J. M. COMA FORT, Codex Theodosianus: historia de un texto
J. M. COMA FORT, Codex Theodosianus: historia de un texto. Programa Historia del Derecho. Publicaciones, núm. 28. Universidad Carlos III de Madrid, Madrid, Dykinson, 2014, pp. 536.
En la historia del derecho romano y, lo que es más importante, casi me atreverÃa a decir, en la historiografÃa romanÃstica de todos los tiempos, el Código Teodosiano (en adelante, CTh.) ha venido ocupando un lugar secundario y limitado, de reparto, vicarial, si se permite la expresión, acaso derivado de una fascinación excesiva, casi única, exclusiva y excluyente, por lo clásico o por el clasicismo, concebidos ambos como realidades históricas determinadas y, sobre todo, como estilos jurÃdicos concretos en los que concurrÃan un gusto por la exacta y pulcra conceptualización y por la delimitación precisa de institutos y de categorÃas, además de una cierta querencia hacia el orden y la sistemática, que eclipsaban, cuando no directamente rechazaban, todo aquello que no se acercara al modelo diseñado; es decir, a ese mundo clásico o al mundo bizantino que trató de copiar, no siempre con los resultados apetecidos, aquel primer gran referente jurÃdico de Occidente. La opción era legÃtima, operativa y válida, siempre y cuando no se incurriera en minusvaloraciones o desprecios. Justiniano no debÃa cegar lo que habÃa antes de él, ni era recomendable saltar los tiempos intermedios en busca de los juristas clásicos y de sus obras, sino que habÃa que redescubrir todo un mundo en esa tierra indómita situada entre el siglo III (el del epiclasicismo, donde descuellan los últimos grandes jurisconsultos) y el siglo VI (con el proceso compilador bizantino a pleno rendimiento).
No sorprende que, por los motivos aducidos (pureza, perfección, paradigma, claridad), el arquetipo a estudiar fuera el derecho romano clásico, el cual es conocido solamente a partir de esa refacción del ideario antiguo militante que se opera en el Bizancio del emperador Justiniano por obra y gracia de los juristas que integraban su scriptorium, lo cual dio pie a muchas intermediaciones, que han constituido la esencia de la labor del romanista durante mucho tiempo. Esa âcaza de la interpolaciónâ tenÃa como punto de llegada la compilación justinianea a los efectos de reconstruir el periplo de algún fragmento jurisprudencial y de trasladarlo a sus orÃgenes clásicos o epiclásicos para poder contemplar, en perspectiva amplia, su origen y las modificaciones que sobre el mismo habÃan operado, asà como la genealogÃa de dichas alteraciones, sus procedencias y sus efectividades. Lo relevante era lo clásico y el reflejo, más o menos exacto, de ese modo de construir el derecho que se plasmaba en la obra de los juristas bizantinos. Bajo esa acción detectivesca de la pureza primigenia de las fuentes, se escondÃa una cierta y peligrosa hipervaloración del derecho romano clásico, el único relevante, el de mejor calidad, factura y presentación, el más importante, el más perfecto, llevado y traÃdo hasta el paroxismo y la exageración, y, en consecuencia, se generaba un correlativo desprecio hacia los tiempos intermedios por corruptores y vulgarizadores, por su manifiesta incapacidad para alcanzar ese canon jurÃdico ideal, esa perfección, e incluso por su manifiesta incapacidad para comprender lo que allà se habÃa estado formulando desde el punto de vista del derecho. Ese derecho clásico y, junto con él, los libros de Justiniano que trataban de aprehenderlo, recuperarlo y reformularlo, conformaban un patrón de calidad al que se tenÃan que plegar todas las demás fuentes para verificar o no su pureza, como si de un análisis quÃmico se tratara. Por este motivo, las fuentes de la época posclásica se sometieron a una crÃtica demoledora y peyorativa, olvidando que el derecho ha de ser algo siempre al servicio de la sociedad, nunca al revés, y adaptarse, por ende, a las exigencias y demandas que esa sociedad plantea. No fue aquél, el posclásico, un derecho mejor ni peor que el clásico o que el justinianeo, sino un derecho distinto, diferente, adaptado a o mimetizado con la realidad que tuvo que regular, imperfecto y lleno de corrupciones y contradicciones, técnicamente defectuoso u olvidadizo respecto a las celebradas construcciones clásicas, acaso porque no precisaba de ellas, porque no las demandaba ni las necesitaba, un derecho que se enfrentó a un Imperio en descomposición desde la óptica polÃtica, culturalmente pobre, socialmente polarizado y económicamente rural o en trance de ruralización, respecto del cual no valÃan sutilezas, interpretaciones y exégesis arriesgadas, sino solamente poner en marcha de modo urgente una función ordenadora sin florituras, adornos o artificios, una fuerza coactiva directa e instantánea, conducida por esos propósitos superiores. Y salió bastante bien parado del envite. El pragmatismo, el naturalismo, la simplificación y/o sencillez, la confusión de nociones próximas ya inoperantes, imposibles de recuperar o inútiles de todo punto por incomprensibles o inaplicables, la necesidad de servir a su tiempo concreto, entre otros factores, definen ese momento agónico y su correspondiente derecho, paradójicamente lleno de vida, de fuerza, de impulso, porque a esa misma vida atendÃa y esa misma vida lo reclamaba para sÃ.
