunto de componentes agrupados en esquemas, sistemas o estructuras que al interactuar entre ellos erigen procesos que generan efectos y productos que actúan en provecho de la subsistencia en común y la conformación individual del ser humano. Efectos y sus productos sin las cuales difícilmente podría subsistir ante las exigencias naturales o vicisitudes sociales que habitualmente se presentan como parte de la realidad práctica de la vida en este planeta.

Como puede verse, el entramado de elementos tangibles e intangibles que concentra la cultura propician procesos al relacionarse y estos, a la par, manifiestan efectos y productos que abonan de modo determinante a la vida social y a la existencia individual del ser humano. En el aspecto comunitario, la cultura proporciona efectos que resultan indispensables para la permanencia y trascendencia humana como entidad social vinculada a un entorno natural y a un contexto social más amplio. Incluidos aquellos que forjan las condiciones necesarias para estimular su progreso e innovación en esos medios; mientras que, en su aspecto individual, igualmente les provee efectos que son decisivos para su condición personal en vínculo con su rol ante mismos, ante los demás miembros de su grupo y ante los miembros de otras comunidades.

Es importante precisar, que aun cuando de los trazos teóricos se aprecian efectos que presentan cualidades funcionales orientadas con mayor preeminencia hacia uno u otro de los aspectos inherentes a la vida del ser humano, estos no dejan de aportar a las cuestiones inmanentes del otro. Es decir que, si bien, una cualidad funcional de un efecto cultural y su producto puede estar asociada al desarrollo, estímulo o consecución de cuestiones vinculadas al aspecto social del ser humano, no por ello deja de verse involucrada directa o indirectamente, o en menor o mayor medida, al desarrollo, estímulo o consecución de cuestiones vinculadas al aspecto personal del ser humano, debido a que la cultura por sí misma no es externa a la especie humana sino consustancial.

Ahora bien, de acuerdo con lo expuesto por los teóricos, y en relación con la dimensión social del ser humano, la cultura produce efectos y frutos culturales que hacen posible la adaptación y compensación grupal frente al medioambiente; la interconexión comunitaria en los sentidos de orden, unión, control, información, coordinación y estructuración que hace posible la coexistencia a largo plazo; la acumulación y transmisión multitudinaria e intergeneracional de conocimientos; la formulación y proyección de principios de utilidad colectiva; y la constitución de catálogos de convenciones y pautas de naturaleza comunitaria en los que se enmarcan formas comunes de comportamiento que van configurando a su vez un pasado compartido.

En lo concerniente a la dimensión individual de los miembros de la especie, la cultura genera efectos a título personal que les brinda las capacidades de emprender cambios o redireccionamientos vinculados a su entorno natural de modo que puedan adecuarse a sus variaciones o fenómenos; descifrar la manera en la que debe proceder ante una situación grupal o interacción particular con otro individuo; reconocer la mejor manera de transferir conocimientos prácticos a otros sujetos de su círculo familiar o comunitario; contribuir a la estructuración social y orden común a partir de su individualidad; estimular la interacción coherente y recíproca al vincularse con los demás miembros de la comunidad; entablar y preservar sinergias con los miembros de su grupo social.

Como lo destaca Roccatti (1999), quien sostiene que la cultura desempeña un papel fundamental entre los seres humanos y las agrupaciones sociales que conforman, en virtud de que propicia la convivencia, la tolerancia y las relaciones en un marco de igualdad (p. 12). Sanz (2018) también destaca la significancia de la cultura para la humanidad al precisar que representa un elemento vital que de inicio le permite entenderse a sí mismo como especie, para posteriormente avanzar hacia la materialización del ideal de libertad que ha concebido en el curso de esa reflexión con respecto a cada miembro de los pueblos de la especie humana (p. 19).

Por último, Ávila (2000) de igual forma resalta la relevancia de la cultura para la humidad al ubicarla como un factor clave para incrementar el intelectual humano y social de las naciones, pues contribuye al aumento de la capacidad y fortalecimiento de su principal agente: las personas. Para este autor, la cultura es un valor que posee la condición de base social de los fines humanos; un proceso, resultado y variable independiente con respecto a los demás ámbitos de la vida social que actúa en función de promover mejores condiciones de vida; un factor a su vez de integración y estabilidad política, y un elemento de equilibrio local y regional (p. 40).

III. El reconocimiento de la cultura en el ámbito convencional

Las inconmensurables aportaciones de la cultura a la vida y desarrollo del ser humano, expuestas a la luz del examen de las ciencias humanas y sociales, no pasarían inadvertidas entre la mancomunidad internacional del siglo XX que se organizó para instaurar a la dignidad humana como propósito universal de la especie, quienes, en el empeño de concurrir a su realización, estimarían imprescindible investirla como un bien jurídico de condición esencial para lograrlo (Fernández, 1996, p. 38). Es así, en línea con la aspiración universal de alcanzar, preservar y mejorar las condiciones individuales y colectivas que abonan a la materialización de la dignidad en cada persona, como surge el imperativo de introducir a la cultura en el marco del sistema de protección de derechos humanos que estaba concibiéndose para proyectarse ecuménicamente.

Desde los inicios, y a lo largo de la evolución de ese sistema universal, la cultura se ha mostrado como una figura constante en su conformación; un elemento propio de la humanidad que no sólo requería ser reconocida por ese sistema para salvaguardarse, sino que también el sistema requería de ella para trazar el pautado jurídico-internacional que actuaría en función de la consecución de los cometidos que estaban proyectándose por la naciente mancomunidad de naciones. En esos términos, el primer instrumento del sistema universal de derechos humanos en el que se ve inmersa a la cultura es la Carta de las Naciones Unidas (CNU, 26/06/1945). Documento que le dio origen a esta organización y que se identifica como el primer tratado internacional en la materia.

Al remitirse al contenido de la CNU se observaba que los fines rectores sobre los que la floreciente organización iba a enfocar sus esfuerzos estaban agrupados en cuatro ejes principales: la preservación de la paz y la seguridad internacional con base en los principios emanados del derecho internacional y la justicia; el fomento de la fraternidad entre los pueblos del mundo cimentados en todo momento bajo los principios de igualdad de derechos y libre autodeterminación; la materialización del apoyo mutuo entre naciones con el objeto de resolver las problemáticas internacionales de índole económico, social, cultural y humanitario, y por supuesto, la realización de acciones encaminadas al desarrollo y estímulo ecuménico del respeto a los derechos humanos (CNU, 26/06/1945, párr. 1-3).

