El corporativismo letrado en Valencia entidad de colegio y paralelismos con México

Carlos Tormo Camallonga
Aborda la naturaleza del corporativismo dentro del Antiguo Régimen español. Desde la fundación del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia y sus semejanzas con el Ilustre y Real Colegio de Abogados de México, hasta la explicación de su función como entidad defensora de los derechos profesionales de los letrados y como asociación enfocada a la dignificación de la abogacía a través de la unidad gremial de los profesionales técnicos del derecho. Repasa las vicisitudes que ha sorteado y las trasformaciones que ha sufrido con el tiempo, para adaptarse al dinamismo social.

 

EL CORPORATIVISMO LETRADO EN VALENCIA ENTIDAD
DE COLEGIO Y PARALELISMOS CON MÉXICO

Carlos Tormo Camallonga

Sumario: I. La fundación del Colegio de Abogados de Valencia. II. Funciones del Colegio. III. Requisitos para abogar. IV. Ingreso en el Colegio. V. El debate sobre el exceso de abogados. VI. Nuevas normas para nuevos tiempos.

Resumen: Aborda la naturaleza del corporativismo dentro del Antiguo Régimen español. Desde la fundación del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia y sus semejanzas con el Ilustre y Real Colegio de Abogados de México, hasta la explicación de su función como entidad defensora de los derechos profesionales de los letrados y como asociación enfocada a la dignificación de la abogacía a través de la unidad gremial de los profesionales técnicos del derecho. Repasa las vicisitudes que ha sorteado y las trasformaciones que ha sufrido con el tiempo, para adaptarse al dinamismo social.

Abstract: It approaches the nature of corporatism within the Old Spanish Regime. From the foundation of the Illustrious Bar Association of Valencia and its similarities with the Illustrious and Royal Bar Association of Mexico, up to the explanation of its role as advocate entity of the professional rights of the lawyers and as partnership focused on the dignifying of the law across the trade-union unit of the technical professionals of the Law. Reviews the events that has avoided and the transformations that it has suffered over the time, to adapt to social dynamism.

La fundación de cualquier corporación no suele seguir un camino derecho ni sereno. Intentar descubrir sus entresijos al cabo del tiempo, de los siglos, tampoco suele ser tarea fácil ni sencilla. Esto es así, en gran medida, por la ausencia y pérdida de documentación que, de otra manera, nos serviría de gran ayuda, y también porque toda interpretación que queramos realizar desde el presente debe pasar por el tamiz de la perspectiva temporal. Entre estos parámetros encuadramos el estudio de los primeros pasos del Colegio de Abogados de Valencia, en la segunda mitad del dieciocho, plenamente coincidentes con la fundación del primer colegio de abogados en territorio americano, el Ilustre y Real Colegio de Abogados de México.

A mi entender, son casos similares, que bien pueden complementarse, de tal manera que en el intento de despejar dudas y escollos en la comprensión de cualquiera de ellos, bien nos puede valer una mirada hacia el otro colegio. Los entresijos de uno y otro no pueden ser muy diferentes. De ahí el interés de un estudio comparativo. Sin embargo, mis ambiciones en estas páginas son más restringidas, temporal y materialmente, ya que me limitaré a exponer el caso que mejor conozco, (el valenciano), y durante la vigencia de sus primeros estatutos, para que el lector pueda establecer, en su caso, los paralelismos, y también extraer sus propias conclusiones. Para el colegio mexicano, eso sí, nos servirán de inestimable ayuda los buenos estudios que sobre él ya se han publicado, y sobre los que yo me limitaré a añadir algún dato o recordar alguna precisión.1

Vayan estas páginas para ayudarnos a comprender —es mi pretensión— lo que se entendía por el corporativismo colegial, en su naturaleza intrínseca, en las últimas décadas de lo que hemos venido en llamar el Antiguo Régimen y en el inicio del liberalismo. Desde una actitud más bien proteccionista, y si se quiere paternalista, que tenía la monarquía absoluta hacia el asociacionismo, nos adentraremos en unos nuevos tiempos presididos por una actitud contraria, radicalmente adversa hacia el mismo, consecuencia del intrínseco individualismo que impregnaba la ideología del naciente Estado liberal. En este punto, eso sí, adelantamos que las respuestas que se adoptaron a ambos lados del Atlántico fueron considerablemente diferentes, sino opuestas.

I. LA FUNDACIÓN DEL COLEGIO DE ABOGADOS
DE VALENCIA

1. Primeros trámites

El proceso fundacional del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia arranca en 1748, cuando se reúne un grupo de letrados con el fin de otorgar poderes al abogado y jurista valenciano José Berní y Català, para que adoptara las medidas conducentes a la creación de un colegio de abogados en la ciudad de Valencia, a semejanza de los que ya existían en Madrid y Granada. Como individuo del colegio de la Corte que era, quería extender a sus compañeros valencianos los beneficios de que disfrutaban sus colegas madrileños.2 Desconocemos por qué no se hizo uso de este poder durante los siguientes años o, si se hizo, cuáles fueron sus resultados. Sabemos que durante estos años Berní pasó largas temporadas en la Corte, pero también sabemos que sus relaciones con las altas instancias y miembros del Consejo Supremo no eran especialmente cordiales. Por lo visto, su empeño en la impresión de su edición de Partidas, entre otras obras, le acarreó no pocos contratiempos. Así, al menos se refleja de su correspondencia con el jurista e ilustrado, también valenciano, Gregorio Mayans, con el que, por el contrario, parece que mantenía una franca amistad.3

Las siguientes noticias que sobre la constitución del Colegio tenemos datan del 16 de julio de 1755. De nuevo, un reducido grupo de abogados de la ciudad se reúne con el objetivo de nombrar una comisión, que procediera a la redacción de unos estatutos de gobierno para la corporación que se quería erigir, y así presentarlos a su aprobación ante el Consejo Real. En estos momentos no se está pensando en una copia de las ordenanzas matritenses, como más tarde se haría, sino en una regulación privativa y particular para el colegio valentino. Pero la falta de documentación nos impide otra vez aventurar qué sucedió con este encargo, si es que algo se hizo. Tampoco entendemos por qué Berní y Català no formó parte de esta comisión; tal vez estaría en la Corte. Y tal vez fuera ésta la causa de que el cometido de la comisión no consiguiera sus objetivos.

El 22 de enero de 1759, por tercera vez, y de nuevo a iniciativa de Berní, se reúnen 31 algunos abogados valencianos para designar una nueva comisión que procediera a la redacción de los estatutos. Pero en este caso Berní, otra vez en Valencia, sí formó parte de ella. Además, se pensó que lo más sencillo era que estos estatutos fueran los mismos que los de la Corte, eso sí, con las acomodaciones oportunas para la realidad de la ciudad y audiencia de Valencia.4 Se buscaba así un resultado más rápido y seguro, como ya había ocurrido con otros colegios fundados con anterioridad, y como, finalmente, también sucedió con el de Valencia.5

No creemos que la redacción de los estatutos ofreciera problema alguno. Una vez redactados, se presentaron, el 21 de marzo, para su aceptación ante la “comunidad de abogados de esta ciudad”, o sea, la junta general, la que, mediante una nueva escritura pública, acordó iniciar, ya de manera definitiva, los trámites para constituirse como colegio, y que el mismo se gobernara por los estatutos del de Madrid, publicados el 12 de agosto de 1732, “corregidos, limitados y arreglados según correspondía a las circunstancias y estado de la Ciudad, Real Audiencia y sus Abogados”. El colegio de Madrid no fue el primero en fundarse. Con constituciones de 1596, y posteriores de 1732, era el de la Corte, y eso le dotaba de la más perfeccionada regulación, lo que animaba al resto de corporaciones a tomarlo como referencia y solicitar su filiación. Los 61 abogados valencianos que firmaron aquella escritura, de los 103 convocados, nombraban asimismo una junta de gobierno, que podríamos calificar como interina, y acordaban nombrar procurador en la Corte para que solicitara las correspondientes aprobaciones del Consejo Supremo y del Rey.

No parece que hasta entonces la idea de fundar un colegio hubiera despertado grandes expectativas, ni siquiera interés, entre el colectivo de letrados valencianos. Se estima que a mediados de siglo eran alrededor de doscientos los que tenían despacho abierto en la capital. En la ciudad de México, y como más tarde veremos, parece que eran algo más de un centenar. Pero, visto que el proceso de erección del colegio quedaba definitivamente encauzado, y que, una vez establecido, sus resoluciones tendrían carácter vinculante entre todos los abogados, los letrados valencianos deciden prestarle mayor atención. A mi entender, la apatía corporativa de estos letrados es otra evidencia de las dificultades y resistencias que el régimen surgido detuvo que sortear para implantarse en el territorio valenciano.6

Con anterioridad al decreto de Felipe V, del 29 de junio de 1707, el ejercicio en Valencia, como en cualquier otra ciudad de su reino, dependía del examen y habilitación de la autoridad municipal en donde radicaba la sede judicial. La legislación castellana, impuesta ahora en Valencia, había centralizado esta exigencia en el Real Acuerdo de la Chancillería —después Audiencia—. Este cambio de sistema se recogía ya en las primeras decisiones de la alta instancia gubernativo-judicial borbónica, que insistía en el cumplimiento de los nuevos requisitos: “que ningún Abogado ni Procurador exerza sus officios sin que preceda el recibimiento del Acuerdo pena de que, además de que ningún escribano admitirá sus peticiones, será gravemente castigado”. En el mismo sentido, el 23 de octubre de 1707 ordena el Acuerdo que “no se admitiese a ninguno para Abogado sin que se sujetasse a examen, y que no se admitiesse petición sin que viniesse con esta circunstancia, pena de cincuenta ducados al escribano que le admitiese”. Resulta significativo que, al margen de los abogados que nombró el Real Acuerdo en los días inmediatamente posteriores a su nueva constitución, para evitar el colapso de la justicia y poder despachar las causas más perentorias, el primero en admitirse por la Audiencia no fuera valenciano. Recibido en su momento por la Chancillería de Granada, se incorporó a la de Valencia previo juramento de “guardar las Leyes de Castilla, ordenanzas, prácticas y costumbres de las Chancillerías de Valladolid y Granada”, juramento que debían repetir todos los que quisieran recibirse a partir de ahora.7 Porque el derecho valenciano, todo un completo ordenamiento jurídico nacido a raíz de la conquista del monarca catalago-aragonés Jaime I, en el siglo XIII, y uno de los mejores exponentes de la recepción del ius commune en la península ibérica, pasaba a ser, por expresa voluntad del primer Borbón, simplemente, historia.8

En cualquier caso, y a pesar de los continuos apercibimientos a los infractores, los recibimientos en el Real Acuerdo fueron escasos en un principio. Hubo años, incluso, en que no se recibió ningún abogado. La media de habilitaciones hasta 1741 viene a ser de cinco o seis por año, cifra totalmente insuficiente para el despacho de las causas pendientes en los tribunales y que, según todo indica, se habían incrementado y ralentizado como consecuencia de la contienda bélica y el cambio impuesto de ordenamiento jurídico. Si jueces y tribunales eran conscientes del incumplimiento reiterado de la orden de recibimiento, no lo sabemos; si lo fueron, entendemos que lo toleraron ante el riesgo de colapso judicial. Ni qué decir tiene de los juzgados más alejados de la Audiencia.9

Las cosas se mantuvieron así hasta que en 1742 el fiscal del Real Consejo, Colon y Larreátegui, decide terminar definitivamente con esta irregularidad. Como hijo del presidente de la primera Real Audiencia y Chancillería borbónica, parece que era un buen conocedor del sistema judicial valenciano, de manera que instó una real provisión del 27 de agosto, por la que se prohibía terminantemente la abogacía a persona no revalidada por el Real Consejo o el Acuerdo de Valencia. En este caso, la medida sí surtió efectos inmediatos. Sólo durante el siguiente año se recibieron 102 abogados, disminuyendo su número paulatinamente hasta estabilizarse en torno a los quince anuales. No era suficiente con la simple promulgación de una norma, pues, para asegurar su cumplimiento. Y, lo que es más importante, se evidencia el peso de la inercia en un sistema gubernativo-judicial muy heterogéneo, con un gran peso de la costumbre y de unos usos curiales diferentes en cada sede y territorio.

Retomando el proceso fundacional del Colegio, el procurador en la Corte debía conseguir, en primer lugar, que el colegio matritense aceptara la incorporación por filiación del valenciano, lo que se hizo en junta del 31 de julio del mismo año 1759, después del oportuno informe favorable de la comisión nombrada al efecto, que para el caso lo había conferenciado con los miembros del Consejo Real individuos del mismo colegio. Era el mismo procedimiento que en su día se había seguido con los colegios de Valladolid y Granada, también filiales. El de México, sin embargo, fue algo diferente. Sin perjuicio de remitirme a lo ya publicado, debe destacarse que, desde su fundación por real cédula del 21 de junio de 1760, fue una institución autónoma, en la medida en que contaba con sus propios estatutos, hasta que por las reales cédulas del 6 de noviembre y 24 de diciembre de 1766 también se incorpora por filiación al de Madrid, con sus mismas gracias y privilegios.10 Otros fueron asimismo los colegios que no se afiliaron al de la Corte: Canarias, Cáceres, Pamplona y, en un primer momento, también Oviedo.11

2. Constitución como corporación de derecho

Podemos calificar las escrituras referidas del 21 de marzo de 1759 como las fundacionales del Colegio, sin perder de vista que, como corporación de derecho, el colegio valenciano no tendría reconocimiento oficial, y sus acuerdos no podían tener validez oficial ni ser vinculantes —ni entre sus miembros ni mucho menos puertas afuera—, mientras el decreto de aprobación del Supremo Consejo no contara con la oportuna sanción real. De ahí que su nacimiento, en contra de lo que en algunas ocasiones se ha querido fijar, no lo podamos situar en 1759, sino en 1762.

Todo indica que el procurador en la Corte fue diligente, como rápida y resuelta la actuación del Consejo. Por decreto del 20 de septiembre de 1759 se acuerda solicitar información a todo este respecto a la Audiencia de Valencia, trámite ordinario por lo demás. El 16 de octubre es vista la provisión en el Real Acuerdo, al que se le daban quince días para remitir el informe.12 Pero no parece que su proceder resultara tan expedito como hubiera sido de esperar. En noviembre se acuerda que el decano, el diputado segundo y el secretario de la Junta del Colegio suplicaran del regente y de los demás miembros del Acuerdo prontitud en la tramitación del informe; actuación, la de la Audiencia, que, bien es cierto, tampoco puede extrañar dentro de los usos de la época. Que en febrero del año siguiente 1760 se repitiera la misma visita y súplica, es lo que ya despierta nuestro recelo, que se confirma al ver que el informe se retrasa hasta el 5 de octubre de 1761. Aunque no era práctica habitual, en ocasiones el Consejo insistía ante la Audiencia en el despacho de informes ya pedidos y que no se remitían; en este caso, sin embargo, no se insiste. Concretemos.

Por resolución del 19 de diciembre de 1758, el Real Acuerdo de Valencia había decidido confeccionar y llevar un Libro Matrícula de Abogados, “para la más cierta noticia de los Abogados aprovados que con estudio y despacho havierto defienden y patrosinan causas en este Real Tribunal y demás Juzgados de esta Ciudad, y evitar el que se introduzgan al exercicio sin tener las aprovaciones correspondientes”. Esta decisión puede verse como un perfeccionamiento de la referida Real provisión de agosto de 1742, en la que se ordenaba “no se permita el uso de la abogasía a persona alguna que no esté revalidada por el Rl. Consejo o por el Acuerdo de esta Audª., aunque sea doctor, ymponiendo las penas y apercibimientos convenientes para su cumplimiento”.13 Es posible que la Audiencia se planteara qué otras funciones podría desempeñar el Colegio, además de llevar el Libro Matrícula de Abogados y controlar así el intrusismo. Cierto es también que el Acuerdo toma esta decisión a sabiendas de que la fundación del Colegio es inminente, lo que nos hace dudar de una simple coincidencia temporal. Es lugar común aludir a las difíciles relaciones entre la Audiencia y los abogados, y hay que tener muy en cuenta que los abogados valencianos pretendían, y así lo había remitido el Consejo a la Audiencia, que la fundación del Colegio y la extensión de las normas dictadas para el de la Corte se llevara a cabo “obrando igual efecto en la referida Real Audiencia de Valencia y su Jurisdicción, sin diferencia alguna”. De esta manera, las disposiciones oficiales adoptadas a instancia de los letrados, de Valencia y la Corte, podrían vincular también a la audiencia valenciana, lo que ésta lo podía ver como una intromisión en su proceder y competencias. Así es que las difíciles relaciones con los letrados, como fácilmente podemos entender, lo seguirían siendo, si no más, a lo largo del tiempo.

Finalmente, por real provisión del 6 de febrero de 1762, el monarca Carlos III sancionaba el auto del Consejo Supremo, del 14 de diciembre del año anterior, en el que se aprobaba, ahora sí, la incorporación por filiación del Ilustre Colegio de Abogados de la Ciudad de Valencia al de Madrid, así como sus estatutos.14 La Audiencia de Valencia, por su parte, tiempo y oportunidades tendrá para mostrar y exteriorizar la preeminencia de sus decisiones sobre las de la Junta del Colegio. Apenas había pasado medio año de la fundación del de México. El resto de colegios que nacieron en la segunda mitad del siglo XVIII recorrieron similares trayectorias: La Coruña (1761), Canarias (1768), Oviedo (1775), Málaga (1776), Córdoba (1778), Palma de Mallorca (1787), Cádiz (1797), Cáceres (1799), y Pamplona (1818), este último con un régimen foral propio. Y en todos los casos parece que la tardanza en la tramitación no se debía tanto a las demoras del Consejo como de las audiencias respectivas. Tal vez la excepción fuera el colegio de La Coruña, cuyos trámites de fundación se iniciaron a principios de 1760, obteniendo la aprobación del monarca el 1 de febrero del año siguiente. Como en todos ellos, en el de México eran relevantes las funciones asistenciales en favor de viudas, huérfanos y los mismos colegiados; no tanto, y esto hay que destacarlo, sus cometidos religiosos y piadosos. Y como en todos ellos, su fundación obedecía a la iniciativa e interés exclusivo de los letrados, no del monarca, aunque sí su respaldo. Como tampoco contaron los colegios, insistimos, con el respaldo y simpatía de los tribunales.

La provisión del 6 de febrero de 1762 extendía al de Valencia todas las normas dictadas hasta entonces, y que se dictaran en el futuro, para el colegio de la Corte. Las diferencias respecto a los estatutos del colegio matritense serán muy pocas: la reducción en el número de abogados de pobres, dos frente a cuatro; el número de testigos que debían participar en el expediente de ingreso de cada nuevo colegial, seis frente a doce; las fes de bautismo, del pretendiente y padres frente a las de éstos y abuelos; o las propinas de entrada. Nótese que mientras que la real provisión habla de un “Colegio de Abogados de nuestra Audiencia de Valencia”, para referirse al colectivo de letrados que solicita, como Colegio, su incorporación por filiación y estatutos del de la Corte, el colegio de la Corte prefiere referirse a aquéllos como los “Señores Abogados de la Real Audiencia de Valencia”, que, una vez obtenida la real aprobación, ya podrían formar Cuerpo de Comunidad. Sin perjuicio de la redacción, imprecisa, como lo era, el colegio madrileño quería dejar bien claro que el de Valencia todavía no lo era.

Consciente de la nula vinculación de sus resoluciones entre el cuerpo de abogados en tanto no se dispusiera de licencia real, la junta de gobierno de los abogados de Valencia apenas se había reunido ni adoptado acuerdo desde el 21 de marzo de 1759. Será a partir del 12 de febrero de 1761, en que se comunica y lee el real despacho que concedía la incorporación del colegio al de la Corte, cuando los acuerdos de la junta, particular o general, pasarán a tener carácter vinculante entre los colegiados, que necesitarán estarlo para poder ejercer ante la Audiencia y demás tribunales de la ciudad. Porque, insistimos, estamos ante el colegio de la ciudad de Valencia, que no del reino.15 A partir de ahora se inician las incorporaciones de individuos según estatutos, siendo que los recibidos ante los tribunales a la fecha de la real provisión no quedaban eximidos de ingresar en el Colegio, pero sí de sujetarse a las pruebas.16

Por otra parte, que los estatutos hablen reiteradamente de Congregación y Colegio, así como de Abogados congregantes, indica que nos encontramos ante una corporación, además de profesional, asistencial, si bien con un carácter, este último, muy secundario, y que en ningún momento podemos equiparar en su concepción a las prácticas espirituales o religiosos tan propias de las hermandades de socorros. Sin perder de vista el propósito central del Colegio, los estatutos recogen prescripciones más propias e inherentes a un corporativismo gremial aplicado a profesiones liberales o no amanuenses. Con el posterior montepío, fundado por real provisión del 20 de marzo de 1778, el Colegio erigía en su seno una sociedad estrictamente mutualista; sus estatutos, de nuevo, serán una copia y extensión de los de Madrid.17

II. FUNCIONES DEL COLEGIO

Como decimos, el Ilustre Colegio de Abogados de Valencia se constituía con el objetivo de defender los derechos profesionales de los letrados, y de hacerlos valer tanto ante la sociedad como, y sobre todo, ante las instituciones públicas, muy especialmente la Audiencia y demás tribunales. Las funciones caritativas en favor de sus individuos y familia creemos, e insistimos, eran secundarias. Lo mismo creemos que podemos decir para cualquier otro colegio de abogados.

El intrusismo, sin duda alguna, era el mayor de los males que se quería combatir, y la filiación del colegio valenciano al de la Corte supondría la extensión para aquel de importantes normas y beneficios en este sentido, como las recientes provisiones del 21 de mayo y 16 de junio de 1737 —Nueva Recopilación, 2, 16, 13 y 14—. Por la primera se prohibía a escribanos y procuradores admitir oficios y firmar pedimentos de individuos no colegiados; por la segunda se obligaba a todo colegiado a denunciar ante la Junta, y ésta ante el tribunal, a todo abogado que, sin aparecer en la lista, firmara cualquier pedimento. Estas normas tendrán su clara traslación a los estatutos valencianos; en concreto, al XXV, como auténtico eje vertebrador corporativo.18

El Colegio también quería reivindicar el prestigio y la nobleza de que la abogacía había gozado durante siglos. No podemos despreciar, por ejemplo, las cuestiones de protocolo, que en absoluto eran simples parafernalias que envolvían los actos públicos, sino toda una manifestación destacada de autoridad y reafirmación del sistema, a modo de exhortación de privilegios; esto es, preferencias y sumisiones; era el poder en sí mismo. Significativa fue la defensa del distintivo don con que particulares y autoridades debían dirigirse a los letrados, así como su adscripción dentro del ayuntamiento a la clase de regidores nobles además de a la de ciudadanos, o que quedaran exentos del alistamiento en quintas, etcétera. Por todo ello, y más, la inmediata publicación, en 1764, por el mismo Berní y Català, de su Resumen de los privilegios, gracias, y prerogativas de los abogados españoles.

Ya en el mismo verano de 1762, la Junta decidía actuar en asuntos tan concretos como señalados, como era la tasación de los aranceles reales de los derechos de los letrados, los alquileres de los despachos próximos a la Audiencia, cuyos precios consideraba abusivos, el socorro y despacho de las causas de los compañeros enfermos, o las cuatro plazas que la ciudad tenía en las examinaturas de leyes y cánones de la universidad, y que se quería recayeran en abogados colegiados. Eso sí, los resultados en todos estos cometidos no parece que pasaran de las buenas intenciones iniciales.