Lo relevante es examinar el derecho no tanto en función de su vigor o de su poder transformador, no a la luz de su elegancia y estilo simplemente, sino, sobre todo, a la luz de su real efectividad, a la luz de los servicios desempeñados. Y es indudable que ese derecho postclásico era efectivo, sumamente efectivo, aun a cuenta de ir desprendiéndose de todo el caudal conceptual de los tiempos clásicos hasta dejar a ese derecho romano en los huesos, descarnado, puro, sin complementos o aditamentos superfluos, que para nada servÃan en esos tiempos convulsos donde lo que primaba eran otros factores o componentes. Si se me permite el sÃmil, es una realidad, esta del Imperio decadente, muy parecida a la que se vivirá en los primeros siglos medievales, desaparecido el mundo romano: una época reicentrista, dominada por las cosas y por la dictadura que las mismas imponen, teñida de un marcado naturalismo, donde la tierra, la familia y el tiempo definen el epicentro jurÃdico de esta civilización, sus cambios y sus movimientos, con un poder público muy debilitado y apenas compareciente, con escasa formación teórica (sin escuelas, sin maestros, sin estudiantes), singularizada por la ausencia de un auténtico interés de cara a elaborar teorÃas, sistemas y dogmas, y con un marcado componente práctico que encumbra a jueces y, sobre todo, a notarios, como juristas prototÃpicos. De un modo similar, imaginamos y recreamos la época posclásica.
El CTh. vive, pues, entre dos aguas, sin formar parte de ninguna de ellas, sin sumergirse de lleno ni en el tiempo clásico previo ni en el clasicista posterior (en cierta forma, aproximación artificial y forzada al universo del clasicismo primero y militante, sin llegar a alcanzarlo más que en contadas ocasiones: los tiempos eran evidentemente otros distintos). Ni es texto clásico ni es recuperación de ese clasicismo bajo ropajes bizantinos como harán los tribionianos y compañÃa. Antes bien, al contrario, aparece como la certificación del vulgarismo y del derecho posclásico, colocándose en las antÃpodas de ambas corrientes citadas en primer lugar. No es clásico ni clasicista ni puede serlo de ninguna de las maneras. Se distancia del mundo clásico por la emergencia imparable del emperador como máquina jurÃdica por excelencia, que actúa, dispone, ordena, prohÃbe, avoca o sentencia, bien mediante normas generales, bien mediante rescriptos llamados a trascender los casos concretos que los motivaron en un primer momento: la República era ya un recuerdo muy lejano, y sus instituciones eran la encarnación de la inoperatividad, conservadas por respeto reverencial a la tradición, pero poco más, sin depositar la más mÃnima confianza en todas y cada una de ellas. Un emperador que comprende por vez primera la urgencia de compilar en un sólo volumen (codex) toda la producción normativa de sus antepasados y la suya propia, de ordenarla, de extractarla y de resumirla, y, por fin, de darle una forma sencilla de presentación editorial para asegurar su publicidad, su difusión y su conocimiento, en aras de la mayor de las seguridades y de la eliminación de los riesgos que implicaban alteraciones, manipulaciones o falsificaciones, tanto del derecho imperial como del derecho jurisprudencial, que el emperador debÃa proteger como parte de un legado en el que él mismo quedaba integrado. Externamente, cambiaba el orden jurÃdico por cuanto que cambiaba la forma de generarlo, protegerlo, asegurarlo y renovarlo. Pero asimismo lo hacÃa su mundo interior. El derecho posclásico se alejaba también de los cánones imperantes, del mundo dogmático tan sólidamente trazado con anterioridad, porque la experiencia jurÃdica antigua era incapaz de amoldarse a la nueva sociedad (un derecho esencialmente urbano no cabe en una sociedad rural, que vive por y para la tierra, por lo que ha de adaptarse a lo que ésta reclama). Refleja o quiere reflejar una nueva sociedad para la que ya no vale en lÃneas generales el orden jurÃdico anterior. Y ello lleva a un esfuerzo adaptativo, a una ductilidad o maleabilidad de las viejas instituciones al servicio de los nuevos tiempos.