Ejes que, tanto en sus inicios como en la actualidad, demandaban para su articulación de ciertas condiciones que sólo se originan en el seno de los procesos que pone en práctica el ser humano mediante la cultura, ya que para preservar la paz y seguridad internacional o propiciar un mejoramiento progresivo de las condiciones de vida de cada persona a partir de un desarrollo universal apoyado en un marco de derechos humanos: la empatía, la cooperación y la solidaridad se situaban como factores imprescindibles en cualquier esquema que aspirara a hacer posible su concreción. Elementos y atributos que, como lo han expuesto las ciencias humanas y sociales, el ser humano reproduce de modo común a nivel individual y colectivo por vía de la cultura.

No obstante, y a pesar de que la cultura estaba inmersa en el trazo inicial del sistema universal de derechos humanos que estaba germinando con la CNU, su carácter como derecho fundamental no estaba proclamado como tal en su contenido. Patiño (2014) indica sobre esta circunstancia, que no era particular a la cultura, que una de las finalidades esenciales de la floreciente organización de naciones era la de reafirmar la fe en los derechos y libertades fundamentales del hombre en términos del artículo 55 de su Carta constitutiva. Sin embargo, y a pesar de que esta disposición indicaba que debían respetarse y hacer efectivos los derechos humanos de toda persona sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, ésta resultaba ser demasiado genérica debido a que no precisaba qué derechos iban a ser sujetos a esa protección y garantización efectiva (p. 44).

La Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH, 10/12/1948) sería entonces el documento que estaría a cargo de establecer las exigencias ético-jurídicas sobre las que se daría respuesta a los imperativos de la CNU que giraban en torno de los ejes que impulsaban a la dignidad humana: los relacionados con procurar la paz entre los pueblos para evitar otro lamentable capítulo en el que su transgresión se volviera a hacer presente por causa de un conflicto armado; e instaurar las bases universales sobre las que se emprenderían las futuras acciones para protegerla y materializarla entre los individuos de cada pueblo del planeta. Prácticamente, la Declaración actuaría como un instrumento interpretativo de fuerza vinculante con respecto a las implicaciones de los objetivos universales que habían quedado precisados en el estatuto orgánico de la organización mundial (E/CN.4/SR.48, 04/06/1948, pp. 7 y 8).

En ese sentido, y bajo el escenario del requerimiento de precisar al conjunto de principios, bienes, valores, derechos y garantías con los que se le daría forma al esquema de derechos fundamentales que servirían de base al impulso ecuménico de la dignidad humana, la cultura figuraría no sólo como uno de los elementos de necesaria inclusión, sino como un medio externo a ese esquema que debía ser considerado durante su proceso de conformación. Maritain (1947) resaltaría la relevancia de la cultura en la configuración de la primera base de derechos humanos que se vería plasmada en la Declaración que se estaba gestando. Desde su punto de vista, los derechos humanos debían explicarse desde el contexto de la “vida buena” que debe prevalecer en el conjunto social, la cual se enmarcaba bajo la noción del bien común que pugna por que las cosas buenas que están involucradas en la vida buena del conjunto sean esparcidas y vueltas a distribuir entre los individuos que forman parte de la comunidad (p. 236). Para Maritain (1942), el objetivo primordial de la sociedad de personas era lograr “la buena vida humana de la multitud” mediante el perfeccionamiento interno y el progreso material, espiritual y moral de las personas: obra política que era únicamente atribuible a la civilización y a la cultura (pp. 42 y 43).

La cultura, por tanto, era asumida como medio y objeto para conformar la base de derechos con la que se procuraría alcanzar los objetivos que se habían planteado en la CNU. Montero (2004), señala que el término de “derechos culturales” aparece por primera vez en torno a la creación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el año 1948, vistos éstos como uno de los diversos ejes temáticos contenidos en esta Declaración. Es así, como el surgimiento de los derechos culturales se encuentra adscrito al periodo inmediato al fin de la Segunda Guerra Mundial, debido a que en él surge la visualización de la cultura como una herramienta básica para prevenir la guerra y fomentar la paz dentro del contexto de la creación de los derechos fundamentales del individuo (p. 49).

A la conclusión de las sesiones para la redacción de la DUDH (1948), la cultura, junto a otros bienes de inestimable valor para la realización de la dignidad humana, transitaría al reconocimiento como derecho universal sujeto a protección y garantización por considerarse un bien esencial para la subsistencia social del ser humano. Es decir, el innegable vínculo entre los bienes derivados, cultura y las posibilidades para acceder a niveles de vida apropiados, lo mismo en lo físico y material como en lo emocional y espiritual, así como el propiciamiento de las condiciones sociales más convenientes para mejorar constantemente el estado existencial del ser humano en sus ámbitos individual, familiar y colectivo, le habrían valido su inminente ascenso como derecho universal.

Los artículos 22 y 27 de la DUDH (1948) serían las disposiciones convencionales que culminarían por acoger las libertades y prerrogativas de índole cultural que se consideraban actuarían en función de las nociones integrantes del valor supremo de la dignidad humana: la vida buena y el bien común. Montero (2004) señala que estos artículos representan históricamente las primeras disposiciones jurídicas internacionales definidas por parte de las Naciones Unidas en el campo de la cultura, ya que definieron el derecho de toda persona de tomar parte libremente en la vida cultural, gozar de las artes y en participar del progreso científico, así como la protección de los derechos de autor sobre las producciones científicas, artísticas y literarias (p. 49).

Castro (2017), en ese mismo sentido, indica que debe hacerse referencia a la Declaración como el primer instrumento internacional donde se reconoce a la cultura como derecho humano, en virtud de que en su artículo 27 se precisa que toda persona tiene derecho a tomar parte, gozar y participar de la cultura, así como a que se le protejan los derechos morales y materiales que le corresponden en función de su producción cultural, lo que dejaba en claro que el derecho a la cultura se estimaba fundamental y vinculatorio con el concepto universal de la dignidad humana (p. 199).

Esta disposición en particular, básicamente estableció cuatro derechos asociados a la cultura que deben ser protegidos y garantizados a nivel universal y de modo igualitario en interés de abonar al nivel de vida apropiado al que toda persona tiene derecho por su condición de ser humano: el primero, referente al derecho a involucrarse libremente en la vida cultural de la comunidad; el segundo, relativo al derecho de gozar de las artes en cualquiera de sus expresiones; uno más, vinculado a ser parte del progreso científico y de los beneficios que de él resulten, y, por último, el derecho a que todo ser humano sea protegido en los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autor. Así, quedaría consumado el reconocimiento de la cultura en términos de asumirse como un derecho fundamental para la vida y el progreso humano.

La DUDH, sin lugar a duda, se constituye como el primer instrumento del sistema universal de los derechos humanos del que germina el derecho humano a la cultura. Sin embargo, en la escena del derecho internacional figuraría un instrumento convencional de alta relevancia para el desarrollo de la cultura como derecho humano en relación con sus alcances e implicaciones: el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC, 16/12/1966), instrumento jurídico internacional que se distingue por fijar las responsabilidades de los entes estatales relacionadas con la garantía de los derechos culturales.