Hasta aquí los propósitos expresamente manifiestos del Colegio. Pero, no obstante estas intenciones iniciales, no cabe duda de que en ocasiones la corporación buscaba, de una manera más o menos encubierta, limitar, o al menos controlar, el acceso a una profesión que algunas voces ilustradas consideraban saturada, especialmente en las ciudades sede de audiencias o chancillerías.19 Porque la fundación de cualquier colegio de abogados se estaba convirtiendo, en la práctica, en una medida destacada en el intento de restringir el número de individuos ejercientes. Es una política que llegará a su máxima expresión, a finales del siglo, con la imposición de un numerus clausus para cada uno de ellos.20 Salvo casos puntuales, no se planteaba controlar el número de estudiantes de leyes o cánones, ni el número de pasantes, ni siquiera el de habilitados ante los tribunales; este control se impuso fundamentalmente sobre los individuos ejercientes, especialmente numerosos en las sedes de las altas instancias judiciales. Para ello, nada mejor que ejercer esta supervisión desde la lista de matrículas del Colegio, que era el registro más fiable.21 Además, el Colegio era la instancia que, según se suponía, mayor interés iba a tener en esta reducción. Eso sí, mientras que el afán y la iniciativa solían partir de la Corte, la disposición o predisposición del colegio valenciano en secundarlo, sin embargo, será discutible, como se verá más adelante. Por otra parte, el ingreso en el Colegio no implicaba necesariamente el ejercicio de la profesión, y si el control se pretendía de éstos y no de otros, los diferentes criterios para calificar cada situación y su cómputo resultaban cuestiones harto controvertidas en las juntas de gobierno; hablamos de la habitualmente compleja confección de la lista anual de matriculados ejercientes, sobre los criterios de residencia habitual y despacho abierto.

Con la fundación del Colegio —de los colegios— tampoco terminaron la presión y el control de la profesión por parte de los órganos judiciales. Pocos años después, por real provisión del 21 de agosto de 1770, todo el que quisiera recibirse de abogado, para ejercer en cualquier sede judicial de la provincia, y no sólo de la ciudad sede de la audiencia, tendría que superar un examen ante el mismo Colegio, previo a la habilitación por este tribunal. El monarca venía a trasladar lo que ya se había dispuesto para la Corte, reconociendo como insatisfactorio, o al menos insuficiente, el proceso de recibimiento que hasta entonces se realizaba en los tribunales. Y va a ser en los colegios en donde se va a buscar una mayor preparación de los aspirantes, surgiendo así un nuevo motivo de disputa entre el Colegio de Valencia y la Audiencia. Ésta, celosa de su quehacer, se quejará reiteradamente de la ligereza con la que, a su parecer, el Colegio validaba a los aspirantes.

Frente al examen que se realizaba en las audiencias, centrado fundamentalmente en cuestiones de derecho sustantivo, el examen ante el colegio de abogados era más bien práctico. Se había introducido con el objetivo de subsanar las deficiencias que al parecer mostraban los graduados en la tramitación procesal y en ese ius propium forense tan alejado de las aulas universitarias, y que, de nuevo al parecer, tampoco aseguraba la cédula de pasantía. Se debía responder, pues, sobre las acciones, demandas, contestaciones, excepciones o recursos, y especialmente en el ámbito criminal, que era menos estudiado que el civil. Posteriormente, se preguntaría también sobre las leyes y capítulos de corregimientos, del gobierno y de la policía de los pueblos; cuestiones todas ellas muy alejadas de disquisiciones escolares y doctrinales, pero de indudable interés práctico ante los ciudadanos.

III. REQUISITOS PARA ABOGAR

Tal y como hemos ido apuntando, hasta la fundación del Colegio de Abogados de Valencia tres eran los requisitos exigidos para ejercer la abogacía: estar en posesión del grado académico requerido, el cumplimiento con la pasantía de rigor, y la habilitación expedida por la autoridad competente. Erigido el Colegio, se añadía un cuarto requisito, aunque sólo para los que tuvieran despacho abierto en la ciudad y quisieran ejercer en sus juzgados y tribunales: ingresar y aparecer en su libro de matrícula. Poco después, se exigirá un quinto requisito: la superación de un examen que ante el mismo Colegio debían realizar todos los abogados que fueran a recibirse en esa Audiencia. Veámoslos, brevemente eso sí, pues ya se ha escrito mucho al respecto.

1. Graduación

La acreditación de conocimientos, o sea, el grado académico, será en todo tiempo y lugar la exigencia primordial e inamovible para ejercer la abogacía. La Audiencia de Valencia exigía, como cualquiera otra, el grado de bachiller, bien en leyes bien en cánones, que se obtenía en la universidad tras cuatro años de estudios en la facultad respectiva. Un curso adicional de la otra facultad permitía al estudiante graduarse in utroque iura, o sea, en ambos derechos. Las constituciones de la universidad de Valencia de 1733 exigieron que dichos cuatro años fueran cabales; es decir, que ya no iba a ser posible, como había sucedido hasta entonces, presentarse al examen de grado al inicio del cuarto curso escolar y con sólo tres terminados.

En cuanto al contenido de los planes de estudios, la Instituta constituía el texto de referencia primordial, en un discurrir académico que se cimentaba, en su casi totalidad, en el aprendizaje del ius commune; esto es, el Corpus Iuris Civilis y el Corpus Iuris Canonici, para las facultades de Leyes y Cánones, respectivamente. En cuanto al método, más teórico que nada, y sobre esos conocimientos clásicos, ya hacía tiempo que se había dejado atrás aquella formación eminentemente práctica de los muy antiguos sabedores en derecho. Los planes ilustrados de finales del siglo, y más decididamente los liberales del siglo XIX, tendrán como uno de sus principales objetivos la introducción de un derecho real o patrio que subsanara auténticas carencias de los estudiantes. De hecho, años más tarde de la fundación del Colegio, por carta orden del Consejo Real del 28 de mayo de 1784, se rechazará el solo título de cánones como habilitante para presentarse al examen de recibimiento, acentuándose el proceso de secularización y decadencia de estos estudios.22 Pero no fue así en México, en donde no se aplicó dicha disposición, y el de cánones fue el grado dominante desde el mismo establecimiento de la Audiencia y la universidad; un grado de bachiller que en México se obtenía tras, no cuatro, sino cinco años de estudio, mientras que para el utroque iura harían falta no uno, sino dos años más.

Entrados en el siglo XIX, fueron confusos y vacilantes los planes de estudios en España, reflejo de los vaivenes políticos. Por lo que a nosotros respecta, tres eran las motivaciones principales de estos cambios: la progresiva introducción del estudio del derecho real en defecto del romano, también llamado civil o teórico; el incremento en el número de años, y el carácter cada vez más residual de la facultad de Cánones. La estocada a estos estudios llega con el decreto de refundición del 1 de octubre de 1842, “dando una nueva organización a la carrera de estudios de Jurisprudencia”, en que la facultad y los estudios de cánones pasaban a integrarse en leyes. A partir de ahora se exigirá la licenciatura en derecho civil y canónico, que se obtendría después de ocho cursos.23 Pero será el plan de estudios de 1845, de Pedro José Pidal, el que formará a la mayoría de colegiados a partir de ahora, reduciéndose la carrera a los cinco cursos de bachiller, dos de licenciatura y uno de doctor.24 Obviamente, a lo largo de estos años también iría cambiando el sistema metodológico, cada vez más apartado del escolasticismo del Antiguo Régimen, y centrado en la memorización y el dominio de datos, con su acreditación mediante exámenes anuales. Sin duda, es el profesor Mariano Peset, al que desde aquí nos remitimos, quien mejor ha escrito sobre estas cuestiones.25

2. Pasantía

Tras la obtención del grado, y previa presentación al examen de recibimiento, que la administración real sí controlaba, la legislación demandará de todo aspirante a abogado la cédula de pasantía —de pasar, como sinónimo de ver y consultar pleitos—. De origen confuso, todo indica que el monarca, viéndose incapaz de quebrantar la infranqueable autonomía universitaria, en su deseo de introducir el estudio de su derecho, es por lo que decide cubrir así lo que él entiende como lagunas en la formación del graduado.26 La cédula de pasantía la podía librar todo letrado en ejercicio al graduado que hubiera estado practicando en su bufete durante al menos cuatro años después de la obtención del título universitario. En este tiempo el pasante debía adquirir o aumentar su instrucción en lo que se conocía como derecho práctico, también llamado real o patrio. Se buscaba una mejor preparación del abogado en una práctica forense ajena a las aulas, y tan diversa como diferentes eran tribunales, territorios y jurisdicciones; lo que no evitaba que en la práctica también desempeñaran unos quehaceres simplemente amanuenses, más propios de los escribanos. Es más, en algunos casos el pasante llegaba a vivir en la misma casa o despacho del letrado, para el que trabajaba o servía a tiempo completo, en ocasiones actuando incluso como preceptor de sus hijos.

Con el mismo motivo de subsanar la deficiente formación en derecho práctico, se fundaron juntas o academias de jurisprudencia, que en algunos casos liberaban al estudiante de años de pasantía. Aunque en Valencia todo indica que estaban más vinculadas a la Audiencia que a la Universidad, es indudable la simultaneidad de profesores y escolares en ambos centros.27

La obligatoriedad de la pasantía se suprime con el anterior decreto de unificación de estudios de 1 de octubre de 1842. En el último curso, titulado “Academia Teórico-Práctica de Jurisprudencia”, el estudiante debía estudiar las “causas y procesos de todo género con las mismas solemnidades que se observan en los tribunales”, además de “disertar sobre objetos científicos de la facultad, explicaciones de alguna ley, consultas de abogacía y demás… con los mejores modelos de elocuencia forense”. Se adjudicaba, pues, a la universidad las históricas prácticas en despachos y academias, que en adelante carecerán de reconocimiento oficial alguno. Por orden del 6 de noviembre de 1843 se precisaba el anterior decreto, asignando al ministro de la Gobernación de la península la expedición de los títulos de abogado, con base en las actas de aprobación de las universidades, no admitiéndose ningún tipo de autorización judicial al respecto.28 Se consigue así un claro control del ejecutivo sobre la licencia para abogar, con una apuesta resuelta por la universidad y el extrañamiento de los tribunales de todo el proceso, lo que no se había conseguido durante el Antiguo Régimen.

3. Habilitación

Hasta bien avanzado el diecinueve, todo letrado valenciano contaba en el momento de iniciar su profesión con al menos ocho años de formación teórico-práctica. Estando en posesión del grado universitario y de la pasantía, y junto con la partida de bautismo, el aspirante a abogado que cumpliera con el requisito de la edad, ya podía habilitarse como tal ante la autoridad competente.29 Es una exigencia que para Castilla se retrotrae al menos hasta Partidas y las Ordenanzas de Abogados de los Reyes Católicos de 1498, y que se confirmará en multitud de normas posteriores.

Para ejercer en Valencia había que aportar título habilitante del Real Acuerdo de la Audiencia o del Supremo Consejo de la Corona.30 La habilitación de aquél permitía abogar en los tribunales del reino, mientras que la librada por éste era válida para toda la monarquía. Esta especie de reválida se extingue en España definitivamente con la real orden del 6 de noviembre de 1843, por la que sería el ministerio de la gobernación de la península el que expediría los títulos de abogado, tomando como registro base las actas de aprobación de la licenciatura en jurisprudencia remitidas por las universidades, y sin exigirse ya la histórica pasantía. Facultad gubernativo-administrativa como era la habilitación, no podía seguir recayendo en los tribunales de justicia, a los que las Constituciones de 1812 y 1837 les eximían de cualquier potestad más allá de la estrictamente judicial.31

Al examen de recibimiento ante los oidores del Real Acuerdo sólo podía presentarse aquel que no incurriera en ninguna de las incapacidades absolutas que le inhabilitaba para el ejercicio, pero que difícilmente encontraríamos en la práctica.32 Al graduado se le entregaba un pleito para que, después de estudiarlo durante veinticuatro horas, presentara al menos tres razones fundadas en defensa de cada una de las partes, así como una propuesta de sentencia motivada. A todo lo cual, y desde 1763, los magistrados añadirían algunas preguntas de teoría y práctica. Desconocemos el alcance de la motivación judicial, pero no podemos dejar de destacar que se le exigiera a todo aspirante de letrado cuando al juez le estaba terminantemente prohibida.33 Aprobado el examen, sólo quedaba el juramento deontológico de rigor.

En Nueva España el recibimiento debía tener lugar en el real acuerdo de las audiencias de México o Guadalajara, o bien se debía incorporar a ellas el título obtenido en cualquier otra audiencia, chancillería o en el Supremo Consejo. Y al margen de las particularidades propias de cada tribunal, el procedimiento que se seguía en la Audiencia de México venía a ser el mismo que en la de Valencia o cualquiera otra homóloga. El aspirante a abogado presentaba ante el Acuerdo la oportuna petición, a la que acompañaba la fe de bautismo y los certificados de bachiller en leyes o cánones y de pasantía; en su caso, la dispensa del virrey de parte de ésta, lo que era más que frecuente. Resulta significativo que el futuro letrado se presentara en México como individuo de tal o cual colegio, si es que lo era o había sido, antes que como graduado por la universidad. Aunque a estos efectos ser colegial no tenía ninguna relevancia, estamos ante una costumbre que en nuestra opinión enlaza con la política de selección de cargos u oficios públicos, en la que era mérito de especial consideración el haber sido miembro de algún colegio mayor. Si bien a principios del siglo XIX los nombramientos ya no se ajustaban por entero a los criterios tradicionales, el peso de la costumbre propiciaba que no se dejara pasar la oportunidad de alegar mérito alguno.34

Siguiendo con México, reconocida y autentificada la documentación por el oidor decano, se asignaba pleito sobre el que examinarse, y que debía ser de especial entidad y estar ya sustanciado por la propia Audiencia. Aunque la mayoría de graduados eran sólo canonistas, todos los pleitos eran de naturaleza civil, y ninguno canónica; en concreto, la mayoría tenían por objeto la reclamación de deudas pecuniarias pendientes o derechos sobre propiedades rústicas, siendo muy pocos los de naturaleza criminal. Sorprende que el mismo caso se repitiera para diversos pretendientes, incluso seguidos en el tiempo.35 Superado el examen, el escribano de cámara recibía del graduado el juramento de rigor, que, al menos hasta 1836, todavía se realizaba conforme a la Recopilación de Castilla, ley II, título XVI, libro II.36 Se extendía el oportuno auto en los libros del Real Acuerdo, lo que se entiende por matrícula, y tras la entrega del recibo de pago de la media annata, se le libraba al ya abogado su oportuno título, con el que podría ejercer en las salas de la Audiencia y en cualquier otro tribunal civil o eclesiástico de su demarcación judicial.37

Estamos ante un proceso de habilitación ciertamente benevolente para el pretendiente a ambos lados del Atlántico, al menos por lo que respecta al grado de reprobaciones. Eso sí, la tramitación parece que resultaba más compleja y minuciosa en la península, con una revisión de la documentación más exhaustiva, hasta el punto de escribir a la universidad de que procedía el grado para que confirmara su autenticidad y, destacadamente, para asegurarse de que entre su fecha y la de la solicitud de recibimiento ante la Audiencia medieran al menos cuatro años naturales, a fin de impedir los engaños en los certificados de pasantía. Los reprobados, sin ser muchos, no eran inusuales, mientras que en México eran prácticamente nulos.

4. Aprobación del examen ante el Colegio de Abogados

Por provisión del 21 de agosto de 1770, el Consejo Real añadió una exigencia más para poderse habilitar ante la Audiencia y ejercer en cualquier población de la monarquía. Previamente al examen de recibimiento, todo aspirante debía superar otra prueba ante el colegio de abogados, si en la sede de la audiencia o chancillería lo había. Era un ejercicio que se introducía con el objetivo de subsanar las deficiencias que mostraban los graduados en la tramitación procesal y en ese ius propium, que siempre se decía tan alejado de las aulas universitarias, y que, al parecer, tampoco terminaba de garantizar la cédula de pasantía. Así, los examinandos debían responder acerca de acciones, demandas, contestaciones, excepciones o recursos, y especialmente en el ámbito criminal, que era menos estudiado que el civil.38 Posteriormente, se preguntaría también sobre las leyes y capítulos de corregimientos, del gobierno y de la policía de los pueblos; cuestiones todas ellas muy alejadas de disquisiciones escolares y doctrinales, pero de indudable repercusión social. Es, en definitiva, un escrutinio que parece tener otra finalidad, más o menos encubierta, a modo de adelanto a la política restrictiva de ingreso en la abogacía que se impondrá a finales del siglo.39

A pesar de que el colegio de abogados de México ya estaba fundado desde 1760, esta provisión no se recibió en Nueva España hasta la real cédula del 4 de diciembre de 1785, que al mismo tiempo insistía infructuosamente en el cumplimiento íntegro de los cuatro años de pasantía.40 Los términos del examen, redactados por el mismo Colegio, quedaban fijados en el reglamento aprobado por la Audiencia el 14 de julio de 1786. Debía tener lugar ante el rector y doce sinodales, los ocho perpetuos y otros cuatro elegidos anualmente al efecto por la Junta de Elección, y si bien la Audiencia tenía por suficiente la presencia de cuatro sinodales y el rector, lo habitual era la asistencia de al menos ocho o nueve.41 Y aunque estos exámenes se conocían popularmente como los de la “noche triste”, no debieron ser tan lamentables, pues los casos de reprobación eran prácticamente inexistentes. Es más, lo habitual era la aprobación por parte de todos los sinodales.

IV. INGRESO EN EL COLEGIO

Entrar a formar parte del Colegio de Abogados de Valencia exigía estar en posesión de una serie de requisitos o, como se le llamaban entonces, calidades, debidamente probadas documental y testificalmente a través de unas informaciones que afectaban tanto al mismo pretendiente como a sus padres y abuelos. Ya sabemos que en el Antiguo Régimen el individuo no tenía sustantividad en sí mismo, sino a través de su adscripción orgánica y social, en este caso familiar. Y eran las calidades de los padres, y especialmente la de los abuelos, las que en ocasiones complicaban y retrasaban la incorporación en el Colegio.

En primer lugar había que acreditar la naturaleza, vecindad y domicilio. En segundo lugar, el bautismo y la legitimidad en el nacimiento del pretendiente, no sólo como hijo, sino también como nieto; es decir, había que aportar también la partida de bautismo de los padres. En tercer lugar, la ascendencia de cristianos viejos de la familia, la pureza de sangre, limpia de toda mala raza de moros, judíos o penitenciados por el Santo Oficio, así como de castigados por cualquier tribunal con pena que irrogara infamia. En cuarto lugar, se exigía no haber ejercido oficio alguno considerado vil, mecánico o indecente, ni el pretendiente ni sus padres —no se hablaba aquí de los abuelos—. Y todo ello con el refrendo de la buena fama y opinión pública de la familia, que no se opusiera a lo que siempre debía entenderse como “decorosa” profesión de la abogacía. Estos últimos puntos se acreditaban con las informaciones de seis testigos aportados por las partes, pero también por las indagaciones que, privada y secretamente, debían llevar a cabo los dos comisionados informantes del Colegio nombrados al efecto por el decano, uno antiguo y otro moderno, y que eran los encargados de la tramitación del expediente, previo juramento de decir verdad. Eso sí, toda esta indagación solo se llevaba a cabo después de que el decano, por informaciones secretas del individuo y de la familia, considerara que era un merecido aspirante a colegial. De lo contrario, él mismo junto con el secretario intentarían disuadirle.

El primer colegio en exigir semejantes requisitos personales fue el de Madrid, si bien no fue hasta 1684, y sobre todo hasta los nuevos estatutos de 1732, cuando se convirtieron en verdaderas y rígidas exigencias, para trasladarse más tarde al resto de colegios.

De estas pruebas, y de todo el expediente de incorporación, sólo quedaban eximidos los que, en el momento de fundarse el Colegio, ya habían sido recibidos por el Real Acuerdo —un total de 221—. También los que, sin estarlo todavía, se encontraban realizando en esos momentos la pasantía, así como los que procedieran del colegio de abogados de la Corte o de cualquiera a él afiliado, para los que se entendía que ya las habían superado. Llama la atención la posibilidad de admitir en el Colegio a sujeto no abogado, “si fuere de Letras, que esté en servicio de N.R.P. u otro preheminente; que entonzes se le admita con rehelevancia de todas cargas y oficios”. Sin embargo, bajo la vigencia de los estatutos fundacionales no se admitió individuo alguno en semejante situación; ni siquiera se trató este tema en junta alguna. El correspondiente estatuto de los de Madrid, haciéndose eco de su normativa precedente, hablaba también del nuncio de Su Santidad, presidentes y ministros de los Consejos, lo que, por razones obvias, no cabía para otros colegios.

Fueron muy pocos los casos en los que la Junta del colegio de Valencia denegó la admisión. Es más, el recurso que el interesado presentaba ante la justicia contra el rechazo siempre fue estimado por los tribunales, que obligaban a la corporación a su inmediato ingreso. No tendría sentido lo contrario en un siglo, llamado de las Luces, en el que son continuas las disposiciones dictadas con el objetivo de dignificar oficios amanuenses considerandos hasta entonces indignos de cualquier noble profesión, dado que la mayoría de las escasas ocasiones en que hubo problemas fue, precisamente, por el ejercicio familiar de uno de estos trabajos considerados poco decentes y opuestos al “lustre de tan decorosa profesión como la de la abogacía”.42 Ya hemos aludido a la supuesta nobleza personal a la que los abogados preconizaban pertenecer por su condición de tales profesionales letrados, y que tanto ahínco reivindicaba y defendía el Colegio.

V. EL DEBATE SOBRE EL EXCESO DE ABOGADOS

No obstante los propósitos iniciales, y como ya hemos dicho, el Colegio de Valencia se convirtió de facto, durante largos periodos, en la mejor herramienta para restringir el acceso a una profesión que algunas mentes ilustradas consideraban sobredimensionada. De la misma forma que se estaba ejecutado en otros colegios, en 1795 se fijó un número máximo de individuos que pudieran ejercer en la ciudad de Valencia, y que en este caso serían cien. Aunque era algo discutido, el Colegio podría contar con más individuos, pero no ejercientes. Este numerus clausus, vigente desde este año y durante los periodos absolutistas del primer tercio del siglo XIX, fue definitivamente suprimido en noviembre de 1832, un año antes de la muerte de Fernando VII. Veámoslo con mayor detenimiento a tenor de los cambios que se están produciendo en la estructura socioeconómica española del momento, cada vez más impregnada de unas nuevas corrientes políticas (las liberales), que llegarían a poner en tela de juicio la propia pervivencia de gremios y colegios profesionales.