El CTh. se exilia de los territorios dominados por lo clásico, queda lejos de esa primera loable valoración que alcanza a Justiniano como arquetipo del saber jurÃdico bien construido, bien trabado y bien fundamentado. Es otro mundo. Por eso, apenas ha sido estudiado y apenas ha sido tratado si lo comparamos con el Código justinianeo o las demás partes de la compilación, pese a que su relevancia histórico-jurÃdica es indiscutible, y su peso especÃfico también. No debemos olvidar que el CTh. fue la primera compilación oficial que se elabora en tiempos romanos, con el esfuerzo, el trabajo y la planificación que todo esto comportaba, noticias éstas que solamente poseemos de modo indirecto. Se ignora, de una manera detallada y global, quiénes cumplieron el cometido imperial, sus nombres y profesiones, sus formaciones especÃficas,quiénes integraron las correspondientes comisiones (si teóricos o prácticos), sus procedencias, qué sistemática emplearon para trabajar, qué criterios les guiaron, qué materiales previos usaron como sustento de su compleja labor y cómo operaron sobre todos estos. Asimismo, es un texto que ha tenido muchos más problemas de transmisión y de traslación que los pocos clásicos que se han conservado o que los bizantinos posteriores, comenzando por el hecho definitivo de que no se posee la versión original Ãntegra del mismo y esta ausencia es un hándicap inmenso de cara a alentar el trabajo serio de investigación porque éste debe ir precedido siempre de una previa refacción de estructuras y de contenidos. Estudiar el CTh. implica, en primer lugar, proceder a su reconstrucción porque aquél como tal no existe. Hecho lo cual y más adelante, adentrarse en el CTh. supone caminar por una senda de inseguridades e incertidumbres, debido a que se carece de una sólida base de partida, como es el texto primero fundacional de ese Código, su primer testimonio escrito. La historia del CTh. es, en suma, no la simple historia de un texto, sino la historia de muchos textos donde aquél se reflejó y que coadyuvan a su reconstrucción a posteriori. Conocer el CTh. implica un esfuerzo supremo máximo de perfiles filológicos e históricos, no solamente jurÃdicos, que no conoce de nacionalidades, sino que lleva a indagar dentro de la tradición jurÃdica europea occidental en todas sus dimensiones y en todas sus extensiones, sin pararse en la Edad Media, sino continuando el viaje intelectual hasta los tiempos del humanismo jurÃdico y de la misma Escuela histórica. Apartado de las cuestiones siempre problemáticas de la vigencia, en la Edad Moderna el CTh. se convirtió en objeto de estudio histórico de forma pura, sin preocuparse por otras implicaciones referidas a un usus modernus que no le afectaba para nada. Era un texto histórico y, como tal, debÃa ser tratado, leÃdo e interpretado. Esa condición lo liberó de muchas ataduras que atenazaron a la compilación justinianea, por cuanto que para él las implicaciones prácticas eran inexistentes, primero, por el tiempo transcurrido, y, seguidamente, por su relación genética con códigos posteriores que habÃan operado sobre el mismo con una inequÃvoca fuerza abrogatoria. Pero en su haber y no obstante lo anterior, se debe hacer constar su papel decisivo de cara a la forja de una tradición romana propia, divulgada en el Occidente hasta el siglo XII aproximadamente; es decir, de haber sido capaz de configurar una suerte de derecho común europeo antes de la eclosión triunfante del ius commune más famoso, el romano-justinianeo, reinterpretado por los juristas boloñeses y acompañado del derecho canónico. Edificó asà una primera comunidad jurÃdica europea, que tuvo su epicentro a caballo entre la zona sur de Francia y la zona norte de Italia, quizá el espacio de mayor actividad cultural de los siglos centrales del medievo (y la abundante tradición literaria manuscrita de allà procedente asà lo prueba). Al universo justinianeo, fácilmente rastreable desde esa centuria medieval en toda Europa prácticamente sin excepciones, le antecede ese derecho romano de raÃz teodosiana que tiene en las fuentes bárbaras o germánicas reflejos exactos o poco alterados de su inicial formulación y también de su posterior desarrollo a la luz de las evoluciones polÃticas y jurÃdicas de esos reinos que ocuparon el solar del Imperio de Occidente (francos y visigodos, sobre todo).