El arribo del PIDESC (1966) al plano del sistema universal de protección de los derechos humanos, se llevó a cabo en función de fijar una línea vinculante más robusta entre los Estados parte y los propósitos universales en materia de derechos humanos que se venían vertebrando para su protección y promoción universal desde la CNU y la DUDH. Alburquerque (2007) explica que posteriormente a la adopción de la DUDH se emprendieron los trabajos para redactar un tratado internacional único y vinculativo en el que se englobaran a todos los derechos humanos: civiles, políticos, económicos, sociales y culturales; no obstante, la falta de consenso entre los Estados para su materialización llevaría a la Asamblea General de la ONU a optar por redactar tres instrumentos vinculativos en lugar de ese tratado internacional único, encontrándose entre ellos el PIDESC (p. 129).

Bajo esa premisa vinculativa, el PIDESC (1966) en la primera parte de su disposición convencional número 15 se ocupa en reafirmar los derechos humanos culturales instaurados mediante la DUDH: el de participar libremente en la vida cultural de la comunidad; el de gozar de las artes en cualquiera de sus expresiones; el de ser parte del progreso científico y de los beneficios que de él resulten, y el de gozar de la protección de los intereses morales y materiales por razón de autoría en producciones científicas, literarias o artísticas; mientras que, en su segunda parte, se enfoca en determinar las responsabilidades atribuidas a los Estados con motivo de esos derechos, enmarcándolas para ello en los deberes consistentes en adoptar las medidas para conservar, desarrollar y difundir la ciencia y la cultura; de respetar la libertad para realizar investigación científica y actividad creadora; y de fomentar y desarrollar la cooperación y las relaciones internacionales en materia de ciencia y cultura.

Al remitirse a la segunda parte del texto del numeral 15 del PIDESC (1966) es posible apreciar, que los deberes que los Estados parte adquieren como resultado del reconocimiento ecuménico de la cultura como derecho fundamental, los cuales se redactaron en sentido de alcanzar los fines fundamentales que se encuentran inmersos en cada uno de los derechos que de ella emanan a través de un ejercicio de garantización efectiva y con base en los valores éticos que le dieron sentido a ese régimen universal de derechos humanos. Deberes que el régimen político internacional de protección de los derechos culturales encauza en tres direcciones:

La primera, consiste en establecer un marco de cooperación entre los Estados para la promoción y fomento a la cultura y sus manifestaciones; la segunda, enfocada a la protección y conservación del conjunto de bienes materiales e inmateriales que constituyen el patrimonio cultural universal y de cada nación en particular; y la tercera, dirigida a la protección y satisfacción del acceso y participación en la cultura como un derecho humano. (Sanz, 2018, p. 21)

Responsabilidades que se abordarán con mayor amplitud en el siguiente apartado.

Al final del día, el PIDESC (1966) no sólo operaría en función de afianzar la vinculatoriedad de los Estados parte con la cultura, lo que se traduciría en su consolidación como derecho humano, sino que también actuaría como instrumento convencional que fijaría los ejes principales sobre los que la cultura se desplegaría como tal. Los derechos que se determinarían en relación con la cultura serían: el derecho a gozar del acceso al arte; el derecho a ser parte del progreso científico y de los beneficios implicados en éste; el derecho a que se proteja la autoría de las creaciones artísticas, científicas o literarias, y el derecho a involucrarse en la vida cultural de la comunidad.

El derecho al arte, como el primero de los derechos culturales que determina el PIDESC (1966), engloba los derechos en condiciones de libertad que tiene toda persona de crear o expresarse artísticamente; de apreciar dichas expresiones y creaciones artísticas; de contribuir a ellas mediante su práctica individual o colectiva; de gozar y acceder a las artes y de que sean objeto de difusión sus expresiones y creaciones artísticas. La relevancia de este derecho radica en que el arte se considera no sólo como un elemento esencial de la cultura, sino también como “un importante vehículo para que cada persona individualmente o en comunidad con otros, así como el grupo de personas, desarrollen y expresen su humanidad, su visión de mundo y los significados que atribuyen a su existencia”. En la práctica, estos derechos humanos al arte son proyectados en dos direcciones: la del artista, en cuanto a su derecho a la libertad de expresarse y crear en términos artísticos; y la del espectador, en cuanto a su derecho a gozar y acceder a las artes (Muñoz, 2016, p. 74).

El segundo de los derechos humanos culturales establecido por el Pacto es el de la ciencia, que gira en torno, al igual que el del arte, al acceso que toda persona debe tener en términos de igualdad, es decir, sin mediar discriminación alguna por cuestiones de origen étnico, género, edad, condición social o económica, religión o preferencias políticas o sexuales, al conocimiento científico y sus beneficios y aplicaciones; a la libertad de realizar investigación o de contribuir a ella; a gozar de un entorno apropiado que posibilite la conservación, desarrollo y difusión de la ciencia y la tecnología; así como a estar informado de modo individual y colectivo. La relevancia de este derecho humano radica en que su ejercicio fomenta la mejora en la situación socioeconómica de las personas que se benefician de sus aplicaciones y progresos. En buena medida, porque este derecho contribuye a corregir los efectos negativos de la globalización que propician la pobreza, ya que sin su acceso el estancamiento, la regresión y la exclusión social se agudizan (Muñoz, 2016, pp. 66 y 67).

Por su parte, el derecho humano a la autoría se enfoca en fomentar la contribución activa que realizan los científicos y los creadores artísticos con la que se abona al progreso de la sociedad mediante la protección de sus intereses morales y materiales; los primeros, considerados como aquellos intereses que emanan del vínculo permanente que surge entre las obras creativas y el trabajo personal y único de su creador, son salvaguardados por medio del derecho de atribución, es decir, el derecho del autor a que sea reconocido como el creador de sus obras científicas, literarias o artísticas; así como por el derecho de oposición, esto es, el derecho que tiene el autor a oponerse a cualquier modificación de su obra que atente en perjuicio de su honor o reputación; mientras tanto, los intereses materiales, son protegidos a través del derecho a la propiedad y el derecho a una remuneración adecuada, ya que el autor de la obra científica, literaria o artística tiene derecho a gozar de los beneficios económicos que produzca (Muñoz, 2016, p. 69).

Por último, el derecho de toda persona a participar en la vida cultural de su comunidad se enmarca también como una libertad en la que el Estado debe; por un lado, abstenerse de obstaculizar el ejercicio de las prácticas culturales y el acceso a los bienes culturales y, por el otro, a que el Estado adopte o emprenda medidas de carácter positivo que propicien condiciones en las que se promueva y facilite la participación en la vida cultural y la protección de los bienes culturales que se producen en su seno. Entendiéndose a la vida cultural como aquella en la que se agrupan la forma de vida, el lenguaje, la literatura escrita y oral, la música, las canciones, la comunicación no verbal, los sistemas de religión y creencias, los ritos y las ceremonias, los deportes y juegos, los métodos de producción o la tecnología, el entorno natural y el producido por el ser humano, la comida, el vestido y la vivienda, así como las artes, costumbres y tradiciones. Elementos mediante los cuales los individuos, grupos o comunidades expresan su humanidad y el sentido que dan a su existencia, y configuran una visión del mundo que representa su encuentro con las fuerzas externas que afectan sus propias vidas (ONU, 2009, E/C. 12/GC/21, párr. 13).

