Mariano Peset, La Constitución de Apatzingán de 1814. Sentido y análisis de su texto

Carlos Tormo Camallonga

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Mariano Peset, La Constitución de Apatzingán de 1814. Sentido y análisis de su texto, Edit. EyC, México, 2014

El Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814, no tuvo vigencia jurídica alguna más allá de los territorios controlados por los insurgentes. Su eficacia práctica sólo fue, que no es poco, la de un ensayo, el primero de la historia constitucional mexicana. Desde la perspectiva del tiempo, el Decreto Constitucional ha venido a mostrarnos el ideario liberal de la estructura político-institucional de México, tal y como se iría formalizando a lo largo del siglo XIX. Sus redactores, ya decididamente y sin ambages, exhibían una voluntad radicalmente libre y soberana, dejando atrás vacilantes proyectos anteriores, más indefinidos —véanse los Elementos Constitucionales que han de Fijar Nuestra Felicidad de Ignacio López Rayón—. Hablamos de un primer Congreso, el de Chilpancingo, que se autoproclama —se quiere—, independiente y constituyente. Es todo un punto de inflexión en la determinación del nacimiento de la nación mexicana y, obviamente, de su propio derecho positivo. Por eso se considera a la de Apatzingán, formalmente, como la primara carta magna de la nación. Su influencia en el Acta Constitutiva de la Federación, del 31 de enero de 1824, texto ya vigente y efectivo, es evidente, como también lo será en los siguientes textos constitucionales de la República, aunque algunos sigan discutiendo esto último.

También serán evidentes las influencias en el Decreto de 1814 de otras Constituciones extranjeras, y no solamente de la de Cádiz. Porque la originalidad, en el más estricto sentido de la palabra, no es un elemento forzosamente constitutivo del constitucionalismo, llamémosle liberal, como más difícilmente se le podrá atribuir a cada texto individualizado con respecto a los demás. Si acaso, novedosa será su presentación y ofrecimiento ante cada nación, como concesión a las reivindicaciones sociopolíticas del momento. Desde las últimas décadas del XVIII estas demandas eran similares en muchas sociedades europeas, ante una crisis que se presentaba como estructural y supranacional; las respuestas difícilmente podían ser muy diferentes; las doctrinas filosóficas de las que emanaban eran las mismas y ya estaban escritas.

El objetivo de Peset no es hablar del primer constitucionalismo, ni aunque fuera solo del mexicano; sería impracticable. Como dice el título de la obra, se trata de centrarse en la Constitución de Apatzingán. Y más que una obra de carácter estrictamente científico, en calidad de indagatoria, el autor presenta un texto de un gran valor divulgativo, como estudio que podemos encuadrar dentro de lo que viene en llamarse derecho comparado. Cierto es que tampoco son perspectivas incompatibles; más bien, deben acompañarse, como se hace en esta obra. Así pues, la obra se divide en tres apartados. En el primero se exponen los precedentes históricos —la insurgencia—, para pasar a analizar los conceptos y las instituciones político-jurídicas más destacadas de la Constitución. En el segundo, a modo de apéndice, se fijan las concordancias, artículo por artículo, del texto de Apatzingán con el de otras Constituciones anteriores. En el tercero, finalmente, se contiene el texto de la carta magna, con una nota editorial, en la que se explica la complejidad que reviste su exacta determinación.

En este sentido, la sensación final en el que examina la obra puede resultar dual. Peset realiza un ejercicio de estudio contrastado, sin duda exhaustivo y riguroso en sus detalles, tal y como no podía ser de otra manera viniendo de él. Un magnífico análisis de derecho contrastado entre el texto de Apatzingán y otras cartas magnas más o menos coetáneas, y que bien podrían haberle servido de referencia. Pero, y por la otra parte, con esta lectura el autor nos invita a una reflexión: la de caer en la cuenta, otra vez, de la estrechez de miras en la que tan a menudo incurrimos los juristas e historiadores, los iushistoricistas que ejercemos nuestros oficios allende los mares, en la vieja y, ¿por qué no decirlo?, decadente Europa; el reduccionismo con el que en muchas ocasiones se encara esta temática en las disertaciones científicas.

Desde estas premisas, son muchos los estudios que existen sobre derecho constitucional comparado. En estos últimos años se han prodigado tanto en España como en México a raíz de las conmemoraciones del bicentenario de las Cortes de Cádiz, de los movimientos insurgentes, y de la Constitución de 1812. No en balde celebramos los doscientos años de la propia Constitución de Apatzingán y los cien de la Convención de Chilpancingo, hitos en el parlamentarismo nacional. Con este panorama, han sido innumerables los congresos y las publicaciones que a todos estos efectos se han celebrado a ambos lados del Atlántico, algunas de ellas, hay que decirlo, más como satisfacción institucional que otra cosa. Pero, como interesados en el estudio del derecho indiano, y americano en general, muchos peninsulares seguimos echando de menos un mayor interés por los análisis comparados con la realidad latinoamericana y, en concreto, con la mexicana. Pues bien, esta obra intenta y sin duda consigue llamar la atención al respecto, al tiempo que ayuda a cubrir una cierta grieta bibliográfica. Aunque nunca se había perdido de vista el texto de Apatzingán, sorprende que todavía haya historiadores que lo minimicen e inicien el constitucionalismo patrio con el texto de 1824, si acaso con referencias a aquél meramente accesorias, cuando no accidentales. Por el contrario, esta monografía le concede a aquel primer texto un tratamiento suficientemente individualizado, como pocos otros lo han hecho, con el detenimiento y la hondura que merece.