Por ser texto pionero en el modelo codificador como compilación, por ser expresión de una nueva forma de entender, crear y formular el derecho (en suma, de una nueva experiencia jurÃdica), y por ser antecedente de la magna obra de Justiniano (de la que se nutre en buena medida, sobre todo, el Codex), es por lo que se merece su estudio y su reconstrucción, para todo lo cual deviene indispensable un conocimiento del mismo como texto o, mejor dicho, como textos, tal y como hemos indicado arriba. No es único aquél; son muchos y con recorridos diversos. A ello se consagra la presente monografÃa, obra de uno de los mejores romanistas del panorama europeo, cultivador de un estilo de trabajo minucioso, puntillista, detallado, lleno de rigor, de sacrificio y de esfuerzo, y también de valentÃa, la que supone trazar la compleja historia del CTh., de su citado texto, a partir de los múltiples textos que hablan del mismo y donde aquél está presente y se reconoce. Prueba de esta afirmación combinada (lo dificultoso y arduo del trabajo, pero también la perfecta resolución del mismo por la mano experta del profesor Coma Fort) es, por ejemplo, el elenco de abreviaturas (Explicatio Signorum, pp. 19-23), la detallada mención a manuscritos, libros, ediciones, autores, personajes y tópicos (los Ãndices recogidos en pp. 469-474, 475-485 y 486-489, respectivamente), o la completa bibliografÃa (pp. 491-536, diferenciando entre bibliografÃa anterior a 1800, posterior a ese año, repertorios bibliográficos y catálogos, y páginas on-line consultadas, signo éste de los tiempos que nos tocan vivir, a pesar de las contundentes y drásticas palabras del propio A., en p. 16), asà como los agradecimientos a varios archivos y bibliotecas (en la preliminar Advertencia, pp. 16 y 17: Biblioteca Apostólica Vaticana, Biblioteca Ambrosiana, las de Zurich, Basilea y Berna, Biblioteca Nacional de Francia, Interuniversitaria de Montpellier, las de Berlin, Giessen, Munich y un largo etcétera), que ponen de manifiesto el Ãmprobo trabajo realizado y el uso directo de todos los textos, manuscritos o editados, que se utilizan en el trabajo, cosa que no es baladÃ, sino que revela un profundo conocimiento de la materia, un acercamiento cabal y completo al universo del teodosiano, y un rigor rayano en la obsesión a la hora de exponer la materia objeto del trabajo. El argumento principal era, lo hemos dicho previamente, trazar la historia del CTh., la historia de un texto que se compone de muchos textos, poliédrico, por tanto, con muchas fuentes y vetas que investigar, para lo cual se comienza con una breve introducción, que es una suerte de status quaestionis de nuestros conocimientos hodiernos acerca del Código, de su historia, de su formación y de sus primeras vicisitudes, tanto en Oriente como en Occidente (Introducción, pp. 25 y ss.). No faltan indicaciones a la contraposición entre leges y iura, tÃpica del momento posclásico, a los precedentes códigos particulares, centrados en los rescriptos imperiales (hermogeniano y gregoriano), a la diversa literatura de la época, variada y heterogénea, que empleaba materiales de todo signo y origen, y a las disposiciones sobre el empleo de las obras jurisprudenciales, culminadas con la famosa Ley de Citas en el año 426. Se ofrece un fresco sobre la cultura jurÃdica de ese siglo V y de los problemas de circulación y difusión del material jurÃdico, no obstante los esfuerzos de los emperadores para asegurar el conocimiento uniforme e inmaculado de sus constituciones y para dotar de un mÃnimo de veracidad a las apócrifas obras de juristas, conocidos o anónimos, que por todo el Imperio circulaban. Un primer estudio en profundidad de las fuentes tiene por objeto las Constitutiones sirmondianas, por ser el texto que contiene los estratos más antiguos vinculados a esa primera codificación imperial, e incluso con referencias a posibles textos preteodosianos (pp. 27-36), para seguir luego con la difusión del CTh. y el inicio de las diversas rutas conducentes a esa reconstrucción (fundamentalmente manuscritos del CTh., manuscritos del Breviario de Alarico, apéndices al Breviario y Código de Justiniano, con stemma sugerido en p. 41).