El reconocimiento de la cultura como derecho humano también se vería robustecido a nivel regional por diversos instrumentos convencionales. Ávila (1996) lo destaca, al precisar que como resultado de dramáticos acontecimientos de magnitud mundial y el desenvolvimiento de las relaciones internacionales durante los primeros cuarenta años del siglo XXI, se da una dinámica universalizadora y regionalizadora de instrumentos jurídicos de protección y promoción de los derechos humanos que extienden su ámbito de regulación a los derechos culturales (p. 149).

En el caso de América, el sistema interamericano de derechos humanos contribuiría a ese reconocimiento universal de la cultura a través de la Carta de la Organización de los Estados Americanos (COEA, 02/05/1948) y posteriores protocolos de reformas aplicadas a su contenido, en particular: el Protocolo de Buenos Aires (PRCOEA, 27/02/1967) y el Protocolo de Cartagena de Indias; la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (DADDH, 02/05/1948); la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH, 7-22/11/1969) y su protocolo adicional sobre Derechos Humanos en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, denominado también como “Protocolo de San Salvador” (PSS, 17/11/1988).

La Carta de la Organización de los Estados Americanos, por ejemplo, precisaba en su artículo 13 que cada ente estatal del continente gozaba del derecho de impulsar la vida cultural de las personas que integraban a sus comunidades con base en el respeto de los derechos humanos de cada uno de ellos. Este postulado convencional en materia de cultura, que se alojaba en esta disposición de la carta, se vería extendido a través de diversos protocolos que tuvieron como objeto modificar los alcances de los propósitos estatales que se habían fijado inicialmente a nivel continental en materia de derechos humanos, y en el caso particular en relación con el bien jurídico tutelado de la cultura.

Los protocolos de Buenos Aires y Cartagena darían cuenta de lo anterior al precisar en sus contenidos; el primero de los protocolos, señalaría en su disposición 47 que los Estados miembros debían dar énfasis público a aspectos consustanciales a los derechos culturales en función de propiciar el mejoramiento integral de la persona humana. De acuerdo con este precepto del Protocolo de Buenos Aires, los Estados miembros debían darle prioridad al impulso de la educación, la ciencia, la tecnología y la cultura. Por su parte, el Protocolo de Cartagena señalaría en su artículo 29, que los Estados miembros debían conjugar esfuerzos para impulsar el desarrollo económico, social, educacional, científico y tecnológico con el propósito de obtener el progreso integral de sus pueblos y sus miembros.

La DADDH y CADH también sumarían a esa pauta regional de juridificación de la cultura como derecho humano. La Declaración en su artículo 13 establecería los derechos culturales de toda persona a ser parte de la vida cultural de su comunidad, de acceder y gozar de las artes y los beneficios científicos e intelectuales y de que sus derechos morales y patrimoniales por el desarrollo de obras o inventos científicos, artísticos y literarios fuesen protegidos. En efecto, el precepto de numeral 13 de la DADDH redactaría que toda persona tendría el derecho de participar en la vida cultural de la comunidad, gozar de las artes y disfrutar de los beneficios que resulten de los progresos intelectuales y especialmente de los descubrimientos científicos, así como de recibir la protección estatal de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de los inventos, obras literarias, científicas y artísticas de que sea autor.

Por su parte, la CADH en su artículo 26 fijaría, en comunión con la reformada COEA, la obligación de los Estados miembros de emprender las medidas nacionales e internacionales necesarias para alcanzar progresivamente la efectividad de los derechos asociados a la cultura que se encontrasen consignados en su contenido. De conformidad con ese precepto, los Estados parte se comprometían a adoptar las acciones legislativas y económicas internas y externas necesarias, para hacer efectivos los derechos en materia de cultura que se habían incorporado como resultado de las modificaciones aplicadas a su contenido por el Protocolo de Buenos Aires.

Por último, y tal vez el más relevante de los instrumentos regionales en materia de derechos humanos culturales por su puntualización en la materia, el PSS, establecería en su disposición 14 el reconocimiento explícito a nivel regional de los derechos humanos culturales y los deberes estatales contraídos con respecto a ellos. Esta disposición precisaría el derecho a participar en la vida cultural y artística de la comunidad; a gozar de los beneficios del progreso científico y tecnológico; y a beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora. Asimismo, establecería el deber de los Estados parte de adoptar las medidas estatales para la conservación, el desarrollo y la difusión de la ciencia, la cultura y el arte; de respetar la libertad para realizar investigación científica y actividad creadora, y de reconocer los beneficios que se derivan del fomento y desarrollo de la cooperación y de las relaciones internacionales en cuestiones científicas, artísticas y culturales.

Este sería, a grandes rasgos, el proceso de juridificación internacional bajo el que enfundaría a la cultura como un derecho humano al delinear los trazos convencionales iniciales a partir de los cuales se desprenderían su definición, alcances e implicaciones posteriores. A partir de ello, la cultura como derecho humano se interpretaría en distintos sentidos, pero sin dejar de esbozarse desde esta base convencional. Montero (2004), por ejemplo, lo señala como el reconocimiento típicamente democrático de la condición de igualdad de todos los seres humanos al acceso y disfrute de los valores culturales, regido por reglas de juego comunes en un marco de solidaridad y respeto, orientadas a garantizar la libre participación en la vida cultural, artística y recreativa; la protección sobre la producción artística e intelectual; la libertad para la investigación creadora; el disfrute de la propia cultura, principalmente para aquellos grupos en desventaja sociocultural tales como los indígenas, mujeres, adultos mayores, infantes y población discapacitada; así como la protección de los recursos patrimoniales forjadores de identidades colectivas, sean éstos de naturaleza tangible (documental, arquitectónica o arqueológica) o intangible (historia oral o patrimonio lingüístico de los pueblos) (p. 49).

A su vez, Stavenhagen (2001) precisa que la cultura como derecho humano se conduce en la dirección de apreciarla como la igualdad de derecho de acceso de los individuos al capital cultural acumulado, así como el derecho de ciertas personas a crear libremente sus obras culturales sin restricción alguna y el derecho de todos a disfrutar de libre acceso a esas creaciones en museos, salas de concierto, teatros, bibliotecas, etcétera (pp. 22 y 23). Chacón (2014), a su vez, lo refiere como el “estilo de vida” de una comunidad, es decir, como derechos que no se pueden individualizar como civiles y políticos, sino más bien como derechos de naturaleza social y económica (p. 20).