1. Estado de la cuestión y propuestas de reducción

El supuesto —siempre supuesto— exceso de abogados, y de profesionales del foro en general, era visto como un problema por la administración borbónica del siglo XVIII. Es un asunto que ya venía arrastrándose desde tiempo atrás. Para Castilla, Kagan sitúa los primeros indicios de demasía en el reinado de Felipe II, sin que el aumento en el número de abogados fuera necesariamente la causa de la multiplicación de procesos, como en muchas ocasiones se ha dicho. Más bien, insinúa lo contrario. Apunta, incluso, a que fueran las universidades las verdaderas responsables de este exceso, pues sus estudios jurídicos instruían a los jóvenes, no sólo en el pleito y demás cuestiones jurídicas, sino en las ciencias sociales, morales y políticas en general. De ahí el gran atractivo de estos estudios, a lo que se añadía el elevado concepto social que entre los castellanos educados proporcionaba la formación en leyes y cánones.43

Podemos aportar algunas cifras a título meramente orientativo. Para el reino de Valencia, en 1787 había un total de 790 abogados, de los cuales 264 estaban censados en la capital. Dado que en aquella época la ciudad contaba 68,548 habitantes, la razón era de un abogado por cada 259. Para el resto del reino, la razón venía a ser de un abogado por cada 1,300 o 1,500 habitantes.44 Para el caso de Madrid, hablamos de 577 abogados en una ciudad que rondaba los 146,563 habitantes.45 O sea, un abogado por cada 254.46 Los datos evidencian, pues, una cuestión que afectaba más que nada a las grandes ciudades, por motivos obvios: en ellas radicaban los centros de poder y los tribunales más importantes, con mejores perspectivas profesionales, y en ellas se asentaban las grandes familias y patrimonios. En México, las cifras y su reparto no eran tan diferentes, como después veremos.

Ni qué decir tiene que estas cifras de abogados, junto con la de otros oficios letrados, era objeto de crítica por parte de juristas y economistas, que la denunciaban por desmedida, como uno de los males que impedía el desarrollo económico de la monarquía, en la línea en que lo estaban haciendo otras naciones europeas. Se hablaba del descrédito que suponía para una profesión, supuestamente noble, el que existiera un elevado número de individuos que no hacían más que malvivir, con escasos negocios, a esperas de conseguir un puesto en la administración. Se decía también que eran los propios abogados, con sus numerosas e interesadas elucubraciones judiciales —ahí están los informes en derecho o alegaciones jurídicas finales—, los que mayormente alimentaban esa inaplazable reforma de una legislación que, se sabía, resultaba incompleta, confusa y contradictoria. Era una crítica que se encuadraba dentro de la misma necesidad que se sentía por reformar una imperfecta e ineficiente administración en general, en nuestro caso de justicia. Unos posicionamientos, estos últimos, muy cercanos a la tradicional actitud de audiencias y tribunales de achacar a los letrados la lentitud de la justicia, entre tantos otros males. Ni qué decir tiene de la literatura y ensayos del momento, y de siglos anteriores, y no sólo sobre los abogados sino, en general, sobre todo hombre de letras.

En 1741, José del Campillo decía que no sólo había letrados de más, sino también procuradores, notarios, escribanos y jueces, sobre todo “de los malos”. O sea, que sobraban ejercientes de cualquier oficio referente a la justicia y la administración. Melchor Rafael de Macanaz ya sugirió a Felipe V que estableciera un número fijo de abogados en el colegio de la corte y de las chancillerías, de forma que no se admitiera a ninguno hasta que no vacara una plaza. También José de Covarrubias consideraba como excesivo en 1789 el número de abogados, especialmente en la corte, resaltando de ellos, además, su deficiente formación. Para evitar estos males, proponía que, estudiando los que quisieran, sólo un número de ellos pudieran ejercer exigiendo honorarios.47 Pero tal vez fuera Juan de Pérez Villamil el que trató el tema de manera más exhaustiva. En su Disertación sobre la libre multitud de abogados, de 1782, partía de la base de que todo Estado requería un equilibrio entre las profesiones de armas, de oficios y de letras. Según él, este equilibrio se había roto en España al menos desde los tiempos de Enrique III, como consecuencia del crecimiento desmesurado de los que se dedicaban a las letras. Con ellos se ensañaba, y especialmente con los abogados. Entre las causas de esta multitud, Villamil culpa no sólo a las altivas pretensiones de los abogados, sino a las mismas leyes. Era la misma cantidad de normas superfluas o, aunque necesarias, su deficiente ordenación, lo que promovía la necesidad de su interpretación, que todavía se volvía más difícil por la multitud de comentadores y glosadores. Tomando como referencia —poco adecuada— el número de abogados de la lista del colegio de Madrid, Villamil calculaba en unos diez mil los abogados de toda España, cifra del todo perniciosa, decía, “porque es antecedente necesario de que se aumenten los pleytos, o se sigan con más proporción, en grave daño de muchos vasallos”. Con las vistas puestas en su reducción, sugería la redacción de una ley que bien podría tener las bases que proponía y que se asentaban, sobre todo, en la reducción y número fijo de estudiantes de cada universidad, especialmente elevado en Valencia y Zaragoza, pudiendo entrar a estudiar sólo los que superaran una oposición. Además, introduciría los exámenes anuales, desconocidos hasta entonces, y exigiría un especial rigor en el de recibimiento. En defecto de en la universidad, proponía que se llevara a cabo la criba en los colegios, fijándose un número máximo en cada uno y prohibiendo el ejercicio en los pueblos menores de 500 o 600 habitantes. Finalmente, proponía exigir de todo el que se presentara a examen ante los tribunales una renta mínima de doscientos ducados, u otra proporcionada al pueblo donde pretendiera establecerse, a lo que debía añadirse los requisitos exigidos por los estatutos de cada colegio.48

Pero estas quejas no partían sólo de individuos a título, digámoslo, particular. También algún colegio de abogados se manifestó al respecto, con similares criterios economicistas, pero decantándose por medidas menos gravosas para las familias, aunque pudieran ser más radicales, como era el mismo cierre temporal de los estudios universitarios de derecho. En 1768, el de Valencia sugería que, a ejemplo de lo resuelto en “crearse escrivanos hasta cierto número mandada por el propio Real Consejo, se dé igual providencia en los abogados de esta ciudad”.49 En 1772, el de Madrid, aludiendo al grave perjuicio que se produciría en esas economías familiares cuando se impidiera la incorporación a la profesión en el momento de tener ya terminados los estudios y hallarse habilitado, proponía la conveniencia de que todo pretendiente a colegial tuviera despacho abierto en la Corte, ya que del incumplimiento de esta obligación provenía “la multitud de los que componen el Colegio, mendigando muchos para sostenerse”. El de Zaragoza propuso en 1777 fijar el número de sus individuos y establecer una oposición para todos los que pretendieran ingresar. Sin embargo, y en cualquier caso, la postura de los colegios no quedó claramente definida a lo largo del tiempo; piénsese, por ejemplo, en los intereses particulares y familiares de cada uno de sus individuos, especialmente de los más distinguidos en el oficio.50 Si en algún momento predominó la idea de un conveniente endurecimiento en el acceso a la profesión y, por ende, a los colegios, en los años liberales se acentuaron los titubeos.

Lo bien cierto es que, más allá de propuestas y opiniones, a lo largo de los siglos XVIII y XIX encontramos toda una serie de disposiciones que, de manera directa o indirecta, tenían como finalidad restringir, efectivamente, el acceso a los oficios liberales y, muy en concreto, a la abogacía. Podemos hablar de tres tipos.

En un primer grupo, las normas encaminadas a dignificar y fomentar las profesiones consideradas de siempre viles por mecánicas, y que pretendían atraer a los oficios manuales a toda aquella hidalguía que hasta entonces los había denostado por considerarlos impropios de su categoría. La modernización del país pasaba por reducir la población dedicada a los oficios de letras, para reubicarla en trabajos mucho más productivos, pero reprobados hasta entonces por las clases más pudientes.51

En un segundo grupo están las normas que pretendían evitar el masivo ingreso de estudiantes en las facultades de jurisprudencia. Se trataba de evitar el problema antes de que apareciera, fundamentalmente con la prolongación de los planes de estudio; desde los cuatro hasta los diez años, del grado de bachiller al de licenciatura. Pero la explicación a esta prolongación de estudios no es tan sencilla, ni obedece únicamente a esta causa. Más bien, responde a todo un conjunto de diferentes motivos y objetivos, en conexión con las transformaciones jurídicas, políticas y sociales que se estaban operando en el tránsito del siglo XVIII al XIX. En unos casos, el mayor número de años tenía por objeto reducir y suplir a la pasantía privada para que fuera la universidad la que formara con exclusividad al abogado; aumentar la práctica en unos estudios mayoritariamente teóricos. En otros casos era la propia norma la que expresamente reconocía que entre los objetivos estaba la disuasión del número de letrados. Véanse a todos estos efectos, y por poner ejemplos distantes, las órdenes del marqués de Caballero de 1802 y su plan de 1807, así como el decreto de reunión de las facultades de Leyes y Cánones de 1842.

Y en un tercer grupo, y ante el fracaso de las anteriores medidas, están aquellas otras que intentaban disuadir del ejercicio profesional a los ya graduados, especialmente en las ciudades en donde por su elevado número se estimaba que no tenían posibilidades de mantenerse decentemente. De ahí la cada vez mayor complejidad del examen de recibimiento, al que se le iban incorporando nuevas materias, o la necesidad de superar a partir de 1770 un examen previo ante el colegio de abogados. Como también habría que aludir al auto acordado del 16 de enero de 1773, que impedía el recibimiento a los que sólo tenían el grado de bachiller en cánones, y que ya hemos dicho que no afectó a México.52 En estos últimos casos, sin embargo, la reducción hubiera afectado a todos los letrados de la monarquía, y no sólo a los de aquellas grandes ciudades.

Las audiencias y chancillerías, además de mostrarse mayoritariamente en contra de la reducción, y a pesar de los sonados enfrentamientos que solían mantener con los letrados, rechazaban el que tuvieran que ser ellas las que las ejercieran este control.53 Es más, a través de las consultas que al respecto se llevaron a término durante estos años, la mayoría de tribunales refutaban la supuesta demasía de letrados en activo. Semejante planteamiento mantenían los fiscales del Consejo, para los que el libre ejercicio evitaba “el monopolio de los negocios y el esceso en la graduación de honorarios”. Además, todas estas instancias creían que, de optar por la reducción, las universidades no eran el ámbito más adecuado para ello, pues “podría hacer que el día de mañana faltasen las más firmísimas columnas de España que siempre lo eran la sabiduría y la administración de Justicia”.

Y a todas las anteriores medidas, que afectaban a todos los graduados, se añadían las que intentaban dificultar el ejercicio en las ciudades sede de los altos tribunales, donde el exceso de letrados era especialmente acuciante. Y es aquí cuando hablamos del establecimiento de los colegios de abogados que, bajo intenciones fundamentalmente benéficas y de lucha contra el intrusismo, que efectivamente las tenían, rebajarían el número de ejercientes y ayudarían a mantener el nivel de rentas de los ya inscritos. De manera que la instalación de cada colegio partirá, sobre todo, de la iniciativa de los propios abogados, como más interesados. Conseguida la real aprobación, las pruebas de ingreso actuaban como un primer filtro. Posteriormente, la fundación de un montepío también vino a actuar, pretendida o tangencialmente, como obstáculo.54 No obstante, los resultados fueron otros. A todo lo más que llegaban las pruebas del colegio de Valencia era a retrasar el ingreso de algún individuo, mientras que el montepío nunca desempeñó papel relevante alguno, puesto que poco podían hacer sus juntas frente a los que decidían no continuar pagando más allá de la cuota de ingreso. Ni siquiera la amenaza de expulsión del Colegio surtía efecto, sabedores los morosos de que no se llevaría a cabo.

2. Un remedio contundente: el cierre de las puertas del Colegio

Ante la ineficacia de las normas y medidas adoptadas, y puesto que la plebe de letrados no hacía sino aumentar, un remedio drástico y contundente debía imponerse. Si el número de reprobados en los exámenes de grado y en las audiencias no pasaba de ser anecdótico, y si tampoco funcionaban los filtros de colegios y montepíos, había que adoptar medidas tan imparciales como efectivas e incontestables, como era el aumento en la edad mínima exigida para abogar y, sobre todo, el establecimiento en los colegios de abogados de un numerus clausus. Respecto a la primera cuestión, si Partidas exigía los diecisiete años, en la Nueva Recopilación se pasaba a los veintiseis, rebajándose a los veinticinco en 1826.55 Respecto a la segunda, se buscaba una medida objetiva y contundente, en la que fuera mínima la posibilidad de alteración por interpretación de abogados y colegios. Se trataba de reducir los ejercientes hasta un número considerado óptimo para el desempeño de las contiendas que se ventilaban en los tribunales de la ciudad en que radicaba el colegio. En la medida en que se alcanzara esta cifra, se irían cubriendo las vacantes conforme se fueran produciendo. Por lo tanto, era una medida que afectaría a los abogados de las capitales, en donde el problema resultaba más acuciante. En su momento, se intentaría trasladar la solución al resto de ciudades y tribunales.

Esta práctica se inició, obviamente, en Madrid. No en vano, parece que aquí el problema era especialmente grave. Por real orden del 30 de septiembre de 1794 se reducía el número de abogados a doscientos, en un momento en que ya eran más del doble. La Junta, más benevolente, había propuesto que la rebaja quedara en trescientos, pero el Consejo, decidido a actuar, se muestra más enérgico. Es interesante la alusión de la orden al deseo de evitar la propagación en España de las ideas revolucionarias francesas. Al parecer, empezaban a influir en las argumentaciones de los abogados las nuevas corrientes políticas. Barbadillo Delgado apunta que la reducción de letrados sería una de las medidas encaminadas a evitar que cundira entre ellos la lectura de obras arriesgadas y perniciosas. A mi entender, son cosas diferentes. No sería que dicha reducción fuera un medio para conseguir aquel fin, sino un objetivo por sí mismo, al margen que desde la orden se instara a los presidentes de los tribunales a reprimir cualquier argumentación sospechosamente provocadora. Cierto es que, aunque los colegios y sus juntas directivas estaban en manos de personajes de instrucción conservadora, los nuevos abogados jugarán un valioso papel en las cortes liberales, destacando muchos de ellos, precisamente, por sus ideas progresistas.

La misma orden del 30 de septiembre encargaba a chancillerías y audiencias igual arreglo en el número de abogados, “y cuidado en razón de su conducta”.56 O sea, que debía extenderse al resto de colegios. Por desgracia, las fuentes y la bibliografía al respecto son realmente parcas, a excepción, precisamente, del colegio valenciano. A la evolución de esta cuestión en este colegio dedicaremos las próximas páginas, cuyas ideas centrales creemos extensibles a los otros.

Para el colegio de Zaragoza, las juntas de gobierno y general, a requerimiento de la Audiencia de Aragón, fijaban en 1795 en unos sesenta el número de letrados que, de manera proporcionada, necesitaba la ciudad, lo que resuelve la Audiencia el 25 de abril de ese año. Excediéndose en dieciocho el número, se produjo la inmediata inadmisión a nuevos letrados. En 1817, con un número de colegiados muy inferior a sesenta, algunos de ellos propusieron nueva reducción. Una vez redactado el informe por la comisión nombrada al efecto, en el que se defendía la reducción, es discutido de nuevo en junta general, acordándose mantener el mismo número de colegiados.57

Un caso diferente es el de Canarias. En ningún momento su audiencia tomó en serio las repercusiones que la orden restrictiva pudiera tener en las islas, ya que éstas resultaban aquejadas justo del mal contrario. El colegio de Las Palmas sólo contaba con nueve individuos, y cinco de ellos clérigos. De los otros cuatro, dos eran relatores, otro asesor de Guerra, y el otro, vecino de Cádiz, se hallaba de paso en la ciudad. El propio Consejo muestra su sorpresa y extrañeza ante tan corto número de letrados. De entre las razones aportadas para explicarlo, destacaba la ausencia de universidad y los consiguientes gastos que suponía trasladarse a estudiar a la península. El fiscal de la Audiencia consideraba que el número ideal de abogados con que debía contar la capital era de veinte. De manera que en los informes que se remiten al Consejo no se deja de insistir en la necesidad de potenciar este oficio en las islas para evitar los muchos y dilatados términos en el despacho de los pleitos.58

Para el resto de colegios, las noticias aún son más someras. Para el de Sevilla, parece que en 1804 se estableció un número máximo de 75 individuos. Para el de Valladolid, García Marroquín afirma que por orden de 1790 se había fijado el máximo en cuarenta, aunque la prontitud de la fecha nos obliga a ponerlo en duda. Para el de Cáceres, tenemos alguna escueta noticia de que se fijó un máximo de treinta abogados.59 Y para el de Cádiz, por real orden del 11 de febrero de 1803 se había limitado a cuarenta.

3. Reducción de colegiados en Valencia

Por decreto de la Audiencia de Valencia del 14 de abril de 1795, se fijó en 100 el número máximo de individuos que en adelante podrían estar incorporados en el colegio de la ciudad, y se prohibió la admisión de abogado alguno hasta que su número no descendiera de esta cifra.60 Pero las puertas de la corporación ya estaban cerradas para entonces. El 24 de noviembre del año anterior, la Audiencia había ordenado al decano que, en virtud de lo establecido por el Consejo, informase sobre el número de abogados a que podría quedar reducido el Colegio, y se suspendió desde ese mismo momento la admisión de individuo alguno hasta nueva orden. En el informe remitido por la Junta se concluía que para la expedición de las causas que se ventilaban en los tribunales de la ciudad se requerían 150 abogados, al margen de los que se hallaran fuera como alcaldes mayores, corregidores, u otros oficios. Pero la cifra de cien decretada por la Audiencia fue ratificada por el Consejo el 19 de noviembre de 1796.

El gran problema, sin embargo, fue que en ningún momento el Consejo especificaba el criterio de contabilización de los abogados, dando lugar a diferentes interpretaciones entre los tribunales, los mismos colegios y los colegiados. La lista de abogados residentes en la ciudad que el colegio imprimió en 1795 contaba con 218, más del doble de los permitidos. Pero no todos ellos se dedicaban profesionalmente a la abogacía, y puesto que se permitía el ingreso de no residentes en la ciudad, el número de colegiados era siempre superior al del listado. Estos últimos podrían abogar en el momento en que trasladaran su residencia a la ciudad. Y puesto que el Colegio no disponía de ningún registro donde se anotaran las bajas o fallecimientos, no se sabía con exactitud el número de individuos con que contaba cada año, como tampoco el número de los que podían ejercer en la ciudad.

En cuanto a los residentes, su número siempre será superior al centenar, incluso en los períodos en que el Colegio manifestaba haberse conseguido el objetivo reduccionista. De esto se deduce que la cifra de cien venía referida a los que ejercían la abogacía de forma exclusiva, excluyéndose los residentes dedicados a otras actividades, relacionadas o no con la justicia o la administración. Si bien ésta es la conclusión extraída de los libros de deliberaciones, numerosas manifestaciones de la Junta y de los pretendientes a colegiales parecen desmentirlo. Entre la Audiencia y el Colegio eran continuas las discrepancias en la determinación del número de colegiales que, apareciendo en la lista, debían entrar en el recuento y cuáles no, agudizándose cuando el cómputo lo hacía el abogado que, pretendiendo colegiarse, intentaba demostrar que los que realmente ejercían eran menos de los alistados. Si definitivamente se aclaró el criterio para determinar el número de vacantes, no consta en actas. En 1828, 33 años después del decreto, se mantenía la imprecisión en los mismos términos.61

El número de colegiados no residentes en la ciudad era cada vez menor, puesto que, según los expedientes de incorporación y las solicitudes presentadas ante la Audiencia o el Consejo, los nuevos colegiales sí pretendían ejercer en ella; es lógico que los que no fueran a ejercer en la ciudad ni siquiera se molestaran en intentar colegiarse. Como es lógico que la imposición de ese numerus clausus agudizara el ingenio, por encontrar vías alternativas de incorporación o simplemente por obtener habilitación para ejercer en la ciudad, aun sin estar colegiados; en algunos casos por estarlo en otros colegios. Todo ello con resultados muy desiguales, más favorables para estos últimos. El más destacado tal vez fue el de Cristóbal Clergues, que en 1802 solicitó del Consejo, cesión o traspaso de su facultad de abogar en favor de Felipe Benicio Navarro.62 En el informe que al efecto remite el Colegio se decía que el número de colegiales habitantes era de 176, sin contar 28 que, por estar domiciliados en otros pueblos o ser jueces u otros oficios, podrían ejercer cuando lo desearan. Además, decía, “la tal cesión de la facultad de abogar, sobre presentarse extraña por qualquiera parte que se considere, ofrece varios inconvenientes actuales, choca contra la misma redución, y produciría un exemplar que la podría inutilizar absolutamente”. Y así lo entendió el Consejo.

En 1810 la Junta parece que cambia de actitud al informar favorablemente al Acuerdo sobre la petición de los abogados Gabriel Montaner y Andrés Blat, para que sus hijos ejerciesen en la ciudad e informasen en estrados por ellos mientras durase la enfermedad que les imposibilitaba, quedando sujetos a las obligaciones y cargos propios de todo colegiado. Pero es que la situación ya era otra. De hecho, el Colegio venía manifestándose en favor de su apertura, pues, según decía, muchos de los que figuraban en la lista no ejercían por ser relatores, eclesiásticos, escribanos o hacendados, y otros por su edad, enfermedades y achaques, lo que, y esto es importante, afectaba a la defensa de los pobres dados los pretextos que al efecto alegaban.63 La Junta insistía, como en 1794, en que para la expedición de las causas ventiladas en los tribunales de la ciudad se necesitaban 150 abogados en ejercicio. Es decir, considerando que de los alistados un total de cuarenta no podían hacerlo, serían ocho o diez las vacantes. Por primera vez, la Junta entiende que se ha conseguido rebajar a menos de cien las plazas útiles. Poco después aumentaba a 45 los que no deberían aparecer en la lista, con lo que, apareciendo 129 en la de ese año, deberían considerarse tan sólo 87 los que tenían estudio abierto, y 13 las vacantes.64 Y poco después, con motivo de la regulación de las ganancias anuales de los colegiados con despacho en la capital, se confeccionó una lista en la que aparecían 82 individuos. A requerimiento del Acuerdo ante la petición de ingreso de dos abogados, la Junta informa en 1810 de los beneficios que acarrearía la apertura del Colegio, lo que repite en los siguientes memoriales que remite ante cada nueva petición de ingreso, presentando incluso una petición en este sentido ante las Cortes de Cádiz.

No resulta fácil interpretar este insistente interés aperturista del Colegio, que no se repetirá en el futuro ante idénticas situaciones. Tal vez fuera la pésima situación económica que atravesaban sus fondos, así como los del Montepío. La guerra y las nuevas ideas, evidentemente, también influirían. La cuestión es que en julio de 1810 el Consejo autorizaba la incorporación de seis letrados. Ante el gran número de pretendientes, y con objeto de facilitar al Acuerdo la elección, el Colegio propuso los nombres de nueve de ellos. En febrero de 1811 se recibe el decreto del Consejo de Regencia que habilitaba al abogado de Sevilla, Juan Bautista Genovés, para ejercer en Valencia. Todo indica, pues, que el Consejo coincidía con la Junta en que el número de plazas útiles ya era inferior a cien. A partir de ahora se cubrirían las bajas según se produjeran. El mismo año encontramos por primera vez una práctica que se convertiría en habitual, como era la solicitud de incorporación para ocupar la plaza dejada por el fallecimiento de algún colegial. El Acuerdo ordena al Colegio que en las vacantes que ocurrieran admitiera los memoriales de los pretendientes y, exponiendo méritos y circunstancias de cada uno, le pasara propuesta para su elección y nombramiento, como así se hizo.

Recapitulando estos años, finalmente se consiguió el propósito de la orden del 14 de abril de 1795, por lo menos en cuanto a la reducción de los letrados de la ciudad. Si la lista de 1795 contaba con 218 abogados, la de 1810 sólo 134, llegándose a 129 en la de 1808. Si consideramos que el número de cien se refería exclusivamente a las plazas útiles, el objetivo reduccionista se había conseguido años antes. Una cosa distinta es la reducción del número general de abogados recibidos en la Audiencia, en donde el leve descenso que se aprecia es debido más bien a las ampliaciones de los planes de estudios. Es más, es posible que el número de abogados creciera en otras poblaciones.