Ahà están las fuentes propuestas o, dicho de otro modo, ahà está todo el CTh. que hay que proceder a reconstituir a partir de esa herencia literaria plural, heterogénea, sumamente compleja, distinta, difÃcil de rastrear y mucho más difÃcil de rehacer y ensamblar. Desde ese preciso instante comienza un erudito recorrido, que nos lleva por las diferentes tradiciones manuscritas y editoriales, de las que se dan todo tipo de indicaciones en cuanto a ubicación, datación, elementos históricos, procedencias, vicisitudes, transmisiones intermedias, descripciones y contenidos, estados de conservación (si se conservan, lo que no acontece en todos los casos), posibles procesos de formación, curiosidades de la traslación, hipótesis sobre su formación y difusión, trabajos intermedios de otros estudiosos, apógrafos, copias, versiones, etcétera: asà van apareciendo los códices del CTh. genuino (cap. I, pp. 43 y ss.), con sus enmiendas y escolios; los extractos del CTh. genuino conservados al margen de la tradición alariciana (cap. II, pp. 101 y ss.), donde descuellan y sobresalen las interpretationes del Breviario, las novelas posteodosianas, la legislación de pueblos bárbaros, compilaciones eclesiásticas y otros escritos menores y no necesariamente jurÃdicos; los manuscritos del Breviario original (cap. III, pp. 113 y ss.), con idéntica presentación detallada, tal y como acontecÃa con el CTh. originario, más minuciosos, porque son manuscritos que presentaban un contenido rico, y para nada uniforme, los cuales nos sumergen de lleno en los primeros tiempos medievales y en la compleja vida cultural de esos momentos; los fragmentos del CTh. original integrados o insertados en códices del Breviario (cap. IV, pp. 217 y ss.), añadidos al final del corpus alariciano bajo la forma de apéndices, textos de una enorme complejidad en cuanto a delimitación de genealogÃas, o bien recogidos en el mismo texto principal visigodo; las copias reducidas o minimizadas del Breviario y las copias sin determinar (cap. V, pp. 253 y ss.), donde comparecen los códices recortados, los epÃtomes, la Lex Romana Curiensis, Utinensis o Epitome S. Galli, los extractos del Breviario dispersos en libros y manuscritos de toda categorÃa (escritos visigodos y francos, fórmulas merovingias y carolingias, capitulares de los reyes francos, textos canónicos, pasajes de Ivo de Chartres, Hincmar de Reims, Decreto de Graciano, Summa Parisina o Azzo de Bologna), asà como los códices perdidos (pp. 352 y ss.). Todos los manuscritos están aquà contenidos y extractados, perfectamente identificados y revisados, de un modo exhaustivo y crÃtico. Hacen su aparición los grandes estudiosos (Hänel y Mommsen, sobre todo), pero el profesor Coma Fort no se arredra ante ellos e impugna algunas consideraciones, lanza hipótesis, refuta pareceres de ahora o de otros tiempos, discute, interroga, debate con los gigantes, adopta la mentalidad de la época cuando es preciso para captar la esencia del texto en cada momento histórico (asÃ, cfr. el ilustrativo pasaje sobre la idea del CTh. en los cÃrculos académicos humanistas de Basilea en tiempos del Renacimiento, pp. 209 y ss.). Tras los manuscritos, llega el turno a la imprenta, y asà a la enumeración y descripción de las principales ediciones impresas del CTh. (cap. VI, pp. 363 y ss.), desde la primera de Aegidius o P. Gillis, en 1517, hasta la de Krüger de 1925-1926, pasando por las celebérrimas de J. Sichart (1528), Jean Du Tillet (1550), J. Cujacio (1566), las de 1586, o el Comentario de J. Godefroy, para llegar, ya en tiempos contemporáneos, a las de J. L. W. Beck (1815), Hänel (1837-1842), Baudi di Vesme (1839-1841) y Th. Mommsen (1905), todas ellas analizadas al mÃnimo detalle en cuanto a las fuentes manuscritas empleadas, al modo de trabajo de sus responsables, a los materiales recibidos y ordenados, y también a su historia interna, en muchos casos, a esa infrahistoria, con ricas y abundantes curiosidades y anécdotas.