Para Harvey (1996), los derechos culturales individuales corresponderían a los derechos humanos debido a que son resultado de un proceso de desarrollo legislativo, especialmente a nivel del derecho internacional, al igual que los derechos culturales de la comunidad nacional, esto es, el derecho a la identidad cultural, ya que están inmersos en las declaraciones, principios y derecho, es decir, están contenidas en los diversos instrumentos de derecho internacional (p. 37). Ávila (1996), por su parte, señala que desde la perspectiva jurídica el derecho humano a la cultura puede ser circunscrito a un ámbito particular en el que se integran el derecho individual y grupal a acceder, participar y disfrutar de los beneficios de la creación y distribución de conocimiento, obras, bienes y servicios, como sería el caso del derecho a producir, distribuir y recibir organizadamente educación, objetos intelectuales y artísticos o el derecho a preservar y gozar del patrimonio histórico nacional y universal (p. 22).

Prieto de Pedro (2008) refiere que, en la definición más amplia que recae sobre los derechos culturales, el derecho cultural o el derecho de la cultura, es la que se enmarca en las normas de los instrumentos jurídicos que regulan la vida cultural, la que a su vez abarca conceptos en sentido estricto que se forjan a base de derechos y desde una interpretación armonizada y transversal de los principios rectores de acceso universal, progresivo e indivisible en torno de la cultura (p. 19).

Por último, Arroyo (2006), refiriendo a la investigación de la Universidad de Friburgo, abona a la concepción de los derechos culturales como derechos de las personas, al precisar que estos se conducen en una perspectiva más amplia que la que es proyectada por los otros derechos de la persona, ya que su formulación lejos de restringirse o aislarse es más amplia tanto a título individual como de conjunto. Circunstancia dispersiva que obliga a agruparlos en tres grupos separados: los derechos actualmente reconocidos como derechos culturales, los derechos reconocidos a los profesionales de la cultura y los derechos culturales (p. 267). En ese sentido, Harvey (1990) indica que la legislación cultural conforma a tres grandes grupos de derechos: los individuales, los de la comunidad nacional y los de la comunidad internacional, los que a su vez darían lugar a un derecho cultural nacional que comprendería a los dos primeros y a un derecho cultural internacional (p. 8).

Ahora bien, de acuerdo con el examen de Arroyo, los primeros derechos reconocidos como culturales por los instrumentos internacionales son el derecho a participar en la vida cultural de la comunidad y la protección de los derechos de autor; el derecho a la educación, y las libertades lingüísticas reconocidas a las personas pertenecientes a las minorías. Conjunto de derechos reconocidos en la DUDH, el PIDESC y el PDCP. El segundo grupo de derechos se concentran en las libertades académicas, y en los derechos de los periodistas en el contexto de que toda persona puede ser autor, enseñante o informador. El último grupo serían el derecho a la identidad cultural; las libertades de pensamiento, de conciencia y de religión; las libertades de opinión, de expresión o derecho a la información; el derecho de pertenecer o no pertenecer a una comunidad cultural (p. 268).

Como se puede observar, este conjunto de instrumentos internacionales en materia de derechos humanos habrían de situarse como los medios que cimentarían de forma inicial a la cultura como derecho humano, en virtud de que desde su contenido se proyectarían las implicaciones iniciales con las que se empezaría a propiciar no sólo su definición, sino también su desarrollo y expansión jurídico-convencional hacia el interior del sistema universal de protección de los derechos humanos que se estaba erigiendo. Tanto las convenciones universales como regionales serían entonces las responsables de materializar a la cultura como derecho humano, así como de situarse como la base convencional sobre la que se solventaría su posterior extensión y dimensión en relación con su aportación a la concreción de los demás derechos humanos y a su propósito primero y último: el de mejorar las condiciones de vida digna de cada ser humano en lo individual y en lo colectivo.

IV. Deberes e implicaciones nacionales de los derechos humanos culturales

El reconocimiento a nivel convencional al que fue sujeta a la cultura para erigirla como derecho humano sería tan solo el inicio del proceso mediante el que se desplegaría su positivización, porque una vez proclamada en los instrumentos jurídicos del sistema universal de protección de los derechos humanos el siguiente paso sería internalizarlo a nivel nacional a través de los ordenamientos supremos que son responsables de encauzar la actuación de los Estados a nivel doméstico. La norma constitucional, por tanto, sería el medio jurídico interno que en consecuencia debía abrazar en sus textos a la cultura en su condición de derecho humano. Acto que tendría por objeto asimilar su contenido ético y dogmático para posteriormente proyectarlo hacia el resto de la estructura jurídica y pública en aras de materializarlo en la realidad individual y colectiva de la población.

Con respecto a esta dinámica jurídica que se presenta con la universalización, Díaz (1998) apunta que es imprescindible formalizar e institucionalizar a los derechos humanos en el ordenamiento jurídico positivo de cada Estado para hacerlos efectivamente vigentes, en virtud de que es esencial fijarlos a las normas para que sea posible instrumentarlos a la realidad social de los entes estatales (p. 51). Uribe (2009), a su vez, indica que una de las funciones esenciales más reciente que se le ha asignado a la Constitución, ha sido la de transitar los derechos humanos del plano internacional al plano nacional. Asimilación que se efectúa tanto desde el plano en el que distingue su naturaleza y alcances como en el que se contemplan los medios jurídicos a través de los cuales los habitantes acceden a su goce y ejercicio efectivo (p. 1032), esto es, sus mecanismos de protección y garantización.

En este caso, los derechos humanos culturales se incorporarían jurídicamente a nivel doméstico en el Estado mexicano mediante diversos artículos de la Constitución. Sobre esta condición derivada de la pluralidad de derechos que germinan de la propia naturaleza multifacética y transversal de la cultura, Dorantes (2013) menciona que el derecho a la cultura no se encuentra previsto en un solo artículo constitucional, motivo que obliga a que este deba examinarse de manera armónica entre los distintos tratados internacionales aplicables y las diferentes normas constitucionales vinculadas a su instauración (p. 849).

En efecto, la Constitución mexicana (CPEUM, 05/02/1917) incorpora a la cultura a través de varias de sus disposiciones. Por ejemplo, los artículos 6o., 7o. y 28, párrafo noveno, contemplan la libre manifestación de las ideas y la prohibición de no constituir monopolios en torno de los derechos de autor, aspectos que se vinculan al derecho humano de protección a la autoría intelectual. El artículo 73, fracción XXV, regula por su lado el derecho humano cultural al disfrute y protección de los bienes culturales, ya que faculta al Congreso de la Unión para legislar en materia de vestigios o restos fósiles y sobre monumentos arqueológicos, artísticos e históricos. El artículo 3o., fracción V, de la carta magna, incorpora el derecho humano al acceso y disfrute de los bienes y servicios culturales, en virtud de que hace referencia a que el Estado alentará el fortalecimiento y difusión de nuestra cultura (Dorantes, 2013, p. 848).