A partir de ahora, y hasta que en 1838 se aprueban unos nuevos estatutos, las puertas del Colegio se abrirán o cerrarán a nuevas incorporaciones, dependiendo del régimen político. Durante los periodos liberales, el acceso fue libre para todo pretendiente.65 En los absolutistas, por contra, se reinstauró el decreto reduccionista, ingresando sólo los que, por vía de excepción, obtenían la gracia del Acuerdo o del Consejo, aunque con el tiempo esta excepcionalidad dejara de serlo tanto.

4. Aperturas y cierres del Colegio; idas y venidas

Las Cortes de Cádiz

Por un lacónico decreto de 22 de abril de 1811, las Cortes generales y extraordinarias del reino decretaban que, subsistiendo los colegios de abogados, no tuvieran número fijo de individuos, y que fuera libre la incorporación en ellos a cuantos abogados lo solicitaran. Quedaba derogada toda disposición expedida hasta entonces para fijar o reducir el número de abogados en cualesquiera colegios de la nación.66 El dictamen de la Comisión de Justicia se había debatido el día 10 de ese mismo mes, con la intervención de tan solo siete diputados. Y de ellos, sólo dos se posicionaron a favor del mantenimiento del numerus clausus; hay que decirlo, sin argumentos de peso. Los “aperturistas”, escasos también de disquisiciones doctrinales, llegaban a ofrecer razones tan pragmáticas como la de que cualquier método restrictivo causaba una prolongación excesiva del periodo de pasantía, con los consiguientes emolumentos a favor de los abogados directores de los bufetes, y a cambio de una verdadera explotación del pasante. Por su claridad, tal vez la exposición del diputado valenciano Borrull y Vilanova fuera la más afortunada, aunque tampoco aportara grandes ideas. Resumiendo un sentimiento generalizado entre los ilustrados que venían tratando esta cuestión desde décadas atrás, concluía con la idea de que el daño que se experimentaba con “algunos abogados adocenados” no procedía de su multitud, sino de la impericia de alguno de ellos, que provenía de su nefasta formación universitaria, lo que se explicaba por el exceso de romanismo y la deficiencia de los estudios del derecho nacional. Aceptando que tal multitud y demasía pudiera ser cierta, para Borrull tenía que prevalecer, en todo caso, la libertad de elección, tanto de ejercer la profesión como de elegir abogado. Siendo el verdadero problema el del deficiente funcionamiento de la administración de justicia —continuaba—, éste no se solucionaba con la reducción de abogados, sino procurándoles una formación más adecuada.

Aunque con esta norma el corporativismo colegial se convertía en uno más de los caballos de batalla entre liberales y realistas, la dualidad de opiniones, en contra de lo que pudiera parecer en un primer momento, no queda expuesta de manera tan evidente, como tampoco los mismos liberales parecen tener una posición única e inequívoca. El asunto era más complejo. La evolución ideológica de Borrull y Vilanova es buena muestra de ello. Es lo que conocemos como imprecisión o desorientación en las ideas de los primeros liberales. De hecho, llama la atención tan escueto y pobre debate parlamentario, considerando la gran presencia de esta profesión en la cámara, pues era uno de los grupos más representados, con sesenta diputados, después del eclesiástico, con 97.67 Una parquedad que se repetirá en periodos liberales posteriores, cuando se debata de nuevo la cuestión, y que destaca frente a la dedicación que se le prestó a tantos otros temas que bebían de los mismos principios jurídicos, políticos y económicos.

En cualquier caso, el empeño de los liberales por suprimir cualquier asociación que supuestamente coartara las sacrosantas libertades individuales no permitía medidas discriminatorias a favor de los derechos —supuestos privilegios— de que pudieran gozar los abogados por pertenecer a alguna corporación. Cualquier restricción al ejercicio de actividades profesionales iría irrefutablemente contra la legislación aprobada desde los decretos del 24 de septiembre de 1810, cuando se abren las primeras cortes liberales. Bien es cierto, que en un ejercicio de sinceridad, los colegiados eran conscientes de la motivación que dirigía sus corporaciones desde el inicio, y que en esos tiempos no era precisamente la de procurarles una mejor instrucción. De ahí que la Comisión de Justicia y los diputados en algún momento unieran el sentido y objetivos del colegio al de la formación universitaria, al menos hasta que se aprobara un plan de estudios más adecuado al nuevo estado de cosas.

El ejercicio profesional de la abogacía sería concebido ahora, para liberales y realistas, respectivamente, como un derecho al servicio, en esencia, de los intereses individuales de los ciudadanos, o bien, y en la misma medida, también como un servicio a favor y a expensas de la res publica. Cada cambio en la configuración del poder que iba a darse en las siguientes décadas comportaría una diferente ordenación en el ejercicio de la profesión. Y ello pasaba, en primer lugar, por regular el ingreso en la misma. Con cada regreso del monarca a su poder absoluto se restablecía el férreo control sobre el acceso a un oficio que se quería subordinado a los intereses de la monarquía. Con cada retorno liberal, por contra, las cortes primarían los principios más genuinos del primer liberalismo social y económico, que en nuestro caso se traduciría en un vigoroso sentimiento anticorporativo. En virtud del derecho a la libertad individual y contractual, a la autonomía de la voluntad de las partes, el político liberal español no querrá instituciones mediadoras entre el estado y el ciudadano, muy en consonancia con la reciente legislación revolucionaria francesa. De hecho, la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 no había incluido entre ellos el de asociación.68 Muy tímidamente, el Estatuto de Bayona se hacía eco de lo que tenían que ser las nuevas relaciones entre el individuo y el Estado: “Todos los privilegios, que actualmente existen concedidos a cuerpos o a particulares, quedan suprimidos” (artículo 118). Y aunque todo indica que estaba pensando en los gremios, los colegios profesionales también se verían afectados. Pero insistimos en que las intervenciones de cada diputado en el hemiciclo a propósito de esta cuestión, y otras, revelan posturas no siempre claramente definidas, al menos respecto a cuestiones que no conformaban la esencia más inmediata de lo que se entendía por el nuevo orden.

El decreto del 22 de abril de 1811 no parece que quisiera ir muy lejos, pues, en contra de lo que en algunas ocasiones se ha dicho, no suprimía la colegiación, que seguía siendo obligatoria para ejercer sino únicamente la existencia de un máximo en el número de sus individuos. Los trámites para la aprobación de esta disposición se inician a raíz de la reclamación del abogado José María Linares, de incorporarse en el colegio de Cádiz, ante la negativa formulada por éste. Esta petición se presentó ante el Consejo Real, ajustándose al procedimiento seguido hasta la fecha, siendo que por real orden del 11 de febrero de 1803 se había limitado el número de los individuos de aquél a cuarenta. El Consejo admite la reclamación, pero remite el expediente a las Cortes, como nueva autoridad soberana, dirigiéndose ésta a la Comisión de Justicia, que presenta un dictamen, en el que, abstrayéndose de este caso individual, propone una solución para cualquier caso semejante que se planteara en adelante. Este dictamen se fundamentaba, entre otros, pero en esencia, en el principio liberal de la libertad individual para elegir abogado y para “de dedicarse a la profesión para que parece que le produjo la naturaleza”; o sea, nada nuevo. Sin embargo, tanto la Comisión como el resto de diputados no dejaron pasar la oportunidad de dar un toque de atención a unas corporaciones que a su entender se situaban por aquel entonces muy lejos de los cometidos que en su origen debían ser su fin principal.69

Durante los casi tres años que duró esta etapa, hasta abril de 1814, fueron 35 los abogados que se colegiaron en Valencia, destacando el hecho de que desde el 20 de septiembre de 1811 hasta el 14 de agosto de 1813 no se matriculara ninguno. Aunque los libros de deliberaciones apenas hacen referencia a la Guerra del Francés, no creemos que sea una mera coincidencia el que se trate del tiempo de ocupación de la ciudad por las tropas napoleónicas, encontrándose ausente la audiencia borbónica.70

El retorno al pasado

El conocido como Sexenio Absolutista se inicia con la real orden del 4 de mayo de 1814, por la que Fernando VII derogaba la Constitución de 1812 y todos los decretos de las Cortes que se oponían a su soberanía. Por verse esta orden en el mismo día en que la Junta del colegio de Valencia trató la solicitud de incorporación de Vicente Ma. López, se acordó celebrar otra junta, con asistencia de los exdecanos y consiliarios, dada la autoridad de sus opiniones, para tratar sobre si se mantenía la libre incorporación o se cerraba el Colegio. Se acordó esto último, y a cualquier nueva incorporación, incluida la de Vicente Ma. López. Volvía a estar en vigor el decreto de 14 de abril de 1795, con ese máximo de cien abogados, y el Colegio quedo sometido a las decisiones del Acuerdo y del Consejo, encargados, por este orden, de conocer toda pretensión sobre este punto.71

Aun así, dos pretendientes lograron la colegiación con anterioridad a la existencia de vacantes: Joaquín Maldonado y Salvador Gramage. En septiembre de 1809 el Acuerdo autorizaba al primero, como abogado del colegio de Madrid, a despachar e informar en Valencia en toda clase de negocios y tribunales como si fuera individuo de su colegio, habilitación que se convirtió, de nuevo por orden del Acuerdo, en ingreso en junio de 1814, y ello a pesar de que podría haber ingresado en virtud del decreto del 22 de abril de 1811.72 El segundo fue admitido por junta de agosto de 1811, sin cumplir con las obligaciones para su anotación en la matrícula, lo que solicitó en julio de 1814. Por coherencia con otros casos, el Colegio debería haberlo admitido, pero no lo hizo, pues parece que había trabajado para el gobierno intruso. Recurrida por el pretendiente la resolución ante el Acuerdo, éste ordena su admisión, lo que se lleva a cabo, eso sí, sin aparecer en la matrícula en el lugar que le correspondería según la junta que por primera vez acordó su admisión, sino en 1815.

Como en la otra etapa, en este periodo también hay abogados que, no pudiendo colegiarse, intentaron ejercer en la capital, bien por habilitación temporal, bien en nombre de familiares sí colegiados. Una cosa diferente fue el intento de ingresar por ser miembro del de la corte, ante lo que el colegio valentino pedía informe sobre el pretendiente al decano de Madrid, al tiempo que le inquiría si, hallándose completo su número de abogados, admitiría a un individuo del de Valencia. Ante su respuesta negativa, la Junta acordó, por reciprocidad, no haber lugar a dicha admisión. Pero más tarde, el Colegio acuerda la admisión de dos individuos, en virtud del mismo estatuto y por ser ambos colegiales de Madrid. Este repentino y aparente cambio de parecer no fue tal, sino consecuencia del decreto del Acuerdo del 20 de febrero del mismo 1817, por el que ordenaba al Colegio la incorporación de hasta 31 letrados, dado que, según el mismo Acuerdo, se hallaban vacantes 31 plazas hasta las cien útiles. Para la provisión del resto de plazas ordenaba a la Junta proponer sujetos idóneos, graduándolos según méritos y antigüedad. Ésta fijó edictos para que todo el que quisiera ingresar presentara la correspondiente solicitud. En este caso no hay duda de que el Acuerdo consideraba que el número de cien se refería sólo a ejercientes. Avala esta idea el hecho de que la lista de 1816-1817 tuviera 121 inscritos. Entre los méritos se tuvo en especial consideración ser hijo de abogado colegial, o haber sido prisionero de guerra, anteponiendo méritos a antigüedad en circunstancias iguales.

Fueron 45 las peticiones, de las cuales el Colegio propuso 24, puesto que el Acuerdo ya había ordenado admitir a seis, y el Colegio también había admitido a otro por su cuenta. La Audiencia aprobó la propuesta de la Junta, pese a que el tribunal le había pedido con antelación la remisión de los memoriales de méritos de los pretendientes, lo que dejaba ver su desconfianza para con el Colegio, según interpretaba éste. También es cierto que aquél recibió cuatro memoriales de otros tantos pretendientes, en los que se quejaban de la ubicación en que aparecían en la propuesta del Colegio. En adelante, tanto el Consejo como el Acuerdo continuaron recibiendo memoriales, sin que ningún letrado consiguiera la incorporación, hasta que en noviembre de 1817 la Junta decidió, dada la existencia de cinco vacantes por fallecimiento de otros tantos colegiales, publicar un edicto convocando presentación de solicitudes. Recibidas las de nueve letrados, el Colegio, según las condiciones del decreto del Acuerdo del 20 de febrero del mismo año, propuso los cinco que finalmente fueron mandados incorporar en enero de 1718, si bien uno de ellos no pudo ingresar por encontrarse preso. Aunque lo volvió a intentar y se le admitió en 1820, su nombre no aparece en la matrícula. El decreto ordenaba que se hiciera saber a los agraciados que disponían de tres meses para establecerse en la ciudad con despacho corriente, bajo el apercibimiento de declararse vacantes las plazas.

Importante es otro decreto del Consejo del 26 de febrero de 1818, por el que se fijaba y delimitaba la competencia de cada tribunal en toda cuestión de incorporación. Mientras resultara completo el número de colegiales, la Audiencia no podría ordenar ingreso alguno sin licencia del Consejo. Por tanto, el Acuerdo seguiría siendo el tribunal encargado de designar los abogados para ocupar las plazas vacantes, mientras que el Consejo podría ordenar el ingreso en calidad de supernumerario, como ocurrió con los siguientes pretendientes. El Consejo, pese a tener conocimiento de que se excedía el número de abogados, acordó alguna incorporación más, si bien en alguna solicitud se alegaba y argumentaba que no estaba completo el número de ejercientes. Y de manera diferente a como había actuado con anterioridad, la Junta no parecía proclive a abrir las puertas, considerando que eran veinticinco ó veintiséis los excedentes, cuando en la lista de 1818 sólo aparecen 123 individuos. La Junta mostraba también su oposición a que el Acuerdo habilitara para informar en estrados por cuenta de otro colegial, lo que también era una postura completamente diferente a la adoptada años atrás en similares supuestos.73

Haciendo un balance de este segundo periodo reduccionista, de nuevo fueron conseguidos los objetivos propuestos, pues al menos desde inicios de 1817 los ejercientes habían bajado de cien. Si en la lista de 1813-1814 aparecían 126 individuos, en la de 1819-1820 lo hacían 124. Más que reducir, se trataba de mantener la baja cifra conseguida durante el primer periodo reduccionista.

El intermedio constitucional

Con el acatamiento de la Constitución de 1812 por Fernando VII, el 10 de marzo de 1820 entramos en el llamado Trienio Constitucional, en que se reponen las leyes de Cádiz y, por tanto, el régimen de libre incorporación. Es ahora cuando, en verdad, se dejan sentir los efectos de la primera legislación liberal. Se recupera el debate del corporativismo colegial, pero sobrepasando el marco de las Cortes, a semejanza de lo que por las mismas fechas estaba aconteciendo con los gremios. Revelador de los nuevos tiempos es el intento por parte de algunos abogados, de ingresar en el Colegio sin hacerlo necesariamente en su Montepío.74 Algunos de ellos incluso celebraron con el decano juicio de conciliación ante el alcalde primero constitucional de la ciudad, también colegial, que finalmente les obligó a incorporarse en virtud de lo fijado en los estatutos. No conformándose, alguno recurre al Consejo, que solicita informe del Colegio, y éste al de Madrid. Mayor trascendencia tenía el hecho —un paso más, todo un punto de inflexión— de que algunos letrados obtuvieran de un juez de primera instancia, habilitación para ejercer en la ciudad sin la colegiación. Una habilitación revocada por la Audiencia el 22 de octubre de 1821, declarando que dicho juez no tenía facultades para ello, y ordenando a los escribanos de cámara y jueces de primera instancia no admitirles ningún tipo de escrito. Algunos de estos letrados se colegiaron más tarde por la vía ordinaria.

Si estas tesituras se plantearon en una etapa liberal es porque algunos abogados, entre los cuales los había ya colegiados, opinaban que los estatutos del Colegio no estaban en concordancia con el nuevo régimen político. También lo consideraban las mismas juntas de gobierno, especialmente respecto a las pruebas de limpieza de sangre, filiación legítima de padres y abuelos, penas del Santo Oficio, o ejercicio de oficios viles o mecánicos.75 Flotaba en el aire la idea de una inminente e importante modificación del régimen colegial. Tal fue la preocupación sobre este asunto que la Junta de Valencia lo consulta a la de Madrid, que le comunica que con el cambio político no se había hecho novedad alguna en las pruebas de incorporación. No obstante, y puesto que las mismas Cortes efectivamente opinaban que las referidas pruebas no eran las más conformes con las nuevas instituciones, había resuelto la formación de nuevos estatutos.76 En este contexto se entienden las continuas peticiones para abogar sin necesidad de colegiarse. Por lo visto, la Audiencia tampoco tenía claro su proceder en estos casos, con lo que las habilitaciones ya no serán cosa exclusiva de los periodos de numerus clausus.77 La inquietud estaba más que justificada.

El debate parlamentario estaba siendo ahora integral; ya no giraba alrededor de la libre colegiación, sino del libre ejercicio en sí; es decir, de la posibilidad de suprimir la misma colegiación como requisito para abogar. De ahí las habilitaciones al efecto de algunos jueces, aunque fuera en el ínterin se resolvieran los recursos interpuestos ante las audiencias, bien reclamando el ingreso en el Colegio sin hacerlo en el Montepío, bien solicitando la nulidad del interrogatorio de las pruebas. El 8 de junio de 1823 las Cortes decretaban que abogados, médicos y demás profesores aprobados oficialmente pudieran ejercer la profesión en cualquier punto de la monarquía sin necesidad de adscribirse a alguna corporación, y con sólo la obligación de presentar sus títulos a la autoridad local, debiendo, eso sí, desempeñar por reparto los cargos a que estaban sujetos los individuos de los colegios en los asuntos de oficio y de pobres.78 Ahora pues, y no en 1811, se derogaba la exigencia de colegiación para poder ejercer. Y, aunque el inmediato retorno del absolutismo no permitió la aplicación de esta norma, estamos ante el punto de partida y referencia normativa para toda una nueva concepción sobre el ejercicio de las profesiones liberales, que, tras la muerte de Fernando VII, y por lo que a la abogacía respecta, conseguirá afianzarse e incluso imponerse en algunos, si bien breves, momentos.

Otra vuelta al pasado

El 14 de octubre de 1823, Fernando VII derogaba toda la legislación del Trienio Liberal, iniciándose lo que se conoce como Década Ominosa. La junta del colegio valenciano acuerda volver al sistema de incorporación anterior, regulado en decreto del Consejo del 26 de febrero de 1818. En un informe remitido a la Audiencia poco después, decía hallarse completo y con exceso. (114 individuos, además de los colegiados que habían manifestado no querer abogar por el momento).79

Fueron tantas las solicitudes elevadas al Consejo y las correspondientes peticiones de informe al Colegio, que la Junta, para evitar conflictos con los estatutos y órdenes superiores, solicitó de aquél se respetara su derecho de admisión en casos de vacante, al tiempo que pedía que se suspendiera todo ingreso, por entender que aún se hallaba en estado de reducción.80 Pero las provisiones del alto tribunal que disponían el alta de abogados siguieron siendo numerosas, (26 entre 1825 y 1826), a pesar del excedente, según la Junta, de plazas útiles. En la mayoría de solicitudes remitidas al Consejo, el aspirante destacaba que, según informes anteriores de la Audiencia, sí había vacantes. Las primeras coincidían en el número de 22, llegando a decir que de los 127 colegiados no llegaban a cincuenta los que ejercían. La Junta y el Acuerdo llevaban, pues, cuentas diferentes. En julio de 1826 se declaró la existencia de sólo 8 vacantes, y días más tarde la Junta recibió órdenes del Consejo de admitir a cuatro aspirantes, autorizándola a admitir para las otras cuatro plazas a los más antiguos y beneméritos de entre los once que presentaron el memorial.

Parece que las cien plazas útiles ya se encontraban de nuevo ocupadas, aunque desde el Consejo siguiera llegando alguna que otra provisión de incorporación. A partir de diciembre de 1826, el Colegio apenas recibió más órdenes en este sentido, siendo concedidas a los aspirantes, no en calidad de supernumerarios, sino para las siguientes vacantes. Ahora era la Junta la que elegía de entre los pretendientes, sin que interviniera tampoco la Audiencia. Se aprecia así un control más estricto en la cobertura de plazas, con objeto de evitar tardanzas, bajo amenaza de declararlas de nuevo vacantes. Se quería evitar perjuicios, no sólo a otros letrados, que igualmente podrían obtenerla, sino también a los mismos colegiales, sobre quienes pesaban las cargas de la corporación.

Pero, como había ocurrido en otros momentos, este control no impidió los acuerdos entre colegiales y aspirantes, en que los primeros cedían su puesto a los segundos.81 Así es que por orden del 8 de julio de 1829 se solicitaba una nueva información sobre el número de abogados con que debería contar cada colegio, teniendo presentes el paso del tiempo y las nuevas circunstancias, y mandaba que no se proveyera las plazas vacantes ni que vacaran en adelante hasta resolver lo conveniente. Además, se quería establecer un procedimiento inequívoco de provisión: la antigüedad del título de abogado.82 Aun llegó más lejos el Consejo, cuando por orden del 25 de noviembre preguntaba a la Audiencia de Valencia si verdaderamente convenía reducir el número de abogados de su territorio, colegiados o no, y solicitó información de los que había en él, distinguiendo si ejercían o no.83 No se habla, pues, de sólo los colegiados, sino de todos. El Acuerdo requirió un informe del Colegio, que dijo que contaba con 130 miembros, de los que sólo ejercían 88, con la consideración de que un cortísimo número despachaba en una misma casa con otros abogados más antiguos,

y respectivamente se hayudan o auxilian, sin embargo de que cada uno tiene por separado sus negocios particulares, siendo los únicos que la Junta cree poder colocar hasta cierto punto, bien que no con rigor en la clase de auxiliares.

Otros 32 no ejercían por causas particulares, y otros diez por razón de sus empleos.84

De nuevo, la Junta cambiaba de criterio. Si en unos momentos se muestra especialmente interesada en declarar la existencia de vacantes, en otros dice que las plazas útiles están más que cubiertas, y se opuso incluso al criterio del Acuerdo. El porqué de estos cambios parece radicar en una amalgama de diferentes razones, entre las que no podemos desestimar los intereses profesionales de los mismos colegiados y/o miembros de la Junta.85 Pero había más.

Efectivamente, en el tema del corporativismo, y de la misma manera que ocurrió en otros sectores del ordenamiento, los últimos años de Fernando VII dieron muestra de una mayor apertura, sobre todo por lo que a la vertiente económica se refiere. Del 30 de mayo de 1829 data el Código de Comercio, en el que se aprecia una clara voluntad de modernización normativa. Se buscaba ofrecer un marco jurídico más propicio para las inversiones, en un momento de grave crisis económica, lo que pasaba, entre otras cosas, por una mayor liberalización de industrias y del ejercicio de oficios y profesiones mercantiles. Importante también era la modernización de la administración de justicia mercantil, con la Ley de Enjuiciamiento sobre Negocios y Causas de Comercio, del 24 de julio de 1830, que prescribía la motivación judicial por primera vez en el ordenamiento jurídico español, además de permitir la libre dirección jurídica, sin necesidad de asistencia letrada. Se pretendía amarrar una nueva realidad económica, así como fiscalizar el efectivo cumplimiento de sus normas, para unas materias, eso sí, en las que las prerrogativas e intereses del monarca no se veían alteradas ni un ápice.