Una obra que es compendio de otras obras, que es compilación e integración de la rica vida de un texto antiguo que deviene medieval y que se convierte en elemento filológico clave y en pieza histórica indiscutible en siglos posteriores. Ãsa es su utilidad más evidente, además de la seriedad y del rigor con que se ha escrito. La seriedad y el rigor que estriban en una simple cuestión: que se agota el CTh., que se exprime éste hasta llevarlo a sus orÃgenes, que rastrea todos ellos y que los reconstruye, con aportaciones ajenas, pero también con pareceres propios. El CTh. comparece aquà contenido en su texto o en sus variados textos, y desde ahà se puede proceder a su estudio detallado y cumplido, trazando su periplo vital en tiempos romanos (cuando se presume que subsiste Ãntegramente), en tiempos visigodos (cuando se cercena y se prescinde de alguno de sus elementos) y luego ya en tiempos medievales (donde se convierte en una suerte de filón jurÃdico al que echar mano para combinarlo con otras fuentes heteróclitas, invocando la autoridad y el prestigio ligados a su venerable nombre). Más adelante, se recuperará su pureza primigenia, y el elemento jurÃdico dejará paso a la historia y a la filologÃa. Una obra digna de la tradición germánica, que recuerda o evoca viejos tiempos, los de aquellos monumenta que fueron objeto de admiración y de envidia en el siglo XIX desde nuestra patria y desde otros lugares, una tradición de la que da buena cuenta la propia dedicatoria, en alemán, al profesor Pérez-Prendes, en cierta forma, último heredero en nuestro paÃs de un modo de hacer historia del derecho que bebÃa de los estilos teutones y que, por desgracia, no tiene serios continuadores dentro de esa especialidad. Ha sido un excelente romanista, y no por casualidad, el que ha tenido que venir a recordarlo y a auxiliarnos. Seguimos siendo, historiadores, canonistas, romanistas, juristas todos en general, exégetas de textos, lectores de los mismos, tÃmidos captadores de viejas mentalidades y esencias de otros tiempos lejanos y extraños, ya escritas, ya no. Porque eso es, a fin de cuentas, el derecho, ahora y siempre: textos de intensidad obligatoria variable, dispuestos a ser leÃdos y releÃdos, pero textos que, antes de nada, necesitan ser reconstruidos y deben serlo del modo magistral y ejemplar, como se hace en esta obra, indispensable ya, por los motivos expuestos, para acercarse a ese mundo jurÃdico posclásico que tuvo que ser, a la fuerza, vulgar en el buen sentido de la palabra; es decir, apegado a la realidad como fiel servidor de la misma. Un trabajo digno de un orfebre del silencio, como ya fuera calificado su A. hace años. Y como orfebre, capaz de elaborar una obra de arte, un pequeño tesoro de múltiples brillos y matices, como los que proporciona este libro.
Faustino MartÃnez MartÃnez1
Departamento Historia del Derecho y de las Instituciones. Facultad de Derecho. Universidad Complutense de Madrid.
Artículos más leídos del mismo autor/a
- Faustino Martínez Martínez, De bulas y pontífices. Prolegómenos de la cuestión indiana , Revista Mexicana de Historia del Derecho: Segunda Época, volumen XL, julio-diciembre 2019
- Faustino Martínez Martínez, SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, José, Justicia, criminalidad y control social en la Ciudad de México a finales del siglo XVIII , Revista Mexicana de Historia del Derecho: Segunda Época, volumen XXXV, enero-junio 2017
- Faustino Martínez Martínez, Volviendo la vista atrás: un clásico sobre la Constitución de Cádiz revisitado. Varela Suanzes-Carpegna, Joaquín, La teoría del Estado en las Cortes de Cádiz. Orígenes del constitucionalismo hispánico, , Revista Mexicana de Historia del Derecho: Volumen XXVI