Finalmente, el artículo 4o. constitucional fue la última disposición en la que se vio reflejado el proceso jurídico de internalización de los derechos humanos germinados desde la cultura en el Estado mexicano. Conforme a la redacción de este precepto “Toda persona tiene derecho al acceso a la cultura y al disfrute de los bienes y servicios que presta el Estado en la materia, así como el ejercicio de sus derechos culturales”, goce y ejercicio de los derechos humanos culturales que el Estado promoverá, difundirá y desarrollará “atendiendo a la diversidad cultural en todas sus manifestaciones y expresiones con pleno respeto a la libertad creativa”.

Esta fórmula de los derechos humanos en materia de cultura expuesta en la Constitución mexicana se configuraría a partir de las convenciones internacionales que sirvieron de medio jurídico para instaurarlos primigeniamente con ese carácter, así como de los instrumentos jurídicos internacionales que se estructurarían con posterioridad a razón de reconocer y proteger a los demás bienes, valores y productos que se gestan al interior de los procesos cultures. Pero de modo particular de las obligaciones que surgen con motivo de la Observancia General Número 3 del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (OGN3, 14/12/1990). Instrumento que fija el deber de adoptar las medidas legislativas necesarias para que paulatinamente se obtenga la plena realización de todos los derechos humanos, incluidos evidentemente los concernientes a la cultura.

En ese sentido, y como consecuencia de la dispersión que la cultura mostró con el devenir de su evolución como bien tutelado en el sistema de protección de los derechos humanos, positivizar resulto de gran trascendencia para concentrar las implicaciones que iban emanando de las disposiciones convencionales que conformaban a cada instrumento jurídico internacional que era responsable de reconocer a algunos de los bienes o productos culturales. En efecto, la responsabilidad de carácter normativo que arroja la OGN3 (1990), abonó sustantivamente a la configuración constitucional de los derechos humanos culturales en México al considerar no sólo a los primeros derechos culturales, sino también a otros aspectos de la cultura como la diversidad y la libertad creativa. Elementos indisociables a la identidad y al patrimonio cultural en sus vertientes material e inmaterial.

Serían estos instrumentos del ámbito jurídico internacional los encargados de orientar la inclusión constitucional de los derechos humanos asociados a la cultura. Así, y de acuerdo con el sentido de los acuerdos internacionales y los artículos constitucionales que obligan al Estado mexicano a asumir los compromisos contraídos internacionales vía convencional en materia de derechos humanos, los artículos 1o. y 133 (CPEUM, 1917), México tomaría para la responsabilidad de salvaguardar a nivel individual y colectivo el goce y ejercicio de los derechos humanos que se estructuraron con el propósito fundamental de proteger y garantizar todos aquellos bienes, valores, productos y procesos que se forjan al fragor de la cultura. Esta incorporación a la norma suprema representaría tanto el reconocimiento nacional de los derechos humanos culturales como la responsabilidad de asumir los deberes estatales que los acompañan en función de hacerlos efectivos a nivel individual y colectivo.

Hernández (1995) indica que uno de los efectos de los derechos fundamentales en relación con la norma suprema de los Estados contemporáneos es la de representar al sistema axiológico de valores concretos para darle sentido a la vida estatal. Así es, esta función lleva a los derechos fundamentales a proyectarse, entre otros cauces, como derechos prestacionales de sentidos objetivo y subjetivo, los que induce a una activación general del Estado que no guarda otro propósito primordial más que el de satisfacer las necesidades individuales y colectivas de sus destinatarios, con base en el aseguramiento del mínimo vital que se encuentra implícito en el núcleo de cada uno de estos derechos (p. 1049).

Reséndez (2016) indica, que “Con respecto a los derechos fundamentales existe una acción del Estado en la positivización de los mismos, la cual no debe agotarse únicamente en la inclusión de los mismos dentro del derecho positivo, sino también en la debida defensa y tutela del Estado para la efectiva realización y ejercicio de los mismos” (p. 311).

Díaz (1998) también señala que es imprescindible formalizar e institucionalizar en el ordenamiento jurídico positivo a los derechos humanos para hacerlos efectivamente vigentes, debido a que es indispensable ceñirlos a normas para que sea posible materializarlos en la realidad social de las entidades estatales (p. 51).

Uribe (2009), por su parte, explica que la función esencial más reciente que se le ha asignado a la Constitución es la que está enfocada a la incorporación de los derechos fundamentales junto con sus mecanismos de protección y garantización. Lo mismo desde un plano epistemológico en el que distingue su naturaleza y alcances, que desde un plano jurídico-social en el que se examinan opciones jurídicas reales que les permitan a los habitantes disfrutar de su goce y ejercicio (p. 1032).

Roldán (2015), por último, apunta que el actuar constitucional de los Estados ha sido rebasado por el requerimiento que germina desde el espectro internacional de los derechos humanos, dado que la suma de las tareas más finas y de mayor análisis gubernamental de carácter legislativo y ejecutivo, ya no se asumen como facultades discrecionales que puede ejercer o no mediante sus funciones, sino obligaciones que debe atender acorde a las implicaciones convencionales derivadas de ese aspecto internacional adoptado (p. 76). Así, y conforme al sentido de los acuerdos internacionales y a lo reglado por los artículos constitucionales, el Estado mexicano debió asumir la responsabilidad de salvaguardar efectiva y eficientemente el ejercicio de los derechos fundamentales, entre estos los que se instauran a partir de la cultura.

En definitiva, el Estado mexicano realizó este proceso de asimilación nacional de los derechos humanos culturales mediante los artículos 3o., fracción V, 4o., 6o., 7o., 28, párrafo noveno, 73, fracción XXV, de la CPEUM, lo que representaría su reconocimiento jurídico a nivel nacional y la gestación de deberes positivos a los que los distintos ámbitos gubernamentales del Estado mexicano estarían obligados a observar en atención de materializar individual y colectivamente sus implicaciones.

En ese sentido, Ferrajoli (2006) indica que gracias al embrión de Constitución del mundo que se haya integrada por la Carta de la ONU y demás instrumentos internacionales en materia de derechos humanos, los entes estatales se han subordinado jurídicamente en su orden interno y externo con el propósito de garantizarlos mediante su positivación, lo que propicia “los vínculos formales relativos al «quién» y al «cómo» de las decisiones y los vínculos de contenido relativos al «qué cosa» de las decisiones mismas” (p. 114).