En conclusión, al final de este periodo se habían conseguido de nuevo los objetivos perseguidos por la orden del 30 de septiembre de 1794. Si en la lista de Valencia de 1827 aparecían inscritos 133 abogados, en la de 1832 eran 116. Por contra, el número de recibidos en la Audiencia había aumentado considerablemente: de 85 en el quinquenio 1820-24, a 119 en el de 1825-1829.

5. Últimos movimientos en un sin retorno

Por real cédula del 27 de noviembre de 1832, aún vivo el Deseado, se ordenaba la libre incorporación en los colegios de abogados españoles de todos los que, cumpliendo con los requisitos, lo solicitaran. Quedaba derogaba la orden del 25 de noviembre de 1829, por la que se había intentado fijar cifras concretas de abogados, alegando que dejaba de tener sentido, pues desde principios del siglo había ido disminuyendo progresivamente su número, hasta llegar a una situación proporcionada a las necesidades públicas y con otras profesiones, gracias a las medidas restrictivas adoptadas, con especial referencia al mayor rigor y extensión de los estudios.86 Pero, al tiempo que declaraba libre la incorporación, la cédula ordenaba la erección de un colegio en todas las capitales donde hubiera “suficiente” número de abogados, sin aclarar mínimamente esta calificación. Unos colegios que se regularían por unas ordenanzas a imitación de las de Madrid, y acordadas entre los abogados y las audiencias, insistiéndose en la fundación en los mismos de academias de práctica forense. Allá donde no hubiera audiencia, se ejercería con la mera presentación del título ante el corregidor, ante el alcalde ante la justicia ordinaria.

Entramos en unos años de tránsito atropellado, desde el corporativismo absolutista al individualismo liberal; no era sólo una cuestión de permitir o restringir el acceso a la corporación, sino mucho más. Se trataba de encontrar soluciones políticas acordes a una nueva ideología que, sin duda alguna, iba a terminar por asentarse en todos los sectores del ordenamiento jurídico español. La cédula decía que, “aun cuando fuese más excesivo, siempre son útiles al Estado en el concepto general de hombres de letras para el desempeño de otros destinos independientes de la Abogacía”. O sea, las alusiones a los objetivos conseguidos no era más que un pretexto legitimador para abrazar una nueva regulación fruto de una concepción diametralmente opuesta del Estado y de la abogacía, en la que no cabía la política de numerus clausus. Además, y tampoco lo podemos desdeñar, se intuían como cercanos conflictos dinásticos; la administración real se autoimponía un acercamiento a la política liberal. A partir de ahora, pues, las admisiones de abogados serán continuas.

Pero no sólo era eso. En enero de 1835 se abolía la prueba de limpieza de sangre, al considerarse un castigo poco acorde con los principios de la nueva ciencia penal, y en agosto de 1836 se modificaban las pruebas de ingreso con el fin de acomodarlas también a la nueva realidad.87 En un primer momento, al referirse la Secretaría del Interior a los establecimientos y profesiones dependientes del Ministerio, los colegios de abogados no se habían sentido aludidos, pero, tras la reposición de la Constitución de 1812, las juntas de gobierno deciden acatar la disposición de propia iniciativa. Se suspendía el examen de testigos de las preguntas 3a. y 4a. y se modificaban la 1a. y 2a. en el sentido de no haber sido castigado por tribunal alguno con pena que causara infamia, y que tanto el pretendiente como sus padres y abuelos fueran personas honradas, y como a tales se les tuviera en sus lugares de residencia.

Y la cosa iría a más. El vendaval individualista del primer liberalismo no se iba a detener aquí. Las cortes nacidas del motín de la Granja embebían del mismo espíritu que las de Cádiz y las del Trienio Liberal. Por decreto 11 de julio de 1837 se restablecía el de 8 de junio de 1823: sin necesidad de adscribirse a corporación alguna, se podría ejercer la abogacía con la sola presentación del título ante la autoridad local.88 Era una reposición ineludible e incuestionable, y al contrario que en el Trienio Liberal, en este caso sí tuvo efectos. Como decía la Comisión de Restablecimiento de Decretos, no era concebible que se impidiera el ejercicio a los no inscritos después de reprobados los gremios, y después que el Código de Comercio, bajo el gobierno absoluto, declarara la libertad de abogar en causas mercantiles.89 Se cuestionaba toda utilidad profesional de los colegios; si acaso, podría ser la de ofrecer una lista de los letrados residentes en la capital entre los que proceder al reparto de las causas de pobres. Pero aun así, esto podría llevarse a cabo por medio de cualquier otro registro. De manera que las intervenciones de los diputados en el Parlamento fueron, de nuevo, escasas y breves. En la búsqueda de su funcionalidad, algunos recuperan viejas propuestas, como la de constituirse como sociedades literarias y científicas, sin mayor concreción.90 En realidad, no encontramos en estas cortes, ni tampoco en las anteriores, debate de calado y profundidad sobre el verdadero sentido y significado de los colegios. Son momentos de propuestas, numerosas y variadas en su contenido y procedencia —que en otro orden de cosas sólo encuentran una cierta materialización en las reformas universitarias—, y que saben a poco desde los planteamientos iniciales.91

Las autoridades judiciales y municipales inmediatamente accedieron a las peticiones de algunos abogados. El 23 de agosto de 1837 la Audiencia de Valencia accedía a la solicitud de Antonio Rodríguez de Cepeda, lo que se ponía en conocimiento del decano para los efectos convenientes, especialmente el reparto de turnos de pobres en la misma manera que entre los colegiales. El ejemplo de Cepeda fue seguido por otros abogados, por lo que el Colegio formó un expediente con todos estos oficios, a fin de tener constancia de los que, sin pertenecer a la corporación, ejercían en la ciudad.92

En cualquier caso, una redacción tan escueta como vaga, la del decreto, no tardaría en acarrear problemas. El insuficiente debate en las Cortes al que aludimos anticipaba lo que iba a ocurrir. Especialmente significativos fueron los conflictos que se originaron en el reparto de las causas de pobres. La deficiente comunicación entre las autoridades locales, alcaldes, jueces municipales y audiencias, y entre éstos y los decanos de los colegios, así como las diferentes pretensiones de cada abogado en su oficio, ocasionaban perjuicios comparativos entre los colegiados y los que no lo eran, gracias al mejor registro que se tenía sobre los primeros, como también podían verse perjudicados los derechos de antiguos abogados nacidos de su adscripción obligatoria a los montepíos. Pascual María Estruch, tras presentar el permiso del secretario del Ayuntamiento de Valencia para ejercer la profesión en la ciudad, manifestaba a la Junta que su oficio era despachar sólo algunos negocios propios, y que, por tanto, no se le repartieran turnos. Es más, algunos abogados parece que habían empezado a ejercer sin la oportuna habilitación de la Audiencia y, por lo tanto, sin soportar las cargas que iban anejas, como, precisamente, la defensa de pobres. La Junta acordó comunicar estos abusos al tribunal, para que ordenara a los escribanos de los juzgados no admitir escrito alguno de dichos abogados. No conocemos cómo se resolvió el asunto, pues con objeto de terminar con la confusión que se estaba generalizando, especialmente en las sedes de los altos tribunales, se aprobaron los Estatutos de 1838, en los que la colegiación sería, de nuevo, prescriptiva, eso sí, sin ningún tipo de limitación. Y, con sus muchas y no siempre claras modificaciones, así queda este régimen hasta el día de hoy.

Entre unas antiguas corporaciones, exclusivas y excluyentes, y el individualismo radical, que abolía todo posible intermediario entre el profesional y el cliente, se optaba por una solución intermedia. La convulsa transición que se estaba viviendo la podemos extender y generalizar al resto de instituciones implicadas en el acceso y la supervisión de la abogacía; sobre todo, universidades y tribunales.93 Y en los tres casos el sentido de la transformación será el mismo: uniformización, centralismo y anticorporativismo. Este último, ya lo vemos, con sus destacados matices.

VI. NUEVAS NORMAS PARA NUEVOS TIEMPOS

1. Estatutos para el Régimen de los Colegios de Abogados del Reino de 1838

Una ideología asumida por la nueva clase política como era la liberal, aunque sin ser firme ni mucho menos estar consolidada, permitirá al legislativo de finales de los años treinta la configuración de un nuevo régimen colegial. Por decreto de la reina regente del 5 de mayo de 1838, publicado por orden del 28 del mismo mes, se aprueban los Estatutos para el Régimen de los Colegios de Abogados del Reino, por los que debían gobernarse todos los colegios de abogados españoles, tanto los que ya existían en ese momento como los que se fundaran en adelante.94 Si hasta entonces cada uno de ellos había dispuesto de sus propias ordenanzas —eso sí, su afiliación al de la Corte les dotaba de una gran homogeneidad normativa y funcional—, los Estatutos de 1838 supondrán la unificación normativa completa en todo el país, en consonancia con la ideología liberal reinstaurada en 1836 y la Constitución progresista de 1837. Y si la colegiación forzosa de los abogados entraba en colisión con la concepción más rabiosamente anticorporativista, al menos se hacía desde el principio de la igualdad y desde la mayor uniformidad posible para todos los colegios y sus individuos, eliminando diferencias y antiguas prerrogativas.95 Los Estatutos y la legislación posterior no serán, pues, más que la continuación de un proceso reformista que, partiendo de la legislación gaditana, había empezado a concretarse durante el Trienio Liberal, a instancias en gran parte de los abogados madrileños, y que había continuado en los últimos años de Fernando VII.

Manteniendo los colegios ya existentes, los Estatutos ordenan establecer uno, además de en cada capital de provincia y sede de los tribunales superiores, en todos y cada uno los pueblos y partidos judiciales con al menos veinte abogados de residencia fija. Y si así lo deseaban, también podían formarlo los letrados domiciliados en dos o más partidos judiciales, cuando la suma de todos ellos llegara a esta cifra. Así pues, si hasta ese momento los colegios de abogados eran exclusivamente locales, ahora también los habrá supramunicipales. Sin duda, se pretendía evitar la sobrepoblación letrada, que desde siempre tendía a concentrarse en las capitales, a pesar de las medidas que recurrentemente se adoptaban.

Es tiempo de quiebra definitiva de la tradicional filosofía funcional de las corporaciones de oficios como intermediarios sociales; eso sí, y aquí viene lo importante, desde la máxima anticipada de que, por sus implicaciones públicas, los colegios de abogados no van a merecer por parte del gobierno el trato netamente liberal, que sí se otorgó a otras corporaciones, más economicistas, como pudieran ser los gremios. El legislador no va a estar dispuesto a prescindir de ciertos mecanismos con los que poder vigilar tanto la práctica de la abogacía como a los propios individuos en su ingreso, muchos de los cuales se dedicaban también a la política. Era el oficio del momento; en sus manos estaba la dirección del país. Obviamente, no mereció atención alguna el tema de la abolición de los privilegios de los abogados por su supuesta adscripción nobiliaria, cosa tan defendida en su momento.

No creemos, pues, que desde el estado se cuestionara la confianza de los letrados en el nuevo régimen, para el que tanto venían trabajando, ni creemos que se viera en ellos sujetos merecedores de fiscalización como para tenerlos registrados y controlados en una matrícula. Pero tampoco lo rechazamos de plano como reminiscencia de esa histórica tensión, significativa aún en estos momentos, entre la vertiente técnica y la política, dentro del oficio del abogado-letrado, entre el derecho, la política y, como siempre, la justicia. Porque, además de la faceta más pública, la repercusión de su actividad en los intereses privativos de la nueva clase emergente no era cuestión baladí. Piénsese en la gran transformación que se está operando en el régimen de los derechos privados, la propiedad básicamente. Secundariamente, sigue presente también, y como siempre, la asunción de la defensa de las causas de pobres, las más gravosas para los abogados, y su reparto entre los letrados avecindados en esa población. Para este cometido era imprescindible fijar el lugar de residencia y/o de despacho profesional de cada abogado, tarea para la que las sedes judiciales no se veían, o no se querían, facultadas. Y tampoco podemos obviar el interés por conseguir la exclusividad de los negocios de cada demarcación para sus abogados; de ahí la importancia de los colegios menores en el afianzamiento definitivo del sistema. En cualquier caso, y aparte cuestiones tan pragmáticas, el debate teórico y parlamentario al efecto siempre resultará malogrado por superfluo.

En consecuencia, no era inteligente ni oportuno, por parte de ninguna tendencia política, desperdiciar esa base corporativa ya secular y asumida, extendiéndola en la medida de lo posible al mayor número de poblaciones, utilizándola como elemento aglutinante de un oficio. O sea, que el pensamiento liberal exigía en este punto moderación en su alcance, a lo que coadyuvaba el apoyo recibido de los propios colegios, que en absoluto iban a apostar por su desaparición. Tampoco, y esto es nuevo, los abogados a título individual, al menos no en la misma medida en que lo habían hecho algunos con anterioridad, y mucho menos los domiciliados en provincias.

Se mantendrán, pues, las corporaciones letradas a la espera de una viabilidad mejor definida. Hablamos, por ejemplo, de su actividad colaborativa con las instancias públicas que, si acaso, podría ser dual: la meramente formativa, pero sobre todo, la público-institucional. Respecto a la primera, de carácter más interno, y dado el supuesto aprendizaje deficiente o incompleto de la Universidad, las academias de jurisprudencia práctica que se sugería constituir en los colegios pudieron ir en ese camino. Respecto a la segunda, más externa, el legislador, hay que reconocerlo, no dio con ella de manera resolutiva. Podemos pensar en la asistencia en la redacción y discusión de la nueva legislación, especialmente, y dado su más que acreditado conocimiento, de la normativa procedimental, en plena transformación a mitad del siglo.

Contrariamente, la administración no tendrá inconveniente alguno dejar caer en el olvido a esos montepíos o sociedades de socorros mutuos, que habían sido el alma de los colegios. Desde el dogma, como siempre, de la libertad individual, se sacrificaba una corporación que, con sus defectos, podía atender a ciertas necesidades familiares, en favor de una ideología claramente voluntarista de forma y monetarista de fondo. Lo cierto es que la desaparición del Montepío no respondía a una demanda de los abogados, como algunos sí habían querido para el Colegio, sino, simplemente, a los propósitos de la nueva ideología económico-liberal. Piénsese que se estaba normativizando el nuevo sistema bancario y de valores; no se podían subestimar fondos.

Porque la subsistencia funcional de toda corporación sólo queda salvaguardada desde el carácter forzoso de su adscripción, lo que el político liberal sólo podría imponer en la medida en que encontrara su justificación, su utilidad, y ya no propia, sino pública, para el común de los ciudadanos. Como para el absolutismo, el colegio de abogados seguirá siendo para los liberales un instrumento al servicio de una causa supraindividual; si antes lo era a favor, y sobre todo, de una clase que se quería privilegiada, la de los abogados, ahora lo será a favor de la nueva administración pública. Porque, y esto es importante, el debate no era tanto doctrinal o filosófico, como pragmático. No girará tanto alrededor de la libertad de ejercicio profesional, como derecho inherente a la condición del nuevo ciudadano, y que tanto se había esgrimido en Cádiz, como alrededor de la organización de los servicios a prestar a los ciudadanos por la nueva administración liberal. Y aquí vemos cómo termina por imponerse el interés de lo público sobre el privado de los ejercientes e incluso de los clientes. Eso sí, sin reminiscencias piadosas o religiosas, y bajo el paraguas ahora del nuevo régimen constitucional. Es lo que en algunos momentos he llamado el viaje de ida y vuelta del régimen colegial de los abogados, tras las fallidas veleidades liberales. Es más, no es que se respete la obligatoria adscripción, allá donde existieran los colegios, sino que es el propio Estado el que la extiende e impone a toda la nación. Los derechos individuales cedían el paso a los intereses públicos, quién sabe si como uno de los antecedentes más remotos del Estado social y la crisis del liberalismo individualista. Pero esto ya es mucho avanzar. Lo dejaremos para otra ocasión.

2. Reformas y vaivenes en México

Visto lo ocurrido en la península, echemos una ojeada a la realidad mexicana, retrotrayéndonos algo en el tiempo para tomar como punto de partida una carta acordada del Consejo de Indias del 22 de diciembre de 1802, en la que se ordenaba a las audiencias americanas informar sobre el número de abogados existentes en sus demarcaciones. Se trataba de tomar las medidas oportunas, en su caso, “para ocurrir a las perniciosas consecuencias que con grave perjuicio del pueblo, buen gobierno y administración de justicia, ocasiona la multitud de abogados en los dominios de Indias”.96 De esta disposición se ha derivado la creencia de que de la misma manera que en la península, el exceso de abogados era uno de los grandes males de la administración de justicia en las Indias.97 Pero, a pesar de la letra de esta disposición, creemos que la realidad americana, en concreto la de Nueva España, no era exactamente la misma. De hecho, partimos de indicios contradictorios. Es cierto que Hipólito Villarroel escribía a finales del XVIII sobre los males de que adolecía la causa pública con ese supuesto exceso de letrados, especialmente clérigos, y en lugares como la ciudad de México. Sin embargo, pocos años después, la real cédula del 25 de marzo de 1801 ratificaba para América el bachiller de cánones o leyes de cuatro años, y no de cinco, como se exigía, por ejemplo, en la universidad de México, en un momento en que se estaban alargando los planes de estudios en las peninsulares.98

Al margen de los números que manejemos, más o menos dispares, y de referencias comparativas respecto a otros territorios de la monarquía, 123 abogados en la ciudad de México, veintitrés en Puebla o dieciocho en Guadalajara, que es en donde se supone que habría mayor concentración de causas y ejercientes, no parecen cifras en absoluto desmedidas. Y si las audiencias de México y Guadalajara manifestaron no encontrar motivo para acordar reducción alguna de los abogados en sus sedes, no creemos que fuera mejor la situación en destinos más alejados de los centros de poder. Es más, deberíamos hablar, en su caso, de una escasez, y no sólo de los abogados de libre oficio, sino también de otros profesionales letrados, o al menos de sus aspirantes, como relatores, jueces varios, asesores de jueces no letrados, de tribunales también varios, de intendencias, abogados y fiscales de la Real Hacienda, y de un sinfín de cargos más para los que se requería, o al menos se pretendía, la formación en derecho; escribano, procurador, consultor, contador… Está claro que, al margen de que se adoleciera de exceso o defecto en su número, sí podemos hablar de una distribución territorial desigual de profesionales de todo tipo; si lo era así la vieja España, más lo iba a ser en la Nueva. Es lo que manifestó en 1805 el Colegio de Abogados de México, en un informe en el que se postulaba en contra del cierre de la corporación a nuevos letrados.99

También es cierto, como hemos dicho, que el procedimiento de recibimiento de abogado resultaba más benévolo en la Audiencia de México que en la península, más complejo y con una supervisión mucho más minuciosa de toda la documentación. Si en la vieja España la dispensa de tiempo de pasantía era cuestión harto infrecuente, en la Nueva era realmente escaso el bachiller que se presentaba al examen con los cuatro años completos y sin librarse de, al menos, uno de ellos.100 Como nos consta que la audiencia mexicana apenas reprobaba en los exámenes, cosa que no era extraña en la Península. O la tolerancia allí en el recibimiento de clérigos, del retraso en la aplicación del examen previo ante el Colegio de Abogados, de unas tasas significativamente reducidas, etcétera. Y, por encima de todo, lo que más sorprende del procedimiento mexicano de habilitación es, como también hemos dicho, la reiteración del mismo pleito en muchos e, incluso, consecutivos exámenes. Entendemos, pues, que todo ello nos muestra a unas autoridades especialmente receptivas a facilitar el acceso al ejercicio de nuevos letrados.101 El Colegio de México, en definitiva, no recibió en ningún momento orden alguna de cerrar sus puertas, como tampoco se le adjudicó número máximo de individuos.

Se ha dicho que el ejercicio de la abogacía, incluso inmediatamente después del recibimiento, sin méritos todavía ni fama, ya aportaba al ejerciente suficientes emolumentos para mantenerse de ella. Pero, aun cuando fuera así, lo que más motivaba a los jóvenes mexicanos era el desempeño de un cargo dentro de la administración civil o eclesiástica. Con un sistema tan intervenido desde la metrópoli como el de Nueva España, eran muchos los puestos técnicos que se requerían. Y aunque sus salarios no fueran elevados, la seguridad y el prestigio que proporcionaban estos cargos era la causa de que el ejercicio libre fuera contemplado en la mayoría de los casos como un paso intermedio; sin duda, un buen nombre ganado en los estrados facilitaría su consecución. Ni siquiera los catedráticos de cánones y leyes estaban al margen de estas aspiraciones.102 Es comprensible, pues, que la defensa de causas particulares, como ocupación transitoria y a modo de trampolín, estuviera constantemente necesitada de nuevos profesionales.

Pero insistimos en que la información de que disponemos resulta en ocasiones contradictoria. Al menos, tendríamos que relativizar lo dicho en el párrafo anterior, porque, aunque ésta fuera la tónica general, no todos los destinos de la administración serían igualmente atractivos, bien por sus salarios bien por su lejanía. Con ocasión de la vacante a una relatoría de lo criminal en la Audiencia de México en 1812, se convocó a todos los abogados a que presentaran sus solicitudes, publicando para ello edictos en México, Guadalajara, Querétaro, Guanajuato, Valladolid, Puebla, Oaxaca y Veracruz. Tras los oportunos recordatorios, y ante la falta de contestación de muchos destinos, en 1818 la Audiencia decidió abrir el concurso para los sólo cuatro aspirantes que se habían presentado, todos ellos de la ciudad de México. Como posible interpretación al escaso éxito de la convocatoria, la Audiencia invoca “que en el concepto público no se agracia tanto este destino, o que prefieren la libertad de la profesión de la abogacía, porque les sea más pingüe o por no sugetarse a la continua asistencia al trabajo y demás pensiones del relator”. Siendo que estamos ante una plaza de relator para la máxima instancia judicial del virreinato, se entiende que el escrito de la Audiencia terminara con la siguiente reflexión:

Si esto es aún respecto a esta ciudad, donde hay mayor número de abogados y éstos tienen sin duda mejores proporciones y disposición para poder aspirar al empleo, si tampoco han ocurrido de Oaxaca, Veracruz, Querétaro, Guadalaxara, y Valladolid, ¿cómo puede esperarse lo hagan los de Puebla, disfrutando allí, por las circunstancias de la población, que se debe tener por la segunda del Reyno, de una suerte mejor que la que pueden prometerse en la relatoría del crimen? ¿Y cómo han de hacerlo los de Guadalaxara que tienen sobre todo esto el obstáculo de la distancia hasta esta capital, donde tal vez sería gravosísimo venirse a reducir con su familia?103

En definitiva, pues, y ante una abogacía con posibilidades, ocupar un cargo público no siempre resultaba un destino atractivo para los graduados en derecho. Por el contrario, durante los convulsos años de la insurgencia, el mal remunerado puesto de abogado de pobres y de indios, por ejemplo, llegó a estar muy demandado, incluso por abogados de ya dilatadas trayectorias. La realidad, pues, era compleja y heterogénea.104 Y no lo sería menos con la Independencia. Por transcurrir la abogacía mexicana a partir de ahora por caminos propios y diferentes a los de España y, en definitiva, por requerir este punto de un tratamiento más profundo, nos referiremos a estos siguientes años de una manera muy somera, remitiéndonos a la bibliografía ya publicada.