En este estudio vemos, muy claramente, la estrecha comunicación del primer texto constitucional mexicano, no sólo con el europeo y el norteamericano, sino también con el incipiente sudamericano; más allá del de Caracas, con los de Colombia y Ecuador. Estos últimos, eso sí, inspirados por unas motivaciones un tanto diferentes a las europeas. Aunque con variaciones formales, todos estos textos comparten unos mismos objetivos. En la misma dirección, Peset nos deja apreciar, y en esto creo que hay que insistir, a unos padres de la patria bien ilustrados, leídos, y plenamente conscientes de lo que se estaba tramando más allá de sus fronteras, como creo que entendían el significado de las nuevas soluciones que se estaban proponiendo y ensayando. Desde un firme bagaje científico, son plenamente conscientes de que una nueva época y unas nuevas formas de hacer política se estaban implantando a lo largo de todo Occidente. Y no estaban dispuestos a desaprovecharlas.

El estudio de concordancias que el autor hace del Decreto Constitucional de 1814 no deja lugar a dudas de la altura intelectual de sus artífices, especialmente, de José María Morelos, como bien había dejado ya de manifiesto en sus Sentimientos de la Nación. En cuanto a su contenido, resulta, sin duda alguna, el precedente político y emotivo más inmediato del Decreto. Sabemos también que era un gran conocedor, en carne propia, de la realidad novohispana en sus más amplias facetas. Por extensión, podríamos incluir en semejante categoría ilustrada al ya fallecido Miguel Hidalgo y a López Rayón, sabedores todos ellos de la tarea constructiva que el tiempo les estaba deparando. Eso sí, para estos últimos, y sobre todo para el cura de Dolores, Peset ya avisa de que tendríamos que concretar algunos que otros matices y fijar ciertas distancias, dadas las significativas ambigüedades y lagunas programáticas que sus actitudes revelaban. López Rayón, tal vez por ser hombre de leyes y de otro carácter, se muestra más decidido. Sea como fuere, todos ellos eran hombres sin previa experiencia política, lo que dota de mayor valor a sus modos de proceder. Los objetivos que pretendían sólo se podrían conseguir desde la autoridad, lo que requería orden y organización, que pasaba por la instauración de un poder centralizado que dirigiera los movimientos insurgentes.

El texto de Apatzingán —nos muestra Peset— iba en este sentido, quién sabe si conocedores sus artífices de que no sería más que una propuesta irrealizable para que, en su momento y con el mismo articulado u otro, pudiera llevarse, ahora sí, a la práctica. Quién sabe si, incluso, a modo de apología de la causa. Creo que hay que destacar esta idea como ejercicio de realismo de todos los congresistas de Anáhuac, entendido como pragmatismo ante los grandes escollos entre los que se tenía que nadar; piénsese, sin ir más lejos, en las diferencias surgidas a raíz del nombramiento de miembros para la Suprema Junta Gubernativa de América.

Con todo, y como deja entrever Peset, podemos calificar a la Constitución como radical, obviamente revolucionaria dentro del contexto nacional, cosa que se observa, sin ir más lejos, en la misma nomenclatura: “Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana”. Es algo característico, también es cierto, de todo ideal que embarga a los primeros constituyentes, en el inicio esperanzado de algo que no se sabe cómo terminará. Porque, además de un texto jurídico-político, estamos ante toda una contundente declaración de voluntad, en la misma línea entusiasta de tantos otros textos contemporáneos. Un entusiasmo que se muestra claramente, como dice Peset, en la amplitud de miras y generosidad democrática con que se regula el sufragio, que extiende a criollos, mestizos e indígenas. Ese mismo apasionamiento, pero en otro sentido, explicaría el artículo 9o., cuando reivindica el derecho de toda nación a defender su soberanía por las armas; un precepto de significado tan preciso por las circunstancias del momento, y de una referencia militarista propia de lo que será, explícitamente o no, la evolución del constitucionalismo mexicano —y otros—.

Mariano Peset es consciente de que un análisis profundo de cada nueva institución jurídica y política que la primera Constitución de un estado en ciernes incorpora a su ordenamiento jurídico, no es tarea posible ni recomendable. De ahí que su intención haya sido detenerse en la sustancia, en aquellos conceptos que resultaban esenciales para los primeros liberales, como era el de ciudadanía, uno de los más destacados de la parte dogmática del Decreto Constitucional, como no podía ser de otra manera. Un concepto, una idea, la de ciudadanía, cuya naturaleza jurídico-política sigue mostrando tantos matices y complejidades dos siglos después. Está hablando de una noción cuyos bordes, en cualquier caso, los mediatiza por otras nociones igualmente esenciales para los primeros liberales, y con tanta enjundia también, como era la idea del sufragio y, mucho más si cabe, la sacrosanta idea de la soberanía, ni qué decir tiene si se tildaba de nacional. En este sentido, el texto de Apatzingán exhibe en su artículo 4o. una auténtica declaración de principios, como punto de partida y llegada, del significado que se le quería dar al gobierno de la nación. En la misma línea, el autor nos habla del trato restrictivo que se concede a los nacidos en España, al tiempo que se muestra muy generoso respecto a los esclavos, cuya condición parece abolir, o del sistema electoral, que, en este caso sin lugar a dudas, tanto ilustraría el constitucionalismo venidero.