El tribunal constitucional mexicano mediante su actividad jurisdiccional, de igual forma ha sumado a esa positivización constitucional de los derechos humanos cultuales con las interpretaciones que ha realizado sobre las obligaciones estatales a las que sus instancias gubernamentales están constreñidas a observar. Interpretación que, aun cuando es limitada en cuanto al cúmulo de derechos humanos que se encuentran asociados a la cultura, no deja de centrarse en establecer las implicaciones a nivel colectivo e individual a las que sus ámbitos de gobierno deben enfocarse. En efecto, mediante diversos pronunciamientos las instancias jurisdiccionales se han encargado de precisar los aspectos materiales en los que el Estado mexicano debe ocuparse para atender el goce y ejercicio efectivo de los derechos humanos culturales.

Cabe mencionar que los pronunciamientos jurisdiccionales que se han vertido en los tribunales constitucionales sobre los derechos humanos culturales, por un lado, no son tan abundantes como en el caso de otros derechos humanos, y por el otro, no se formulan de forma preeminentemente a partir de instrumentos convencionales particulares a la temática como acontece con otros derechos humanos que son sujetos a la exégesis constitucional, debido a que su interpretación se construye a partir de las condiciones de expansión convencional que ha privado sobre la cultura con motivo del trayecto que ha experimentado como derecho humano (Sánchez, 2013, p. 157). Con todo y ello, las interpretaciones jurisdiccionales son capaces de ofrecer una noción básica sobre las medidas que deben adoptarse hacia el interior del Estado mexicano para efecto de hacer palpables los derechos humanos culturales en la vida de las personas que se encuentran bajo su soberanía.

En primera instancia, los tribunales determinaron que el derecho a la cultura que se fija en la norma constitucional debe explicarse ajustándose a los principios de universalidad, indivisibilidad, interdependencia y progresividad sobre los que se sustenta el sistema universal de protección de los derechos humanos, lo que conlleva al deber de garantizar su acceso o participación, individual o colectiva, en términos de que su goce y ejercicio sea realizado en todo momento a plenitud y libre de cualquier tipo de distinción que atente contra la dignidad humana (Tesis 1a. CCVI/2012,10a., 2012). Es decir, los derechos humanos que germinan de la cultura, al igual que el resto de los bienes que se han encumbrado como derechos fundamentales por su invaluable aportación a la dignidad humana, deben ser objeto de garantización por parte del Estado, en cuanto a su acceso y participación, sin mediar algún tipo de discriminación o interferencia estatal en términos de los principios de universalidad, indivisibilidad, interdependencia y progresividad.

En ese mismo sentido, sobre el derecho a la cultura en vinculación al deber de garantizar que le concierne al Estado en su calidad de sujeto obligado, los tribunales constitucionales señalan que este derecho humano es multidimensional porque se enmarca, entre otros, en tres derechos: el derecho a acceder a los bienes y servicios culturales; el derecho a que se protejan el uso y disfrute de esos bienes y servicios culturales, y el derecho a que se proteja la producción intelectual, derechos que a su vez contribuyen a la realización del derecho a participar en la vida cultural. A partir de este dictamen jurisdiccional, los tribunales determinaron que la presencia de bienes y servicios culturales es una condición necesaria para materializar el goce y ejercicio de esos derechos, razón por la que se requiere que el Estado provea a sus ciudadanos de todo tipo de arte e infraestructura como bibliotecas, museos, teatros y estadios deportivos, es decir, que garantice el acceso a este tipo de bienes y servicios culturales para que a la par se asegure el derecho a ser parte de la vida cultural (Tesis 1a. CXXI/2017,10a., 2017).

Esta obligación de garantizar, que se desprende de los criterios expuestos, gira en torno de la realización de cualquiera de los derechos fundamentales y se orienta, de acuerdo con la interpretación constitucional, a que los entes estatales emprendan tres tipos de acciones públicas hacia el interior de sus soberanías y de acuerdo a cada situación específica: eliminar todos aquellos factores que restrinjan la realización del ejercicio efectivo de los derechos humanos; suministrar recursos públicos para que cada derecho humano se materialice a nivel social, tanto en lo individual como en lo colectivo, o implementar acciones públicas que generen actividades que propicien las condiciones necesarias para que todos se encuentren en aptitud de ejercerlos satisfactoriamente (Tesis XXVII 3o J/25, 10a., 2014).

En otro criterio vertido sobre la cultura en su condición de derecho fundamental, los tribunales constitucionales establecieron que el Estado está obligado a garantizar y promover, tanto en su aspecto individual como en el colectivo, la libre emisión, recepción y circulación de la cultura, lo que supone, en términos prácticos, que el Estado, mediante sus ámbitos gubernamentales, está obligado a propagar todas aquellas manifestaciones que se producen en el seno de los procesos de la cultura por su relevancia en la formación de la identidad individual, colectiva y nacional, esto es, el Estado debe fomentar la divulgación de los múltiples valores y bienes culturales, entre ellos los relacionados con las tradiciones, costumbres, obras artísticas y científicas, conocimientos tradicionales y demás productos y bienes culturales (Tesis 1a. CCVI/2012, 10a., 2012).

Con respecto a esta obligación de promover, su interpretación se encauza en dirección de que los entes estatales están obligados a que las personas de su sociedad tengan conocimiento de todos y cada uno los aspectos que forman parte de uno u otro derecho humano, y, particularmente, lo que en su conjunto debe representarles en su vida cotidiana, pues a partir de su asimilación cognoscitiva pueden adquirir la capacidad de discernir si los están gozando y ejerciendo adecuadamente. Así es, de acuerdo con los tribunales constitucionales la obligación de promover tiene como propósitos que las personas conozcan sus derechos y mecanismos de defensa con el fin de que extiendan la base de realización de sus derechos fundamentales, lo que se traduce para el Estado en términos prácticos para su cumplimiento en acciones mediante las cuales provea a las personas de toda la información necesaria para asegurar que sean capaces de distinguir cuando están ejerciéndolos apropiadamente (Tesis XXVII 3o J/25, 10a., 2014).

En un criterio constitucional más los tribunales abordan, entre otros aspectos vinculados a la cultura, la protección de este derecho fundamental por causa de la trascendencia que posee con respecto a la identidad individual y colectiva. En este criterio, las instancias constitucionales indican que el Estado debe desplegar su política cultural en dirección de proteger todas aquellas expresiones que contribuyen a la conformación de la identidad, ya que ello nutre y desarrolla a su vez la dignidad de cada individuo y colectivo. De acuerdo con el planteamiento, la cultura es un elemento integrante y formativo de la personalidad de ser humano como individuo, pero también es un elemento definitorio de sus expresiones, valores y características grupales, esto es, en la faceta del individuo como parte integrante de un colectivo. En suma, y en coyuntura con esta implicación de salvaguardar el derecho a la identidad cultural, el tribunal precisa el deber que tiene el Estado de identificar. conservar y rehabilitar todo aquel patrimonio cultural material e inmaterial que abona individual, colectiva e intergeneracionalmente al sentido de pertenencia que el ser humano necesita desarrollar (Tesis: I.3o.C.7 CS, 10a., 2020).