Efectivamente, desde los primeros momentos de la Independencia, ya podemos hablar de cambios importantes en el procedimiento de acceso a la abogacía, desde la formación del estudiante hasta su colegiación. Existía en los legisladores una decidida voluntad de cambio, que no siempre resultó lo precisa que se quería. Por medio de diversos decretos del Congreso de los Estados Unidos Mexicanos del 1 y 2 de diciembre de 1824, se suprimía la colegiación como requisito obligatorio para ejercer; bastaba la aprobación del oportuno examen ante los tribunales, al tiempo que se permitía a los abogados habilitados ejercer libremente en cualquier tribunal de la República. Pero la complejidad en la configuración territorial de la misma dificultaría sobremanera las cosas, pues las leyes de los estados no siempre serían acordes con las federales.105

Si en España la universidad, ya plenamente centralizada, oficial y dependiente del gobierno de la nación, iría asumiendo un papel cada vez más relevante en la formación integral del jurista, excluyendo el reconocimiento de cualquier otro centro de enseñanza superior, en detrimento de academias y también pasantías, en México, por el contrario, la máxima de la libertad de enseñanza desembocaría en su supresión en diversas ocasiones a lo largo del siglo XIX. Su realismo manifiesto, su conservadurismo y su clericalismo no terminaban de casar con las pretensiones de los nuevos dirigentes. Así es que, por circular de la Secretaría de Estado del 19 de octubre de 1833, se procedía a su supresión en el Distrito Federal y territorios de la Federación, en favor de unos Establecimientos que, en el caso de jurisprudencia procedía además a la unificación de leyes y cánones, adelantándose en algunos años a España.106

En cuanto a la licencia para abogar, por decreto del 9 de enero de 1834 se suprime cualquier facultad al respecto de los tribunales superiores, y se atribuye a la junta de profesores de aquellos establecimientos. Frente a la administración de justicia, los nuevos dirigentes guardaban idéntico recelo que ante las universidades. En otro orden de cosas, el mismo decreto pretendía terminar con los “experimentos” particulares de los diferentes estados, poniendo fin a la confusión y agravios comparativos que pudieran producirse entre los mismos. Además, y sin duda, la junta de profesores resultaba más susceptible de vigilancia e intervención por parte de los nuevos gobernantes. Como vemos, y salvo efímeros y extremos posicionamientos, ningún régimen estará dispuesto a renunciar a la inspección, supervisión, y tal vez control, de la abogacía.107

Pero el ensayo de principios de 1834 duró muy poco. El plan provisional del 12 de noviembre del mismo año, de carácter conservador, suprimía los Establecimientos y reponía el anterior sistema educativo, separando de nuevo leyes y cánones hasta 1843, así como devolviendo el examen de recibimiento a los tribunales.108

La práctica privada también sería ser reestructurada, pero en sentido diferente a la formación teórica, y en paralelo o conjuntamente a las reformas en la colegiación. Ya no se querrá tan privada; se buscaba una mayor oficialización. Y en cuanto a la colegiación como requisito para ejercer, hemos visto que ya no se exigía desde 1824, cosa que se mantuvo hasta prácticamente 1853. Sin embargo, y en contra de lo que en un principio pudiera parecer, hasta mediados del siglo los colegios de abogados mantendrían una gran vitalidad en la medida en que asumían, precisamente, el ejercicio de la pasantía. Porque el decreto del 28 de agosto de 1830, que reducía la práctica a tres años —cosa que el estado de México ya había hecho en 1826—, exigía que se realizara en bufete de abogado conocido y, simultáneamente, en la academia de práctica forense, que debía existir bajo la dependencia del colegio de abogados, allí donde lo hubiera.109 El Colegio de México, refundado el año anterior, restableció la suya en 1831, con un programa de estudios más moderno que el que existía en la universidad y en los otros centros de enseñanza. Por todo ello, no son pocos los estudiosos que afirman que, pese a su acreditado realismo durante la Insurgencia, el Colegio de Abogados fue la institución de origen colonial que con mejor consideración social y oficial logró mantenerse más allá de la Independencia, a lo largo de unas décadas en que no soplaban aires favorables para las corporaciones intermedias entre los individuos y el estado. Eso sí, no hay que perder de vista que a partir de los años sesenta, tanto colegios como academias volverán a sufrir diversas y graves crisis.110 Pero esto lo dejaremos para otra ocasión.

 

1

 Sin duda, tenemos que hablar de la prolífica y rigurosa obra de Alejandro Mayagoitia y Hagelstein, entre la que podemos destacar, “De Real a Nacional. El Ilustre Colegio de Abogados de México”, La supervivencia del derecho español en Hispanoamérica durante la época independiente, UNAM, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1998, pp. 399-444; El Ingreso al Ilustre y Real Colegio de Abogados de México: historia, derecho y genealogía, México, Universidad Panamericana e Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de México, 1999; “El estatuto de limpieza de sangre del Ilustre y Real Colegio de Abogados de México: algo sobre el espíritu de cuerpo entre los letrados indianos”, Derecho y administración pública en las Indias hispánicas, 2 vols., Toledo, 2002, II, 1167-1208; “Notas sobre pasantía y pasantes en la ciudad de México a fines del período virreinal”, Ars Iuris, 34 (2005), pp. 297-409; “Las listas de matriculados impresas por el Ilustre y Real Colegio de Abogados de México”, Ars Iuris, 27 (2002), pp. 339-474.

2

 Sin embargo, no aparece inscrito en el libro de recibimientos del colegio matritense, aunque también es cierto que este registro no parece que se llevara con mucho rigor; Barbadillo Delgado, P., Historia del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, 3 vols., Madrid, 1956-1960. Sobre el colegio de Madrid puede verse también Pérez Bustamante, R., El Ilustre Colegio de Abogados de Madrid 1596-1996 (IV Centenario), Madrid, 1996.

3

 Biblioteca Archivo Histórico Mayansiano (Colegio del Corpus Christi de Valencia), Manuscritos 153, 154 y 159. De la misma correspondencia se desprende, por propias manifestaciones, que Berní mantenía buenas relaciones con el decano del Colegio de Abogados de la Corte. Es habitual referirse a Gregorio Mayans como una de las honorables excepciones en un contexto de verdadero páramo jurisprudencial del XVIII hispano. Tormo Camallonga, C., “Berní y Català, el Derecho común y las universidades”, Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de Estudios sobre la Universidad, 3 (2000), pp. 279-316.

4

 Puede seguirse la tramitación del proceso en el Archivo del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia (en adelante, A. I. C. A. V.), Documentos fundacionales, 1748-1776. Véase también Nácher Hernández, P., Historia del Ilustre Colegio de Abogados de Valencia, Valencia, 1962.

5

 Los colegios de Sevilla y Granada fueron fundados, respectivamente, en 1706 y 1726 (esta última fecha no parece definitiva), y en ellos regirían los estatutos matritenses en su integridad y sin adaptación alguna, al menos, y según parece ser, en un principio; véase Santos Torres, J., Apuntes para la historia del Ilustre Colegio de Abogados de Sevilla, Sevilla, Castillejo, 1994, y Lapresa Molina, E., historia del Ilustre Colegio de Abogados de Granada 1726-1850, Granada, 1976. Los de Zaragoza y Valladolid, fundados como cofradía en los siglos XIV y XVI, respectivamente, y con sus propias constituciones, también solicitarán y conseguirán la posterior filiación al de Madrid y la extensión de sus estatutos (años 1744 y 1758, respectivamente). Como los de Valencia, resultaban en ambos casos una adaptación de los de Madrid, y no una simple traslación; véase Campo Armijo, L. del El Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza (1546-1952), Zaragoza, 1952; Bellido Diego-Madrazo, D. Los abogados y sus corporaciones. Historia del Real e Ilustre Colegio de Abogados de Zaragoza (s. XII-1838), Zaragoza, 2013, y García Marroquín, F. Reseña histórica del Ilustre Colegio de Abogados de Valladolid, Valladolid, 1881. Del 1 de febrero de 1761 data la real aprobación del colegio de La Coruña, con la misma filiación y ordenanzas; Martínez-Barbeito y Morás, C. La fundación del Ilustre Colegio de Abogados de La Coruña, La Coruña, Academia Gallega de Jurisprudencia y Legislación, 1974.

6

 En el caso de Barcelona, la respuesta fue diferente. Cuando por el decreto de Nueva Planta de 1716 se derogó todo el derecho público catalán, los abogados de Barcelona ya contaban con colegio, que quedó suprimido por esta norma. La ciudad se mantuvo sin colegio hasta que por cédula del 27 de noviembre de 1832 se ordenó su fundación o refundación. Véase Roselló i Chérigny, E. L´advocacia de Barcelona: diàleg amb la història, Barcelona, 2014.

7

 Ese mismo día, 10 de agosto de 1707, un día después de constituirse la nueva Chancillería, los magistrados, “por ahora y en el interín que otra cosa se manda por su Magestad… acordaron que para el mismo efecto de que no se detengan los negocios, respecto de no haber abogado alguno que esté habilitado y recibido en debida forma, nombraron, recibieron y habilitaron” a un total de siete abogados. El 14 del mismo mes, y tendiendo a que “el número de los escribanos de cámara, de escribanos reales y públicos, y abogados nombrados y habilitados por dicho Real Acuerdo, para el curso de los negocios, no es ni puede ser bastante”, habilitaron a doce abogados más (de los que uno finalmente no prestó juramento). Dos abogados más fueron nombrados, recibidos y habilitados el 13 de octubre. Véase Archivo del Reino de Valencia (en adelante, A. R. V.), Real Acuerdo, libro 1, 1707, fols. 42v, 45, 107 y 112v.

8

 Sin ánimo de ser exhaustivo, y como visión general sobre los cambios institucionales así como la bibliografía que contiene, puede verse Palao Gil, J. “Crisis, agonía y extinción de un alto tribunal en la España borbónica: la Chancillería de Valencia y su transformación en Audiencia (1711-1716)”, Anuario de Historia del Derecho Español, 83 (2013), pp. 481-542; y Villamarín Gómez, S. “Cádiz 1812, imaginario austriaco y constitución borbónica”, El legado de las Cortes de Cádiz, coord. P. García Trobat y R. Sánchez Férriz Valencia, 2011, pp. 715-734.

9

 Aún en la segunda mitad del siglo se tramitaban en la Audiencia pleitos en los que se cuestionaba si la legislación aplicable al caso era la castellana o todavía la valenciana; por ejemplo, A. R. V., Escribanías de Cámara, 1762, núm. 3.

10

 Cruz Barney, O. “La colegiación como garantía de independencia de la profesión jurídica: la colegiación obligatoria de la abogacía en México”, Cuestiones Constitucionales. Revista Mexicana de Derecho Constitucional, 28 (enero-junio 1813), pp. 75-101.

11

 Alzola,J. M. Historia del Ilustre Colegio de Abogados de Las Palmas, Las Palmas de Gran Canaria, [s.e.], 1986; Hurtado, P. Tribunales y abogados cacereños, Cáceres, 1910, p. 46; Salinas Quijada, F. “La abogacía foral”, Navarra. Temas de cultura popular 54 (1981), pp. 22-29. Este autor hace referencia a que varios abogados ya habían intentado erigir un colegio en el siglo pasado, obteniendo real cédula del 18 de noviembre de 1790; Corripio Rivero, M. Historia del Ilustre Colegio de Abogados de Oviedo, Oviedo, 1974.

12

 A. R. V., Real Acuerdo, 1759, libro 54, fol. 564. Sobre la Audiencia de Valencia en estos años puede verse Molas Ribalta, P. La Audiencia borbónica del reino de Valencia (1707-1834), Alicante, Universidad de Alicante, 1999.

13

 A. R. V., Real Acuerdo, libro 53, 1759, fols. 104v y 122, y libro 37, 1742, fol. 46.

14

 Otra muestra de la falta de precisión es la anotación que consta al principio del Libro Antiguo de Matrícula, en la que se obvia la misma provisión de Carlos III: “Por Es.ª ante Vicente Albiñana, Esn.º, en veinte y uno de marzo de mil setecientos cincuenta y nueve, se formó el Colegio de SS. Abogados de esta ciudad de Valencia. Por Decreto del Muy Ile. Colegio de SS. Abogados de la Corte en catorce de diciembre de mil setecientos sesenta y uno se concedió la Incorporación por filiación. Y por Decreto del Consejo en 14 de Dece. 1761 se confirmó la Erección de Colegio y la Incorporación con las mismas gracias y prerrogativas del de la Corte”.

15

 Eso sí, la destacada relevancia de la capital frente al resto del territorio valenciano, y en comparación con las demarcaciones de otras audiencias, hace que las decisiones que adoptaba el Colegio tuvieran especial repercusión en el resto de tribunales. En los años posteriores a la fundación, se afiliaron al Colegio más de la mitad de los recibidos ante la Audiencia. Esta preeminencia se prolonga a lo largo de todo el siglo XVIII. De los 790 abogados censados por Floridablanca en 1787 para todo el reino, 264 residían en la capital; es decir, un abogado por cada 1,400 o 260 habitantes, respectivamente (cifras aproximadas). Esta última proporción resulta muy similar a la de la Corte. Véase Castelló Traver, J. E. El país valenciano en el censo de Floridablanca. Análisis demográfico, organización y presentación de los datos locales, Valencia, Alfonso el Magnánimo, 1794.

16

 En virtud de esta dispensa (estatuto XIX) se inscribieron 221 letrados. Posteriormente, y por razones de equidad, se liberó también de las pruebas a los que en el momento de la fundación estuvieran ejerciendo de pasantes; aproximadamente una veintena.

17

 Tormo Camallonga, C., “El Montepío del Colegio de Abogados de Valencia”, Boletín de la Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 19 (2002), 15-75. Véase también Rumeu de Armas, A. Historia de la previsión social en España. Cofradías-gremios-hermandades-montepíos, Barcelona, 1981.

18

 No siempre resultó sencillo diferenciar las funciones de abogados y procuradores. Aún tiempo después, Gómez y Negro lo quería dejar bien claro: “los procuradores no pueden hacer por sí más que unos pedimentos que se llaman de cajón, es decir, los pequeños, como para acusar rebeldías, pedir prorogaciones, dar relaciones por concertadas y otros semejantes; fuera de éstos todos los demás deben estar firmados por los abogados. Sólo, pues, los abogados tienen facultad para patrocinar a las partes exponiendo a los jueces sus derechos y defensas”; Gómez y Negro, L. Elementos de práctica forense, 3a. ed., Valladolid, 1830, p. 56. Véase también, y en general para los oficiales de la administración de justicia, Gayol, V. Laberintos de justicia. Procuradores, escribanos y oficiales de la Real Audiencia de México (1750-1812), 2 vols., El Colegio de Michoacán, México, 2007.

19

 El político y economista ilustrado José del Campillo y Cosío decía en 1741 que no sólo había letrados de más, sino también procuradores, notarios, escribanos y jueces, sobre todo “de los malos”. Véase en Campillo J. del, Lo que hay de más y de menos en España para que sea lo que debe ser y no lo que es, edición y estudio preliminar de A. Elorza, Madrid, 1969, pp. 90-93 y 157-164.

20

 Tormo Camallonga, C., “Numerus clausus en los colegios de abogados españoles ante el exceso de profesionales del foro”, Promoción universitaria en el mundo hispánico. Siglos XV al XX, México, Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, UNM, 2012, pp. 435-469.

21

 Véase, por ejemplo, Pérez Villamil, J. Disertación sobre la libre multitud de abogados, si es útil al Estado o si fuera conveniente reducir el número de estos profesores, con qué medios y oportunas providencias capaces de conseguir su efectivo cumplimiento… en 16 de octubre de 1782, Madrid, 1782.

22

 La orden extendía a la Audiencia y a la Universidad de Valencia un auto acordado del 16 de enero de 1773, en el que, desde un supuesto acontecido en la Universidad de Alcalá de Henares, se adoptaba esta decisión para todas las universidades y tribunales de la monarquía. Sin embargo, y por el motivo que fuera, esta orden no se circuló en su momento a los reinos de la Corona de Aragón. Véase Tormo Camallonga, C. El Colegio de Abogados de Valencia. Entre el Antiguo Régimen y el liberalismo, Valencia, Universitat de València, 2004, p. 269.

23

 En México la unificación se había decretado por primera vez por circular de la Secretaría de Estado, del 19 de octubre de 1833, que suprimía la universidad en favor de lo que llamaría Establecimientos. La contrarreforma del año siguiente volvería a separarlas hasta 1843; Tormo Camallonga, C. “La abogacía en transición; continuidad y cambios del virreinato al México independiente”, Estudios de Historia Novohispana, Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM, 45 (2011), p. 118.

24

 A saber: prolegómenos del derecho, historia y elementos del derecho romano, y economía política, en primero; continuación del derecho romano, en segundo; derechos civil, mercantil y criminal de España, en tercero; historia e instituciones del derecho canónico, en cuarto; códigos civiles españoles, Código de comercio, materia criminal, y derecho político y administrativo, en quinto; disciplina general de la Iglesia, y, en particular, de la de España, así como colecciones canónicas, en sexto; Academia Teórico-Práctica de Jurisprudencia, y estilo y elocuencia con aplicación al foro, en séptimo; y derecho internacional, legislación comparada y métodos de enseñanza, en octavo. Puede verse Peset Reig, M. “Universidades y enseñanza del derecho durante las regencias de Isabel II (1833-1843)”, Anuario de Historia del Derecho Español, 39 (1969), pp. 481-544; o Tormo Camallonga, C. “Los estudios y los estudiantes de jurisprudencia y teología tras la unificación de las facultades de Leyes y Cánones”, Cuadernos del Instituto Antonio de Nebrija de Estudios sobre la Universidad, 8 (2005), pp. 359-437.

25

 Para profundizar en este tema puede partirse del estudio, con la bibliografía que contiene, de Peset Reig, M. “Estudios de derecho y profesiones jurídicas (siglos XIX y XX)”, El tercer poder: hacia una comprensión histórica de la justicia, Johannes-Michael Scholz (coord.), Madrid, 1992, pp. 349-380. Véase también como texto de referencia M. y J. L. Peset Reig, La universidad española (siglos XVIII y XIX). Despotismo ilustrado y revolución liberal, Madrid, 1974, pp. 679-706.

26

 Es lugar común decir que la primera regulación de la pasantía es la de la segunda de las Leyes de Toro, de 1505, cuando exigían de todo abogado que hubiera “pasado ordinariamente las dichas leyes de ordenamientos y pragmáticas, partidas y fuero real”.

27

 Alonso Romero, P. “Del «amor» a las leyes patrias y su «verdadera inteligencia»: a propósito del trato con el Derecho regio en la universidad de Salamanca durante los siglos modernos”, Anuario de Historia del Derecho Español, 67-I (1997), pp. 529-549.

28

 De nuevo, México se adelanta a España en este punto, con el decreto del 9 de enero de 1834, Tormo Camallonga, C. “La abogacía en transición; continuidad y cambios…”, cit., p. 119.

29

 El mínimo de edad era de diecisiete años, aunque por la configuración de los planes de estudios nadie podría verse limitado por esta exigencia —cédula del 27 de enero de 1833, Colección Legislativa, XVIII, pp. 21 y 22. Esta norma restablecía la ley de Partidas 3, 6, 2, que había quedado derogada por la orden del 8 de junio de 1826, en la que se fijaba la edad mínima de 25 años. Con la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870, en su artículo 873.1, la prohibición se ampliará hasta los más realistas veintiún años.

30

Véase el título XXIV del libro II de la Recopilación de Indias, “De los Avogados de las Audiencias y Cancillerías Reales de las Indias”, Partidas 3, 6, 13, y Nueva Recopilación 2, 16, 1 (Nov. Recop. 5, 22, 1). Es posible que en un principio sólo pudieran ejercer en todos los tribunales de la monarquía los recibidos en el Supremo Consejo, pero con el tiempo se admitió a todos los recibidos en cualquier chancillería o audiencia. El auto acordado del 23 de junio de 1722 parece confirmar esta costumbre (auto 2, 16, 10, edición de 1775, Nov. Recop. 2, 19, 3). De nuevo, por real decreto del 13 de abril de 1834, cada audiencia habilitaría para ejercer en solo los juzgados y tribunales de su demarcación, mientras que para hacerlo en toda la monarquía se requería título expedido por la sección de Gracia y Justicia del Consejo Real de España e Indias, que, sin examen, pero mediando las tasas oportunas, lo libraría en vista de aquella habilitación. Véase Colección Legislativa, XIX, p. 197.

31

 La última vez que la legislación reconoce a favor de los tribunales la competencia para habilitar para el ejercicio profesional de la abogacía es por real decreto del 13 de abril de 1834; Colección Legislativa, XIX, p. 197, y XXXI, pp. 334-335. Tormo Camallonga C., “L´advocacia durant la vigència del pla d´estudis de 1824”, Aulas y Saberes, 2 vols., Valencia, 2003, II, pp. 511-520, y “Los estudios y los estudiantes de Jurisprudencia y Teología…”, pp. 359-437.

32

 Cabe distinguir las incapacidades absolutas de las relativas. Las primeras impedían abogar en todo caso, es decir, el letrado no podía pleitear ni por sí mismo ni por otro —en su caso, tampoco cabría el recibimiento—; las relativas permitían pleitear sólo en determinados supuestos. Si Partidas exigía una edad mínima de diecisiete años, Nueva Recopilación la elevaba a veintiséis, cosa que no se cumplía. Y aunque aquel código prohibía a las mujeres abogar sólo en defensa de derechos ajenos, se entendía que tampoco podían hacerlo en defensa de los propios. Tampoco podían abogar bajo ningún concepto los sordos, locos o desmemoriados, ni los pródigos en poder de curador, los condenados por delito de infamia, o los siervos y los excomulgados. La Nueva Recopilación extendía la prohibición a los reconciliados por delito de herejía y apostasía, y a los hijos y nietos de quemados y condenados por dicho delito, hasta la segunda generación por línea masculina y primera por línea femenina. El ciego de ambos ojos y el condenado por causa de adulterio, traición o alevosía, falsedad, homicidio u otro delito tan grave o más que éstos, no podía abogar por otro, pero sí en defensa de derechos propios. En otros supuestos el letrado podía abogar, además de por sí mismo, por otros sujetos determinados: los que lidiaban por precio con bestia brava, por los huérfanos de que fueran tutores; o los infamados por algún delito menor de los arriba referidos, en causa de sus ascendientes y descendientes, hermanos, mujeres, suegros, yerno, nuera, entenado o hijastro, padrastro, patrono o sus hijos y huérfanos que tuviesen bajo su tutela. Por motivos religiosos, en Partidas se prohibía a los moros y judíos abogar por cristiano, pero lo podían hacer por sí o por otros de su propia religión. Las Ordenanzas Reales de Castilla añadían a los herejes. Respecto a los religiosos, la situación tampoco era muy clara. Partidas establece que no puedan abogar ni los monjes ni los religiosos regulares, ni por sí ni por otro, excepto por los monasterios o iglesias en donde residen, o por los otros lugares que a ellos pertenecen. Parecida solución nos da la Nueva Recopilación, añadiendo que también podían abogar por ellos mismos, por sus vasallos, paniaguados, padre, madre, personas a quienes hayan de heredar, o por personas pobres y miserables. No obstante, la misma Recopilación recoge en otro apartado la prohibición para cualquier clérigo, de orden sacro o religioso, de abogar en los pleitos temporales y en los que toquen a legos. Hay otros supuestos de incapacidad relativa que suponen incompatibilidad con determinados cargos. Así, los escribanos, jueces y regidores no podían ser abogados en las causas que ante ellos pendieren. Ni se podía ejercer como abogado cuando el escribano fuera su padre, hijo, yerno, hermano o cuñado, o el juez de la causa su padre, hijo, suegro o yerno. Los magistrados del Consejo tampoco podían abogar sino por parte y en defensa del propio Consejo, o con su licencia y mandato. Los oidores tampoco podían hacerlo en los pleitos que pendieren en su audiencia. Ni los fiscales en cualquier tribunal salvo por los del rey y en las causas asimismo fiscales.