Es una complejidad programática que Peset extiende a la configuración de los poderes de lo que se quería fuera la nueva república, destacando, eso sí, la nítida distinción que la Constitución establece entre las partes dogmática y orgánica, tal y como debía recogerse en toda carta magna que se preciara, sobrepasando en esto a la de Cádiz. Así pues, la de Apatzingán, de nuevo como todas las primeras cartas magnas, es muestra de esa indiscutible relevancia en la esencia de la construcción de las nuevas estructuras políticas y también jurídicas de cada Estado.

No es el caso para el autor entrar en el análisis minucioso de cada uno de los poderes. No sería realista ni posible. Por ello, se centra en algunas de las consideraciones más relevantes, como es la introducción de un alto tribunal paralelo al Supremo Tribunal de Justicia, y llamado Tribunal de Residencia, entre cuyas competencias estaba el conocimiento de las causas delictivas contra los individuos de los tres poderes en el ejercicio de sus cargos. Como también destaca el Supremo Gobierno, el ejecutivo; la originalidad en su configuración y en el nombramiento de sus individuos desde las referencias francesas. Incluso se ha dicho que contiene el germen del control constitucional sobre la legislación ordinaria, lo que, ciertamente, es decir demasiado. Mientras, es en el Supremo Consejo, que como imaginamos será el poder finalmente predominante, en donde más evidentes serán, junto con el referido sistema electoral, las influencias de la Constitución española de 1812. Aunque algunos constitucionalistas no lo han visto así, atribuyendo las más directas influencias a los textos franceses, las evidencias mostradas por Mariano Peset son irrefutables. Cierto es que la de Cádiz bebe de las francesas, en esa trama de influencias recíprocas de todos los textos constitucionales. Se insiste así en cuestionar todo aquello que se tilde de original.

Y todo esto lo acompaña el autor —algo propio de su dilatadísima obra científica, desarrollada tanto en España como en México, a través fundamentalmente del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, de la UNAM—; todo esto lo acompaña —subrayo—, de una acreditada motivación bibliográfica y, especialmente, documental. En este sentido, Peset, como destacadísimo investigador que es de la historia de las universidades, nos introduce en la actitud de la Universidad de México con motivo de la Insurgencia, algo a lo que muchos estudiosos siguen sin prestar la atención debida.

En cuanto a la segunda parte de la monografía, la del llamado Apéndice, el autor nos muestra, sin ambages y con seguridad, todo un elenco de concordancias que ya ha ido apuntando en las notas a pie de página, y que consiguen, más allá del ejercicio analítico —que nunca está de sobra—, unos resultados ilustrativos, por didácticos, de un gran acierto. Salta a la vista su utilidad para todo docente o simple curioso que se acerque a su lectura. La exhibición de estos paralelismos de manera tan visible y patente impide o, al menos persuade, de la tentación de caer en la (re)construcción de historias según apetencias.

En definitiva, Peset destaca una voluntad consciente —también compleja—, como era la de los artífices de la Constitución de Apatzingán, de hacer propios los principios liberales dentro de la nueva forma de gobierno republicana. No olvidemos que el salto en esta parte del océano iba a ser, como mínimo, doble, y entiendo que considerablemente mayor que en España, por poner un ejemplo; porque hablamos de independencia y de republicanismo. Prueba de esta complejidad fueron los acontecimientos tal y como se desarrollaron a lo largo de las siguientes décadas.

Para cerrar estas líneas, quisiera dejar constancia del acierto e interés de la Nota Editorial que se puede leer en la parte final del libro. La exquisitez en la exhaustividad demostrada por Enrique González González, en el estudio de las diversas ediciones que se conservan de la Constitución de 1814, es algo que, de nuevo, complace muy gratamente a un historiador del derecho, y mucho más a un jurista, tan poco dado en tantas ocasiones a ir más allá de la mera literalidad de la norma; en ocasiones, hay que reconocerlo, sin suficiente verificación, dado lo incomoda de la tarea. El doctor González muestra así lo que es el rigor científico; lo que es, en definitiva, el bien hacer.

Así pues, no hay más que echar una ojeada a la obra para apreciar su calidad; además de en su contenido, que no es poco, también en su impecable presentación y enmaquetación. Un saber hacer, por lo tanto, que hay que extender al conjunto de la obra en todos sus aspectos; también a los patrocinadores de su publicación y muy especialmente a Ediciones EyC.

 Carlos Tormo Camallonga1

 

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 Historia del Derecho y de las Instituciones. Universitat de València-Estudi General.