En el caso particular del deber de proteger, los órganos jurisdiccionales en materia constitucional señalan que esta responsabilidad estatal consiste en prevenir que sus agentes o cualquier particular vulnere alguno de los derechos humanos. Directiva que se bifurca a su vez en dos acciones específicas: instaurar un esquema público de vigilancia que sea capaz de identificar acciones, actos o conductas de los agentes estatales o particulares que sean susceptibles de actuar en detrimento del goce y ejercicio adecuado de los derechos humanos, y disponer de mecanismos de reacción que sean lo suficientemente capaces de impedir la consumación de esas acciones, actos o conductas. Esencialmente, y de acuerdo con los tribunales constitucionales, el deber de proteger implica acciones estatales enfocadas a resguardar a las personas de cualquier acción, acto o conducta pública o privada, que interfiera o ponga en riesgo de vulneración el goce y ejercicio de sus derechos humanos (Tesis XXVII.3o.4 CS, 10a., 2014).

La interpretación doctrinal de igual modo ha contribuido al reforzamiento de la exégesis jurisdiccional con respecto a la explicación de los deberes positivos estatales que se encuentran entrañados en el contexto de los derechos humanos culturales. Planteamientos que, cabe mencionar, nacen del enfoque teórico constitucionalista que se aplica en torno de los derechos fundamentales. En efecto, Landa explica que desde que la comprensión de las normas constitucionales transitó de la base del sistema de garantías al de valores y principios fundamentales, el contenido concreto de los derechos humanos ha sido alimentado por todas aquellas doctrinas constitucionales que de alguna forma han incidido en el fortalecimiento del Estado constitucional. Perspectivas entre las que destacan la institucionalista; la democrático-funcional; la jurídico-social, y la de las libertades (Landa, 2002, pp. 50-71).

Así pues, Roccatti (1999) señala que los derechos culturales se traducen en facultades y prerrogativas de toda persona a participar en la vida cultural de la comunidad, lo que se traduce en criterios donde privan el derecho a la preservación de la identidad cultural que se conforma por un abanico de derechos y libertades específicas que varían de grupo a grupo y que contemplan, entre otros aspectos, las partes religiosa, lingüística y hasta la organización social, y el derecho a la autodeterminación en el que se contempla la historia, la ubicación territorial, la identidad y las costumbres. De ahí que la protección internacional imponga sobre el Estado, de inicio, la carga moral que lo conduce a observar y defender la integridad de los derechos humanos y, posteriormente, la carga de hecho que lo responsabiliza a asumir las medidas internas necesarias para hacer efectiva la continuidad de la cultura y la transmisión de sus valores.

Por su parte, Ruiz (2007) apunta en referencia a uno de los frutos más significativos de la cultura: la identidad cultural, que es uno de los elementos que mayor dependencia presenta con respecto a los derechos culturales, en virtud de que representa una de las libertades consustanciales a la dignidad de las personas vinculada a los demás procesos y elementos culturales, tal y como lo representa el patrimonio cultural material e inmaterial. A partir de lo anterior, este autor señala que todos los derechos humanos internacionalmente reconocidos, entre ellos el que aborda el derecho a conservar, adaptar y cambiar voluntariamente la cultura propia de un grupo o persona, implican la protección de los particulares, la comunidad internacional y, sobre todo, la protección por parte del Estado, lo cual no se limita a un espacio geográfico en específico (pp. 197 y 204).

Por último, Sánchez (2013) indica que la reforma constitucional en México que incorporó a la cultura como derecho humano le representó nuevos deberes en la materia como su reconocimiento, protección y promoción, ya que con base en ello se posibilitan el ejercicio de las libertades culturales que son inherentes a la dignidad de las personas. Conforme a este autor, la reforma constitucional en materia cultural supone la implementación obligatoria de medidas públicas por parte del Estado de orden legislativo, administrativo y financiero, en función de asegurar el derecho de los individuos a participar en igualdad de circunstancias en la vida cultural y el derecho de que se reconozca, según sea el caso, la diversidad de culturas que germinan y subsisten en el ámbito de su sociedad. Básicamente, “el Estado mexicano tiene ahora un mandato constitucional claro: establecer las condiciones mínimas que hagan viable el pluralismo cultural” (p. 122).

Como se puede apreciar, la incorporación constitucional de la cultura como derecho humano plantea implicaciones que nacen de los alcances jurídicos proyectados desde el marco convencional que sustenta el sistema universal de protección de los derechos humanos. Implicaciones que se traducen en responsabilidades estatales que deben atenderse a través de la implementación de medidas, en primera instancia, de corte jurídico, para después materializarse en su esfera financiera y gubernamental. Estas medidas en su conjunto deben traducirse en acciones públicas que sean capaces de materializar, entre otras cosas, la existencia y disposición de bienes y servicios culturales; la divulgación de los múltiples valores y bienes culturales; la protección de los bienes culturales materiales e inmateriales; y velar por la continuidad y transmisión efectiva de la cultura y sus valores, pues con ello daría cumplimiento a sus deberes contraídos por lo que se refiere a los derechos humanos culturales.

V. Reflexiones finales

La cultura como sistema, subsistema, estructura o esquema que produce procesa, almacena o transmite una serie de bienes inmateriales necesarios para la subsistencia social e individual del ser humano, o como medio que puede transitar de modo transversal entre los demás derechos humanos para impulsar su realización y ejercicio efectivo en favor de la dignidad de los individuos, ha dejado constancia del inestimable valor que guarda para la especie humana. Condiciones por las que sería sujeta a un proceso de juridización de nivel ecuménico que la revestiría como derecho humano, en aras de preservar y proteger los valores y bienes que se producen en el seno de sus procesos tales como: la identidad individual y comunitaria, la multiculturalidad, el orden y la cohesión social, la transmisión intergeneracional de conocimientos, las pautas sociales, la producción de ciencia y arte, entre otros más.

Como resultado de lo anterior, la cultura en su condición de derecho humano ha adquirido consigo los deberes estatales que se enmarcan en las acciones de proteger, garantizar, respetar y promover que le son consustanciales a su calidad y sentido jurídicos. Deberes que se reproducen en implicaciones públicas específicas al momento de que se incorporan a nivel doméstico por vía constitucional para efecto de materializarlos en la vida cotidiana de las personas, y que, en términos generales, deben alcanzar los derechos culturales que abrazan el acceso al arte y al progreso científico con sus beneficios, a la protección de las creaciones artísticas, científicas y literarias y, particularmente, a vivir y ser parte de la vida cultural de la comunidad.

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