33

 Tormo Camallonga, C. “El derecho es la justicia de los hechos. A propósito de la Instrucción del Marqués de Gerona”, Anuario de Historia del Derecho Español, 81 (2011), pp. 873-920; o “Entre pedagogía y evasivas a propósito de la motivación civil en la Ley de Enjuiciamiento de 1855”, Anuario de Historia del Derecho Español, 84 (2014), pp. 377-408. En la Corona de Aragón, por el contrario, sí podemos hablar de motivación; del mismo autor, “Pactisme i el seu vessant judicial al Regne de València”, El Compromiso de Caspe (1410). Cambios dinásticos y constitucionalismo en la Corona de Aragón, Zaragoza, 2013, pp. 855-862; “L´Audiencia de Barcelona i la pràctica jurídica catalana arran de la Nova Planta”, Pedralbes, vol. 31, en prensa; “Una aproximació als visso i als attento en la sentència civil de la València foral”, Publicacions de la Universitat de València (en prensa).

34

 Burkholder Mark A. y Chandler, D. S. De la impotencia a la autoridad: la Corona española y las Audiencias en América, 1687-1808, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pp. 100 o 127. Sobre requisitos académicos en la Universidad de México, puede verse Tormo Camallonga, C. “No solo burocracia; Cursos y matrículas en la Universidad colonial de México”, Matrículas y Lecciones, 2 vols., Valencia, 2012, II, pp. 449-474; y “En la parte que se pueda; la norma y la práctica en los exámenes y grados de bachiller en derecho. México, siglo XVIII”, Actas XII Congreso Internacional sobre Historia de las Universidades, México, 2012, en prensa.

35

 A. G. N., Real Acuerdo, libros 1 a 22.

36

 â€œJuró pr. ante mí el presente thente. de escno. de Cámara en forma de dro. de usar bien y fielmte. el expresado cargo con arreglamto. a las leyes, autos acordados y ordenanzas, y defender el misterio de la Pura y limpia Concepón. de Nra. Sra.”. A lo que en ocasiones se añadía: “conforme a la ley segunda título diez y seis libro segundo de la recopilación de Castilla”; A. G. N., Real Acuerdo, libro 6 bis, 1835, fol. 24v, y 1836, fol. 126v. En otras ocasiones se juraba defender “a los pobres e indios en particular sin Derechos, no llevarlos a la Rl. Hacienda ni execivos a nadie y defender el misterio de la Purísima Concepción de María Santísima” (libro 21, 1802, fol. 148v), y en otras “que guardará secreto en los que lo demanden y el que previene la Rl. Pragmática de Matrimonios”; A .G. N., Real Audiencia, vol. 18, exp. 3, fol. 125.

37

 â€œCertificamos que hoy día de la fecha se han introducido en esta Tesorería genl. de ntro. cargo por parte de Dn. Pedro José Navarro ocho pesos, dos toms., seis gs. que causó al Rl. Derecho de Media Annata pr. el examen de Abogado en que lo aprovó la Rl. Audiencia; 8p. 2. 6”; A. G. N., Real Audiencia, vol. 18, exp. 1, fol. 59 (17 de mayo de 1793). Sin embargo, no siempre estamos hablando de la misma cantidad. José Francisco González de Velasco o José Joaquín de Lardizábal ingresaron en 1796 trece pesos y seis reales y medio –13, 6, 6– (vol. 18, exp. 3, fols. 104 y 120), cuando en el mismo año, otros aspirantes, como Mariano Luis Aguirre, seguían pagando 8, 2, 6 (fol. 113).

38

 A. R. V., Real Acuerdo, libro 65, pp. 96 y 391.

39

 En el caso del colegio de Valencia, el examen consistía en la respuesta durante una hora a las preguntas formuladas por tres examinadores colegiados. A ello le seguía una exposición durante veinticinco minutos de una de las leyes designadas de las 83 de Toro, o de las contenidas en los libros primero a tercero, quinto y décimo a décimo-primero de Novísima Recopilación. El examen posterior en el Real Acuerdo de la Audiencia consistía en la presentación de una demanda, contestación, réplica, contrarréplica, notificaciones, interrogatorios, alegación de bien probado, escrito e interrogatorio de tachas, y sentencia definitiva o auto que correspondiera, sobre el caso civil, criminal o eclesiástico que tres ministros le presentaran; Tormo Camallonga, C. El Colegio de Abogados de Valencia…, pp. 268 ss.

40

 Mayagoitia, A. “Un capítulo en la formación del Estado noble en la Nueva España: las dispensas de pasantía concedidas por la Real y Pontificia Universidad de México en el último tercio del siglo XVIII”, Homenaje a Alberto de la Hera, México, 2008, pp. 503-532.

41

 A. G. N., Real Audiencia, vol. 18, exp. 3, fols. 126-129.

42

 En el caso concreto del colegio de Valencia, desde su fundación en 1762 hasta 1795, en que se cierran por primera vez sus puertas a nuevos ingresos, la Junta sólo rechazó el ingreso de siete individuos, aduciendo los motivos aludidos, y en los siete casos tuvo que admitirles finalmente por prescripción de la Audiencia. Tormo Camallonga, C. El Colegio de Abogados de Valencia…, 2004, pp. 285 y ss. Aunque en ningún momento se especifica cuáles eran estos oficios ni el criterio para su calificación, las ordenanzas del colegio de abogados de Canarias, que se presentaron en 1766 ante el Supremo Consejo para su aprobación, nos aportan información al respecto. Según las mismas, eran mecánicos los oficios de sastre, carpintero, herrero, barbero, regatón, lanero, cerero, platero, tonelero, pescador, confitero, comediante por precio, panadero, pellejero, pedrero, tundidor, especiero, zapatero, sombrerero, hortelano, latonero, espartero, vendedor de pescado, cohetero, danzarín por precio, sedero y tintorero. El oficio de mercader era mecánico si en su ejercicio no se vendían especies, jabón, pólvora ni otras cosas semejantes. Eran oficios viles y de infamia los de verdugo, carnicero, molinero, clarinero, tamborero, pregonero, portador de carnes y menudencias de la carnicería, camellero y torero por precio, así como “otros semejantes”. El fiscal de la Audiencia de Canarias, en el informe que remitió al Consejo sobre las ordenanzas, no opuso reparo alguno en cuanto a los oficios viles, pero sí en cuanto a los mecánicos, especialmente en los de sastre, carpintero y hortelano. Finalmente, el Consejo, a propuesta de la misma Audiencia, retira ambas listas, ordenando la admisión de los pretendientes cuyos padres o abuelos ejercían o hubieran ejercido, o ellos mismos cuando muchachos, los oficios considerados mecánicos en las islas, siempre que en los pueblos en donde los hubieren ejercido o ejerzan, estén reputados por honestos y decentes; Alzola, J. M. Historia del Ilustre Colegio de Abogados…, pp. 85-91, 95-97 y 194-195. Lo que está claro, al menos para Valencia, es que los oficios o trabajos agrícolas no se consideraban en ningún caso viles ni mecánicos, al menos si hablamos de hacendados. No parece, pues, que fuera habitual en ningún colegio la denegación de incorporación por estos motivos. La Junta de Sevilla planteó sus reticencias a algunos aspirantes por ser hijos de sangradores flebotomianos o de carpinteros de lo blanco, aunque finalmente fueron admitidos; Santos Torres J., Apuntes para la historia del Ilustre…, pp. 38 y 39.

43

 Kagan, R. L. Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700, Salamanca, Junta de Castilla y León. Consejería de Cultura y Turismo, 1991, pp. 139 y ss. Véase también Pelorson, J. M. Les Letrados juristes castillans sous Philippe III. Recherches sur leur place dans la sociéte, la culture et l´état, [s.l.i.], Universidad de Poitiers, 1980, pp. 99 y ss.

44

 Castelló Traver, J. E. El país valenciano en el censo de Floridablanca..., p. 94.

45

 Barbadillo Delgado habla de 383 abogados en 1781 y 400 en 1794; Historia del Ilustre…, 2, p. 203.

46

 Jiménez de Gregorio, F. La población de la actual provincia de Madrid en el censo de Floridablanca (1786), Madrid, Diputación Provincial de Madrid, 1980.

47

 Campillo, J. del Lo que hay de más y de menos en España para que sea lo que debe ser y no lo que es, edición y estudio preliminar de A. Elorza, Madrid, 1969, pp. 90-93 y 157-164; Macanaz, M. de “Auxilios para bien gobernar una monarquía católica o documentos que dicta la experiencia y aprueba la razón para que el monarca merezca justamente el nombre de grande. Obra que escribió y remitió desde París al Rey Nuestro Señor Don Felipe Quinto”. Semanario erudito que comprende varias obras inéditas, críticas, morales, políticas, históricas, satíricas y jocosas de nuestros mejores autores antiguos y modernos. Publicados por D. Antonio Valladares de Sotomayor, Madrid, 1787, V, pp. 238 y ss. J. de Covarrubias, Discurso sobre el estado actual de la abogacía en los tribunales de la nación. Dirígelo a los ilustres y perfectos abogados españoles, el licenciado..., Madrid, 1789.

48

 Villamil se preguntaba: “¿cómo hemos de responder a tantas quejas como se suelen dar de muchos de nosotros? Somos muchos, i es imposible que haya ocupación para todos; i así tengo por muy verosímil que algunos se entreguen a excesos vergonzosos para sacar de los pleytos un fondo de que vivir. Cada día escuchamos quejas de esta naturaleza, i nuestro honorario suele ser ya tan sensible como lo sería un duro tributo que se impusiese a los litigantes. No quiera Dios que yo sea ingenioso en descubrir las faltas de mis compañeros, pero es cierto que padece en ellas el nombre en general de la profesión i aquel número de profesores honrados que con pureza sostienen en los tribunales los derechos de sus paisanos, empleando noblemente su talento en suplir la ignorancia necesaria de los que litigan. La libre multitud sin duda es la causa de todas aquellas quejas”. Pérez Villamil, J. Disertación sobre la libre multitud de abogados, si es útil al Estado o si fuera conveniente reducir el número de estos profesores, con qué medios y oportunas providencias capaces de conseguir su efectivo cumplimiento. Lo leyó en la Real Academia de Derecho patrio y público, titulada de Ntra. Señora del Carmen... en 16 de octubre de 1782, Madrid, pp. 35-37. Muchos más serían los autores preocupados por esta problemática y que aconsejaban medidas semejantes para remediarla. Rodríguez Campomanes, J. Apéndice a la educación popular, 4 vols., Madrid, 1775-1777, I, 207-311; Castro, J. F. de Discursos críticos sobre las leyes y sus intérpretes, 2a. ed., 2 vols., Madrid, 1829, I, pp. 269 y ss.; o Conde de Cabarrús, Carta sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, escritas... al señor don Gaspar de Jovellanos..., Vitoria, 1808, p. 91. Véase también Peset Reig, M. “La recepción de las órdenes del marqués de Caballero de 1802 en la Universidad de Valencia. Exceso de abogados y reforma en los estudios de Leyes”, Saitabi, 19 (1969), pp. 119-148.

49

Una Advertencia que el Colegio de Abogados de Valencia solía adjuntar al reglamento del Montepío, decía: “Sin embargo de que el piadoso ánimo del Colegio se dirige al socorro de quantas necesidades padezcan sus individuos, es imposible ocurrir a todas, siendo tantas y tan continuas en el sistema presente que siguen muchos de permanecer en Valencia con el nombre de abogados del Colegio sin desengañarse, como devieran, a los quatro o cinco años de la ninguna esperanza que pueden tener de hacer en la abogacía el progreso que los demás, ni aun el necesario para una reducidísima manutención, y así consumen su vida con urgencias y estrecheces separadas del egercicio de la facultad, de las que pudieran eximirse y ser útiles a la República, aplicándose a otro honroso destino luego que les haya desengañado el transcurso de dichos quatro o cinco años del ningún progreso que pueden esperar en el egercicio de la abogacía de Valencia, y por no hacerlo y vivir ociosos padecen voluntariamente las insinuadas estrecheces y urgencias, viéndose acaso obligados por ellas a egecutar lo que no corresponde al honor del Colegio que les admitió en la inteligencia de que podrían mantenerse con él”.

50

 Campo Armijo, L. del, El Real e Ilustre Colegio de Abogados…, pp. 35 y 36. Bellido Diego-Madrazo, D. Los abogados y sus corporaciones. Historia…, p. 411. En septiembre de 1832 este colegio solicitaba que para la incorporación de nuevos abogados en tiempos de numerus clausus se priorizara a los hijos de sus individuos; Archivo del Ministerio de Justicia (en adelante, A. M. J.), caja 304-1, exp. 44.

51

 Es el caso, por ejemplo, de la cédula de Carlos III, del 18 de marzo del 1783, Habilitación para obtener empleos de República a los que exercen artes y oficios, con declaración de ser estos honestos y honrados (Novísima Recopilación 8, 23, 8), en la que se decía: “Que no sólo el oficio de curtidor, sino también los demás artes y oficios de herrero, sastre, zapatero, carpintero y otros a este modo son honestos y honrados, y que el uso de ellos no envilece la familia ni la persona del que los exerce, ni la inhabilita para obtener los empleos municipales de la república en que estén avecindados los artesanos que los exercitan. Lo cual mandó el Consejo se guardase, cumpliese sin permitir su contravención con ningún pretexto, causa. Antes bien, para que tubiese su entero y debido cumplimiento se diesen las órdenes y providencias que conviniesen, se registrase y copiase por el escribano del ayuntamiento a continuación de las ordenanzas de gremios y de las cofradías, congregaciones, colegios y otros cuerpos en que hubiese estatutos contrarios a lo dispuesto en ellas”. De la misma manera, la cédula del 10 de febrero de 1786 declaraba que los individuos del gremio de cortantes de la ciudad de Valencia que fueran maestros quedaban comprendidos en la anterior disposición, con las mismas gracias. De significado muy diferente, pero en la misma línea, la pragmática del 19 de septiembre de 1783 declaraba que los gitanos no lo eran por origen, ni por naturaleza, ni provenían de raza infecta, pudiendo ser admitidos a los oficios o destinos a que se aplicaran cuando se arrepintiesen de su mala vida. Dos días después se publicó otra cédula determinando que para el ejercicio de cualquier arte u oficio no servía de impedimento la ilegitimidad en la filiación. Barbadillo Delgado, P. Historia del Ilustre…, vol. 2, p. 195.

52

 Tormo Camallonga,C. El Colegio de Abogados de Valencia…, pp. 268 y ss.

53

 Según interpretación de estos tribunales: “Como todos empezaban a cultivar esta ciencia por unos mismos principios, y a su ingreso no se sabía cuál sería bueno o malo en el egercicio de su profesión, si se cerrase la puerta a los recivimientos no llegaría el caso de que hubiese buenos abogados; esta facultad vendría con el tiempo a obscurecerse, y la ignorancia se apoderaría de la Jurisprudencia en un Reyno que había producido tantos hombres grandes y de talentos tan sublimes, y que era tan necesaria en dominios tan amplios, civilizados y cultos, como los de V.M.; y así no convenía cortar en la raíz ni poner estorvos a los progresos de una facultad tan precisa y útil en un Pueblo bien organizado, y más cuando a los tribunales que tenían a la vista a los abogados y podían tocar de cerca sus defectos, les era facultativo suspender a los que separándose de la buena fe, rectitud y lustre de su profesión, no mereciesen numerarse entre los demás Profesores. Que tampoco era fácil suspender los recivimientos por algún tiempo como se había hecho con los Escrivanos, porque éstos se formaban en mui pocos meses, y un abogado necesitaba aplicarse a la facultad desde sus primeros años, y seguir una larga carrera de Estudios, fatigas y aplicación para ponerse en disposición de egercerla; y ningún hombre apetecería dedicarse a un trabajo tan continuado, a una ciencia tan trabajada y a una carrera tan costosa, viendo al fin cerrada la puerta de los recivimientos. Que cuando ésta se abriese, no se encontrarían hombres formados en la profesión, al paso que esperimentarían graves perjuicios los jóvenes que, dedicados a ella, se hallaban ya en medio ya al fin de su carrera: Y finalmte. que nadie había pensado en reducir el número de médicos, cirujanos y boticarios, y se advertía con una economía admirable que su número se equilibraba de tal modo con las necesidades, que ni había Pueblos que se quejasen por su falta, ni se veían por las calles enjambres de sobrantes pidiendo limosna por no tener en qué egercitarse.” A. M. J., caja 304-1, Madrid, 31 de agosto de 1831.

54

 Tormo Camallonga, C. “El Montepío del Colegio de Abogados de Valencia”, Boletín de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, núm. 19, 2002, pp. 15-75. Sobre el tránsito de estas corporaciones al liberalismo y su engarce en la política económica del momento, y en concreto sobre el sistema de ahorros —bancos y cajas—, puede verse, del mismo autor, “La precariedad en su voluntariedad: las sociedades de socorros mutuos en el primer liberalismo a propósito de los montepíos de abogados”, Revista de Derecho UNED, 12 (2013), pp. 705-737.

55

 Partidas 3, 6, 2; Nueva Recopilación 3, 9, 2; Decretos del Rey don Fernando VII, XI, p. 131. La cédula de 27 de enero de 1833, que restablecía en diecisiete años la edad mínima para abogar, reconocía expresamente que en 1826 se había fijado la edad en los veinticinco por creer “conveniente restringir el número y prolongar la carrera de los que se dedicaban al noble ejercicio del Foro”; Decretos del Rey…, XVIII, p. 21.

56

 Novísima Recopilación 5, 22, 30. Esta real orden fue vista en el Real Acuerdo de Valencia el 30 de octubre del mismo año. A. R. V., Real Acuerdo, libro 89, f. 141.

57

 Campo Armijo, L. del, El Real e Ilustre Colegio…, pp. 35 y 36. Bellido Diego-Madrazo, D. Los abogados y sus corporaciones…, pp. 414 y ss. y 553 y ss.

58

 Miguel Alzola, J. Historia del Ilustre..., pp. 115 y ss.

59

 Para Sevilla, Fernández Serrano, A. La abogacía en España y en el mundo, 3 vols., Madrid, 1995, vol. 3, p. 72; para Valladolid, García Marroquín, F. Reseña histórica del Ilustre…, p. 75; y para Cáceres, Hurtado, P. Tribunales y abogados…, p. 46.

60

 A. I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, núm. 5, pp. 29 y 101, y núm. 7, pp. 74 y 75. En los libros del Real Acuerdo sólo queda constancia de que en este día se vio una carta del Consejo ordenando a la Audiencia que informara sobre lo que hubiera practicado acerca de la reducción de abogados de este tribunal, cosa que había ordenado el 14 de octubre del año anterior. A. R. V., Real Acuerdo, libro 90, f. 51. Al parecer, el mismo día la Audiencia dictó el decreto de reducción al que nos referimos.

61

 â€œSe continuó la sesión sobre si se estaba en el caso de admitir nuevos individuos en el Colegio, y sobre qué datos debía governarse la Junta para la declaración de vacantes. Y pesadas todas las razones que se espusieron por cada uno de los señores vocales, se resolvió por unanimidad que debía procederse a la provisión de las plazas vacantes y que, siguiendo para ello las reglas dadas por el Supremo Consejo, como por este Real Acuerdo, resultan cuatro vacantes”. A .I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, núm. 7, p. 71.

62

 Tormo Camallonga, C. “Felipe Benicio Navarro y la primera cátedra de economía política en la Universidad de Valencia”, Permanencia y cambio. Universidades hispánicas. 1551-2001, 2 vols., México, 2002, II, pp. 305-324.

63

 En 1825, y en su solicitud de incorporación ante el Consejo, Joaquín Melchor Pinazo decía: “Que en este Real Acuerdo pende expediente de informe, pedido por Vuestra Alteza, sobre la solicitud deducida por algunos abogados relativa a que se declare que las cien plazas designadas a este Colegio deban ser efectivas, sin llenar el número de los señores ministros, los relatores, escribanos de cámara, canónigos, presbíteros y ausentes, que no ejercen la facultad ni sufren los turnos de pobres y promotorías fiscales para el despacho de los negocios criminales, ocupando el número en la lista e impidiendo la carrera de otros que con su aplicación y estudio pueden ser útiles a la causa pública”. A. I. C. A. V., caja 28, 1825, exp. 2, p. 2v.

64

 La no coincidencia de cifras es propia del acta. A. I. C. A. V., libro 5, p. 101. Incluso se alega que de los anteriores 87 todavía podrían descontarse alguno más, puesto que “Son muchos los que trabajan mui poco aunque tengan despacho abierto, por ancianos y accidentados unos, por ocupados otros en asesorías, procuras generales y otras comisiones, y otros finalmente porque nunca llegaron a acreditarse, sin verificarse por lo mismo el concepto formado de ser necesarios cuando menos 100, con egercicio continuo y sin otra ocupación que les distrahiga para el buen servicio del público y de la muchedumbre de tribunales que se conocen en esta capital. De modo que caminando baxo de estos principios, si pareciese al Real Acuerdo podrían admitirse por aora en el Colegio hasta 25 ó 30 con que se cubriría prudencialmente el vacío que resulta”.

65

 Colección de los Decretos..., I, p. 132; y A. R. V., Real Acuerdo, libro 106, ff. 72 y 284. El diputado en Cortes José Martínez, encargado de tramitar el recurso del Colegio sobre su apertura, había dirigido una carta al mismo manifestando haber suspendido el curso de dicho recurso, a fin de evitar gastos infructuosos, ya que un abogado tenía presentado en las Cortes un memorial para que se le admitiera en el colegio de Cádiz, y la Comisión de Justicia había resuelto la apertura de todos ellos, como después se acordó por decreto. A. I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, núm. 5, pp. 153-153v.

66

 Colección de los Decretos y Órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordinarias desde su instalación en 24 de septiembre de 1810 hasta igual fecha de 1811, Madrid, Cádiz, 1811, p. 132. La Junta ya tuvo conocimiento de esta disposición el 4 de mayo.

67

 Además de los 97 eclesiásticos y 60 abogados, encontramos 55 funcionarios públicos, 37 militares, 16 catedráticos, 15 propietarios, 9 marinos, 8 títulos del Reino, 5 comerciantes, 4 escritores y 2 médicos. Pérez Ledesma, M. “Las Cortes de Cádiz y la sociedad española” en Artolá, M. (ed.), Las Cortes de Cádiz, Madrid, 2003, 167-206, p. 172. Son datos que debemos considerar desde la imprecisión en el cómputo del número de parlamentarios; Suárez Verdeguer, F. Las Cortes de Cádiz, Madrid, 2002, pp. 27 y ss.

68

 En la conocida como Ley Le Chapellier, del 17 de marzo de 1791, se juzgaba que, no habiendo más interés que el particular de cada individuo y el general, no podía permitirse la creencia de un interés intermedio que separase a los hombres de la cosa pública por un espíritu de corporación. En el mismo sentido, puede verse también el anterior edicto de Turgot, del 12 de marzo de 1776.

69

 â€œSu institución no puede ser otra que para adquirir y comunicarse conocimientos legales y una instrucción general, sin la cual ninguno será jamás buen abogado. Los ejercicios literarios se reservan para las academias: en los colegios de abogados son muy pocos los de esta clase, y los del foro no pueden hacerse sino es por los individuos que compongan su número”. Diario de Sesiones, núm. 10, fol. 23, y núm. 182, fol. 781. La mayoría de diputados de la Comisión procedían del mundo del derecho; Diccionario Biográfico de Parlamentarios Españoles. Cortes de Cádiz. 1810-1814, 1, Cortes Generales, recurso electrónico publicado por la Dirección de Estudios, Análisis y Publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid, 2010.

70

 Por lo demás, no parece que la contienda tuviera graves repercusiones en el funcionamiento del colegio valenciano, excepto en el menor número de reuniones que se celebraron y en la suspensión de la elección de cargos hasta febrero de 1814, así como de las fiestas. Algo similar sucedió, por ejemplo, en Sevilla. Santos Torres, J. Apuntes para la historia..., p. 67, y Llach y Costa, E. Reseña histórica..., I, pp. 313 y ss.

71

 Vicente Mª López recurrió su no admisión ante el capitán general, en base a que su expediente estaba completo y terminado el 10 de mayo, con lo que, de no haber estado el decano ausente de la ciudad en ese momento, se le hubiera admitido con anterioridad a la publicación de la orden del día 4. Alegaba además que, de la misma manera que lo había entendido el Supremo en un caso similar visto en el anterior periodo reduccionista, la orden tampoco debía afectar a los expedientes finalizados antes de su publicación, siendo, para más inri, que el Colegio era perfectamente conocedor de este caso. Pero el capitán general desestimó el recurso, siguiendo así, curiosamente, el informe que le había presentado el Colegio, y que era contrario al favorable a la admisión presentado por el auditor. El pretendiente recurrió al Consejo, que el 1 de agosto de 1814 ordenó que la Junta le admitiera no estando completo el número de abogados, o, estándolo, le recibiera en la primera vacante, lo que no ocurrió hasta 1817. A. R. V., Real Acuerdo, libro 109, pp. 193v y 698-701.

72

 La Junta acordó poner en la lista nota separada en la que constase aquella habilitación, mientras no se verificase la plena incorporación. En 1813 el Colegio pasó oficio a Maldonado a fin de que se abstuviera de asistir a los actos públicos junto con la corporación hasta que verificare su formal incorporación. Presentada queja por el interesado ante la Audiencia, ésta solicita informe al Colegio, que mostrará su enojo por no haber sido consultado en su momento, aduciendo, además, que no había motivo para que aquél disfrutara de los privilegios de ser colegial sin soportar sus cargas ni contribuciones. A. I. C. A. V., caja 25, año 1814, exp. 6.

73

 El informe que el Colegio remitió al Acuerdo sobre una de estas solicitudes decía: “Aunque en tiempos pasados ocurrieron algunos exemplares de habilitaciones hechas por esta superioridad para informar en estrados, media una razón de diferencia para haberse concedido entonces. En el año 1810, con motivo de la falta de abogados colegiales que se experimentaba por haber transcurrido tantos años sin incorporarse mediante la reducción de los colegios, la misma necesidad obligó a algunos abogados del Colegio, que por su abanzada edad y achaques se vehían imposibilitados de asistir a informar en estrados, a solicitar la habilitación de algunos pasantes ya abogados que se ocupaban en el despacho de los mismos asuntos en que intervenía el director que pedía la habilitación. Pero aun entonces, a ningún abogado se habilitó para que pudiese informar indistintamente por cualquiera individuo colegio que lo ocupase, sino por uno sólo. Posteriormente se han incorporado muchos jóvenes que pasan de ochenta, y en caso de imposibilidad de qualquiera director de una causa puede valerse de éstos para desempeñar la asistencia en estrados. Por estas razones, entiende el Colegio que no se reconocen méritos suficientes para que pueda tener lugar la habilitación”; A. I. C. A. V., libro 6, p. 9.

74

 Tormo Camallonga, C. “El Montepío del Colegio de Abogados de Valencia”, Boletín de la Facultad de Derecho, Universidad Nacional de Educación a Distancia, 19 (2002), pp. 15-75.

75

 Contundente resultaba el informe remitido por los colegiados informantes, el ilustre civilista Juan Sala y, de nuevo, Tomás Liñán, en el expediente de un aspirante a colegial en el que se defendía que los estatutos del Colegio, tal y como estaban redactados, no se acomodaban a la Constitución y decretos de Cortes, especialmente las preguntas 3a. y 4a. del interrogatorio. A. I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, núm. 6, junta de 12 de abril de 1821.

76

 Esta manifestación de las Cortes con respecto a los estatutos del colegio de Madrid tiene lugar con motivo de una solicitud de dispensa de las pruebas de un individuo por haberse incendiado los archivos de su pueblo. Aunque este colegio llegó a redactar nuevos estatutos, el cambio de régimen impidió que fueran aprobados por el gobierno. Barbadillo Delgado, P. Historia del Ilustre..., III, pp. 30, 31 y 139.

77

 En julio de 1822, la Junta del colegio de Valencia recibió un oficio del juez Tomás Liñán en el que habilitan a un abogado para el ejercicio en la ciudad. Se reiteraba lo sucedido un año atrás. La Junta acordó citarle y emplazarle ante la Audiencia. Sin que sepamos nada más sobre este particular, el individuo se colegió en 1826. A. I. C. A. V., libro 6, pp. 40v y 45v. El mismo Liñán remitió a la Junta otro oficio, y con el mismo objetivo, a favor del escribano Vicente Ramírez. Otro caso, anterior, fue el del doctor Trapiella, que había acudido a la Audiencia solicitando que se le admitieran escritos con su firma. La Audiencia pidió un informe al Colegio, que en agosto de 1820 manifestó que, no siendo colegial, no se le admitieran tales escritos. La cuestión es que el dicho letrado no se colegió.

78

 J. Escriche, Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia, 3a. ed., 2 vols., Madrid, 1847, I, p. 23.

79

 Interesante fue el caso del presbítero Miguel Sánchez Gil. Tras varios intentos frustrados de ingreso ante el Consejo y el Acuerdo, este último solicitó informe del Colegio. Respecto al número de colegiados de la lista de 1823 que se hallaban ausentes, se decía que 18: “De éstos existen tres dentro de la provincia y cinco de los de la misma regresados hasta el día, debiendo añadir que de los anotados en la generalidad son tres difuntos en este año”. Sobre los anotados en la lista que no ejercían y los motivos, la Junta reconocía que no le constaba, “pero, bien por razón de destino incompatible, bien de público, sin que les sea dable indicar la razón que concurra en los segundos en su concepto, son doce”. Si consideramos que la lista de 1822 contiene 114 individuos, sumados los ausentes y los no ejercientes, claramente no se llegaría a la cifra máxima. Miguel Sánchez aún volvió a acudir al Consejo, alegando que, con motivo de otras solicitudes, la Audiencia había manifestado que sólo estaban cubiertas 78 plazas útiles. Finalmente, fue admitido por el Consejo. Decreto del 30 de octubre de 1824. A. I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, núm. 6, pp. 58v y 76v. Las cursivas son del acta.

80

 A. I. C. A. V., Libros de Deliberaciones, libro 7, junta del 13 de octubre de 1825, p. 18v.

81

 En 1829, Vicente Agulló, de 74 años, presentaba una escritura de renuncia condicionada a que su plaza fuera provista por Francisco María Asensi, lo que admitió la Junta por unanimidad. Por el contrario, la propuesta de Simeón Mayor, de 79, de renunciar a su plaza a favor de José Sanchis, fue tácitamente desestimada en el mismo año, con un "a su tiempo", sin que se supiera más al respecto.

82

 A. R. V., Real Acuerdo, libro 124, ff. 63v y 524 y 525.

83

 A. R. V., Real Acuerdo, libro 125, f. 4. A. M. J., caja 304-1, Informe del Consejo del 31 de agosto de 1831, y Decretos del Rey Nuestro Señor Don Fernando VII y de la Reina…, XVII, p. 272.

84

 Ante esta mengua de ejercientes, la Junta informaba favorablemente al Acuerdo cuando le instaba informe sobre la pretensión de algún colegial para tramitar asuntos de otro. A. I. C. A. V., libro 7, junta del 11 de febrero de 1830, pp. 105-106v.

85

 En octubre de 1831 se remite informe a la Audiencia de Valencia sobre la solicitud de José Cadena presentada ante el Consejo, en la que le recordaba tener órdenes de no proveer ninguna plaza vacante ni que vacara, “a fin de que en todos los colegios no haia más abogados que los que se puedan mantener, atendidas las circunstancias particulares de cada tribunal... de manera que la Junta entiende que don José Cadena no puede prometerse un buen éxito en su pretensión, mientras que no obtenga una real orden en que S.M., dispensándole una gracia especial, le excluía de aquella medida general… que muchos abogados, no siendo de menos mérito que el Dr. Cadena y de más antigüedad, no han podido incorporarse en este colegio por la citada resolución de S.M., concurriendo a más en algunos circunstancias atendibles y que les recomiendan, particularmente en los que han obtenido real provisión del Supremo Consejo, que V.E. cumplimentó en seis de julio de mil ochocientos veinte y nueve, en la que se manda a la Junta que les incorpore en las primeras vacantes que ocurran. A los cuales en concepto de la Junta se les irrogará un agravio si se les propusiere a Cadena”; A. I. C. A. V., libro 7, p. 132v. Desconocemos si hubo decisión del Consejo, si bien José Cadena se incorporó en 1833, finalizado este período reduccionista. Para Oviedo, Corripio Rivero, M. Historia del Ilustre Colegio…, p. 17.; para Las Palmas, Alzola, J. M. Historial del Ilustre..., pp. 125 y ss.; y para Zaragoza, Campo Armijo, L. del, El Real e Ilustre..., pp. 36 y ss.

86

 Según esta disposición, desde 1784 se había disminuido progresivamente el número de abogados: 5.827 en 1787 frente a 4,990 en ese momento, en ambos casos sin contar Navarra.

87

 Eso sí, “bastando en su lugar la partida de bautismo que acredite ser hijos de legítimo matrimonio, y la justificación de buena moral y conducta”; Decretos de la Reina…, XX, pp. 67 y 68. Porque, según la orden, “han desaparecido felizmente las causas que las motivaron [las pruebas], que es opuesto a los principios de la justicia universal castigar en la generación presente y en las futuras extravíos y debilidades que pertenecen y probablemente purgaron ya las generaciones pasadas, que semejante prueba es inútil, porque la caridad cristiana y los sentimientos nobles y generosos de los españoles se resisten a revelar hechos que pudieran privar a hombres inocentes, y acaso beneméritos, de los medios que para su subsistencia y con provecho del Estado les ofrecen el estudio de las ciencias y la profesión de las artes, y, por último, que los gastos a que dan margen las diligencias judiciales, que las citadas informaciones suponen, son un sacrificio que las escasas fortunas de muchas familias no pueden soportar”.

88

 Colección de las leyes, decretos y declaraciones de las Cortes…, XXIII, Madrid, 1846, pp. 70 y 71. En agosto se concreta que todo doctor o licenciado que quisiera abogar en cualquier lugar de la monarquía podría hacerlo “sin otro requisito que el de presentar sus títulos a las Audiencias del territorio en que hubiesen de abogar y también a las autoridades locales”. Diario de Sesiones, 12 de agosto, núm. 280, fol. 5315. J. Escriche. Diccionario razonado..., p. 23.

89

 Diario de Sesiones, 5 de marzo de 1837, núm. 133, fol. 1925.

90

 Por el artículo 34 de los Estatutos de 1838 se “excita el celo de los Colegios para que se reúnan los abogados en Academias, conferencien entre sí sobre las grandes cuestiones de la legislación y jurisprudencia, establezcan escuelas gratuitas de jurisprudencia práctica”.

91

 Tormo Camallonga, C. “La formación literaria de un buen jurista”, Ciencia y Academia, 2 vols., Valencia, 2008, II, pp. 515-525, y Hernando Serra, P.  â€œLas ‘Academias’ o la enseñanza práctica del Derecho en la primera universidad liberal”, Facultades y grados, Valencia, 2010, I, pp. 441-465.

92

 Tras la admisión de José Pitarch en julio de 1837, y hasta los nuevos Estatutos, no se matriculó ningún abogado más. En agosto se acordó la admisión de José María Zusausti, y, precisamente, de Antonio Rodríguez de Cepeda, sin que ninguno de los dos aparezca en el libro. En total, y hasta el final de este periodo, la Audiencia habilitó a once abogados para ejercer en la capital sin necesidad de colegiarse.

93

 Véase el decreto CCLXII, de 8 de junio de 1813, Sobre el libre establecimiento de fábricas y ejercicio de cualquier industria útil. Colección de los decretos y órdenes…, IV, Madrid, 1820, p. 86, y Decretos de la reina nuestra señora..., XIX, Madrid, 1935, pp. 26-28, y XXI, 1836, p. 563.

94

 Martínez Alcubilla, M. Diccionario de la administración española, 8 vols., Madrid, 1886-87, I, pp. 58-61. Véase un estudio de estos estatutos en C. Tormo Camallonga, “La profusión de colegios de abogados y el grave peligro que irrogan. Los Estatutos de 1838 y el conflicto de residencia”, Revista Jurídica de la Comunidad Valenciana, 50 (2014), pp. 5-30. La lista de abogados del colegio de Valencia de 1839 contenía 181 inscritos, para un partido judicial, que en 1842 contaba con 95,288 habitantes; un abogado por cada 526 habitantes. En el mismo año 1842, el número de abogados contribuyentes de Madrid era de 379, para una población de 157.397 habitantes; un abogado por cada 415 habitantes. Madoz, P. Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, Madrid, 1847, vol. 10, pp. 609 y 973, y vol. 15, p. 341.

95

 Tormo Camallonga, C. “Derechos individuales, derechos corporativos: el decreto LX de 22 de abril de 1811”, El legado de las Cortes de Cádiz, Valencia, 2011, pp. 433-454.

96

 Baade, H. W. “Número de abogados y escribanos en la Nueva España, la provincia de Texas y la Luisiana, Memoria del II Congreso de Historia del Derecho Mexicano, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1984, 119-128.

97

 Y así lo entendía en las cortes gaditanas el diputado Ostolaza. Otro diputado, Hermida Porras, llegaba a decir que no se instalaban más audiencias precisamente con el objetivo de que el número de abogados no se incrementa. Véase Pérez Perdomo, R. “Los abogados americanos de la monarquía española”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, XV (2003), pp. 545-600, pp. 565 ss. Tormo Camallonga, C. “La abogacía en transición; continuidad y cambios…”; y “Numerus clausus en los colegios de abogados españoles ante el exceso de profesionales del foro”, Promoción universitaria en el mundo hispánico. Siglos XVI al XX, México, IISUE-UNAM, 2012, pp. 435-469.

98

 Tate Lanning, J. Reales cédulas de la Real y Pontificia Universidad de México de 1551 a 1816, México, 1946, p. 276. Sobre las críticas de Hipólito Villarroel, véase Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, introducción de Genaro Estada y preliminares de Aurora Arnaiz, México, Miguel Ángel Porrúa, 1979.

99

 A principios del XIX en Nueva España había unos siete u ocho letrados por cada 100,000 habitantes, de los cuales sólo cuatro o cinco ejercerían como tales. En 1802, la Audiencia de Guadalajara estimaba en veinticuatro el número de abogados óptimo para que en ella se tramitasen adecuadamente los negocios, mientras que sólo contaba con dieciocho. Esta exigüidad era generalizada: las ciudades de Zacatecas, Durango o Aguascalientes apenas llegaban a la media decena cada una de ellas, Veracruz cuatro, San Luis Potosí, Córdoba, Orizaba o Jalapa tres, y Acapulco ninguno. Ni qué decir tiene de las provincias fronterizas del norte. Excepción era, en términos únicamente absolutos, la ciudad de México. Cutter, C. R. “La magistratura local en el norte de Nueva España: el caso de Nuevo México”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, 4 (1992), pp. 29-39; Baade, H. W. “Número de abogados y escribanos…; Pérez Perdomo, R. “Los abogados americanos de la monarquía…, pp. 565 ss.; y Tanck de la Estrada, D. “La Colonia”, Historia de las profesiones en México, México, 1982, pp. 11 y ss. Sin embargo, debemos poner en cuarentena cualquier cifra. La lista del Colegio de Abogados de México de 1801 comprendía 266 individuos, de los cuales 51 se calificaban como “ausentes”. De los 215 restantes, más de cuarenta quedarían inhabilitados para el ejercicio libre por ocupar el cargo de oidor, alcalde del crimen, relator, fiscal u otros inhabilitantes para según qué jurisdicción privativa, además de los más de quince curas inscritos. De manera que es realmente difícil conocer, siquiera sea aproximadamente, el número de letrados ejercientes.

100

 La documentación al respecto es abundantísima; Tormo Camallonga, C. “La renovación de la jurisprudencia en el tránsito a la Independencia; el caso mexicano”, 1810, la Insurgencia en América, Valencia, 2013, pp. 317-336, y “La abogacía en transición; continuidad y cambios…”.

101

 Caso de Manuel Felipe Rodríguez, natural y procedente de La Habana, en cuya isla, al parecer, sí se podía hablar de exceso de abogados. El fiscal de la Audiencia de México informó negativamente sobre su recibimiento, por lo dispuesto en la real orden del 20 de noviembre de 1784, que prohibía recibimiento alguno de los naturales de Cuba en las audiencias de Santo Domingo y México. Pero la Audiencia, con una interpretación literal y restrictiva de la orden, inicia el expediente de recibimiento con la condición expresa de que, de aprobar, no pudiera ejercer en su isla, aunque sí en México. También se muestra condescendencia con José Joaquín de Lardizábal, que en 1796 expone la urgencia de su recibimiento ante su inminente partida a Castilla, “no conviniéndole hacerlo sin examinarse primº de Abogado”. A tal efecto ya había obtenido del virrey la dispensa del año y doce días de pasantía que le faltaban, cosa que no hubiera conseguido en la península. Además de en el recibimiento, en lo que más estaba interesado este individuo era en la colegiación, ya que, al ser el colegio de México filial del de Madrid, a su llegada a la metrópoli podría incorporarse automáticamente en éste y ejercer en la capital, en un momento en que el numerus clausus impuesto en el colegio matritense impedía todo nuevo ingreso y, por ende, el ejercicio de más abogados. Efectivamente, intentó el ingreso en el Colegio de México, en el que también consta la urgencia de su incorporación, pero no lo consiguió, suponemos que por su inmediata partida. A. G. N., Real Audiencia, vol. 18, exp. 2, fols. 161 ss., y exp. 3, fols. 123-125. Mayagoitia, A. “Aspirantes al Ilustre y Real Colegio de Abogados de México: extractos de sus informaciones de limpieza de sangre (1760-1823)” (tercera parte), ARS, 23 (2000), p. 472.

102

 Aguirre Salvador, R. Por el camino de las letras...., pp. 107 y ss.

103

 A. G. N., Real Audiencia, vol. 47, fols. 227 y 228.

104

 â€œYo me hallo, a causa de las vicisitudes de los tiempos, casi sin qué comer, pues la carrera de abogado se haya enteramente barada. Y con la escazés que sufrimos los letrados desde los principios de la revelión y yo sin destino que me fructifique un situado seguro para subsanar a mis precisas obligaciones. Hallándome con una familia crecida, ilustre y de honor por sostener, sin otros arbitrios para ello que los escasísimos emolumentos de mi carrera, que se halla en un estado sumamente abatido por las circunstancias, y mucho más respecto a mí, individuo que tube la desgracia de examinarme casi en la misma fecha en que principió la fatal insurrección, por cuyo motibo he carecido y caresco absolutamente de conocimientos de sugetos de proporción, principalmente foráneos, que me ocuparse de mi destino, razón por qué me sugeté al penosísimo trabajo de ayudar al Sor. Dn. Fernando Sansalvador Mitro, honorario de esta Real Audiencia, en el despacho del juzgado de letras, sin más recompensa que una corta gratificación insuficiente aun para la subsistencia de un individuo solo”; A. G. N., Real Audiencia, vol. 51, exp. 12, 1812, fols. 460 ss. Hay pretendientes a estas plazas que contaban incluso 24 años de ejercicio (fol. 451). A finales de siglo la plaza de abogados de pobres estaba presupuestada en 600 pesos anuales, y la de indios en 216 (vol. 54, fols. 305 ss.).

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 Para el Estado Libre de México, por ejemplo, los decretos del 30 de junio de 1824, 11 de abril y 7 de junio de 1826, además de insistir en la supresión de la colegiación forzosa, dejaban de exigir el grado universitario, bastando los estudios de jurisprudencia en colegios de la República. Más allá de los cursos y la práctica privada, ahora de tres años, el ejercicio dependería de un examen ante el Supremo Tribunal de Justicia del Estado. Por otro decreto de junio de 1830, se introducía una prueba previa a superar ante tres abogados en ejercicio designados por el gobernador del estado. Y si en Nuevo León se había mantenido el examen ante el colegio de abogados, el Distrito Federal lo recuperará más adelante. Puede verse esta legislación en Bandos y circulares del Archivo Histórico del Centro de Estudios de Historia de México, CARSO. Con aquella genérica alusión a los colegios y no a la Universidad, se estaba anunciando la sustracción a ésta de su histórico privilegio de otorgar grados, que no dejaba de verse como un control, en este caso sobre la abogacía y la judicatura, principales puntos de atención para la nueva clase política.

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 Estos establecimientos, sin embargo, respetaban los cursos de derecho en colegios y seminarios. En España, la definitiva desaparición de la facultad de Cánones y la integración de sus estudios en leyes o jurisprudencia sería posterior, con el decreto del 1 de octubre de 1842, que exigiría el grado de licenciado para declarar concluida la carrera literaria del abogado.

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 J. Ma. Pérez Collados, “Sobre letrados y administración en la formación del Estado moderno”, Anuario Mexicano de Historia del Derecho, 3 (1991), pp. 183-231. El Reglamento de la Suprema Corte, del 13 de mayo de 1826, estableció que no era obligatoria la defensa a cargo de letrado; Mayagoitia, A. “Los abogados y el Estado mexicano: desde la Independencia hasta las grandes codificaciones”, Compilación de la Dirección General del Centro de Documentación, Análisis, Archivos y compilación de Leyes, 2 vols., Suprema Corte de Justicia de la Nación, México, 2005, I, pp. 263-406, en concreto, 288 y 351 y ss. Algo similar sucedió con el oficio de procurador; véase el juicio, desfavorable, que hacia esta opción se recoge en la Memoria del Secretario de Justicia y Negocios Eclesiásticos de 1830.

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 Sánchez Santiró, E. “Nación, república y federalismo: las transformaciones de la Universidad de México y su impacto en los estudios de filosofía”, Estudios y estudiantes de filosofía. De la Facultad de Artes a la Facultad de Filosofía y Letras (1551-1929), coord. Enrique González, México, 2008, pp. 377 y ss.

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 En Puebla, y por contra, el colegio sucedió a la academia; Mayagoitia, A. “Juárez y el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados...”, pp. 155 y ss., y “Los abogados y el Estado mexicano…”, p. 389. Y, como en el periodo virreinal, la dispensa de parte de la pasantía seguirá siendo práctica más que habitual. El decreto que vimos del 30 de junio de 1824 las permitía hasta un año, y el de 1830 hasta los seis meses.

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 Véase también A. Staples, “La Constitución del Estado Nacional”, y Bazant, M. “La República Restaurada y el porfiriato”, Historia de las profesiones en México, México, 1982, pp. 79 y ss. y 152, respectivamente, y Mayagoitia, A. “Los abogados y el estado mexicano…, pp. 287 y ss.